lunes, 6 de mayo de 2013

ANICETO EL GUARDIA Y EL CASO DEL CALOR ASESINO. 3 DESENLACE.


3. Y DESENLACE.



Aniceto ya traía los deberes casi hechos.
-Todo, al parecer, había empezado con la primavera… -Empezó a narrar Aniceto poniendo  mucho énfasis en todas las palabras- Ernestina había pasado unos días en la casa de sus tíos que vivían en un pueblo cercano. Allí conoció a un viajante de mercería que pasaba unos días en el pueblo haciendo la visita rutinaria, que se solía repetir cada trimestre, a la tienda de su tía Herminia, que era prima hermana de la tía Justa.
El muchacho, que estaba soltero y no tenía más familia que unos primos en Galicia, vio la posibilidad de aumentar su colección de conquistas y la pobre Ernestina no tardó en caer en la bien tramada red que tejió a su alrededor el ladino seductor, y que ya le había dado excelentes resultados en tantas ocasiones; por lo que había conseguido una muy completa nómina de amantes a lo largo de su basta ruta comercial, lo que le proporcionaba cama y comida en la mayoría de sus destinos.
Ernestina que hasta entonces era virgen y no tenía ninguna experiencia en las artes del amor, quedó perdidamente prendada de los atributos y de la simpatía del joven que, por su parte, no podía perder la oportunidad de disfrutar con fruición los ardientes requerimientos amorosos de su inexperta y vehemente nueva conquista.
Todos nos habíamos quedado boquiabiertos con la prolija y detallada narración de nuestro contertulio y concienzudo investigador. Él, sabedor de ser el protagonista, iba poniendo mucho énfasis en la enumeración de los detalles con que adornaba su historia, dejando bien claro que no pensaba, de ninguna manera, descubrir sus fuentes de información, para evitar, claro está, las posibles represalias de la familia de la joven.
En los días siguientes, Aniceto inició los trámites para cumplimentar el atestado correspondiente con el fin de iniciar una investigación para identificar la identidad del joven amante y presumiblemente procreador del fruto de las entrañas de Ernestina.
La primera cuestión era precisamente la identificación del presunto, e intentar localizarlo. No fue demasiado difícil encontrar datos suyos. Se llamaba Melquíades Juárez, aunque era conocido como “Melindres”, posiblemente porque, según decían, era muy exquisito a la hora de comer. En una de las mercerías de la comarca informaron del almacén para el que trabajaba el muchacho y a partir de ahí no fue difícil comunicar con ellos, donde informaron que efectivamente Melquíades Juárez Huidobro trabajaba para ellos, aunque hacía ya más de tres meses que no sabían nada de él. También aclararon que eso no les sorprendía demasiado porque era muy de él, desaparecer durante una temporada, para volver después poniendo como excusas las cuestiones más peregrinas, como por ejemplo, que se había marchado una temporada a casas de sus primos, o que se había quedado con alguna de sus amigas para ayudar a su familia en las vendimias.  Aseguraron que habían estado tentados muchas de veces de darle el finiquito, pero como después era muy bueno en su oficio y vendía mucho, le pasaban por alto estas excentricidades.
Jenaro, el señor Alcalde, pensó que era el momento de que Aniceto informase a la Brigada Criminal Central y a la semana siguiente llegaron el inspector y su ayudante que ya habían llevado el caso anteriormente.
Y a partir de ahí, todo fue demasiado fácil. No la tía Justa, ni su marido el tío Melitón, ni Ernestina, ni su hermano Nabucodonosor, eran en realidad malas personas, y a las pocas horas de iniciar el interrogatorio, el inspector les había sacado toda la información de lo que realmente había ocurrido.
Esa misma tarde, llegó un furgón de la Guardia Civil y el tío Melitón y su hijo Nabucodonosor salieron esposados de las dependencias municipales camino de la penitenciaría de la Capital. La tía Justa y su hija Ernestina quedaron en casa, aunque se les advirtió que serían acusadas por encubrimiento de asesinato, porque había quedado suficientemente probado que ellas no intervinieron  en los hechos.
Y lógicamente, esa tarde hubo que anular la tertulia en la botica, por la ausencia ineludible de Aniceto, y sólo él podía darnos información fidedigna de lo que habían logrado averiguar las fuerzas del orden llegadas de la capital.
Aunque todo eran comentarios en el pueblo y se podían escuchar las más inverosímiles versiones de lo ocurrido, ninguno de nosotros quiso dar oídos a las habladurías, porque sabíamos que Aniceto nos haría una fiel crónica de los hecho que habían llevado al esclarecimiento del caso del calor asesino que era, sin ninguna duda, nuestro caso.
Era viernes, y como todos los viernes había mandado preparar unos aperitivos y esa tarde subí de la bodega unas botellas que tenía reservadas desde hacía años para conmemorar algún acontecimiento importante, y hoy sin duda era el de mayor importancia al que se había enfrentado nuestra ya veterana tertulia que con el desenlace de este caso adquiría nuestro bautismo de investigación criminal.


Todos fueron puntuales, cosa no demasiado frecuente porque siempre había alguien que por unas cosas o por otras se retrasaba un poco. Miento, todos fueron puntuales, menos Aniceto que fiel a su costumbre de afán de protagonismo, esa tarde se demoró unos minutos, los suficientes para hacerse notar su ausencia, pero no tantos como para pedirle explicación de su tardanza.
- Perdonad mi retraso, pero es que he tenido que atender una llamada telefónica de un periódico de la capital que quería información del caso.
- ¿No les habrás contado nada, sin antes habérnoslo contado a nosotros?
- ¡Por supuesto que no! Me he limitado a dirigirles a las Autoridades Provinciales y que no podía aportar detalles importantes porque la investigación aún no había terminado…
- Pero a nosotros sí nos darás todos los detalles, ¿verdad?
- Claro, claro, esto es diferente… además vosotros habéis colaborado activamente en la investigación y tenéis derecho a conocer toda la verdad…
Tomó asiento junto al señor alcalde, como era su costumbre, le serví un vaso de vino, lo saboreó, dio su aprobación con un gesto que denotaba su aprecio por la calidad del vino, hizo una pausa y empezó a hablar pausadamente.
- Vamos a empezar por el principio. El tal Melindres se había encoñado con la hija de la tía Justa y ella, al parecer, se había vuelto loca por él. Cuando tuvo que volver al pueblo quedaron que él la visitaría por las noches, cuando sus padres y su hermano ya estuvieran durmiendo. Y así lo estuvieron haciendo dos días a la semana durante casi un mes.
Llegaba esas noches a eso de la una de la mañana en su bicicleta; ella le estaba esperando en la puerta de la corraliza que da a la alameda y a esas horas era muy difícil que nadie se cruzase con él. Subían al pajar donde yacían y la Ernestina le preparaba un taleguillo con un poco de pan, unas lonchas de jamón, una botella de vino y unas manzanas, para que cenase en el camino de vuelta. 
Todo se desarrollaba sin ningún contratiempo. Aunque los primeros días algún que otro perro ladraba a su paso, con el paso del tiempo se debieron acostumbrar y el amante nocturno pasaba totalmente desapercibido.
La muchacha estaba viviendo una aventura amorosa impensable para ella sólo hacía unas semanas. Aunque había tenido algún pretendiente y había llegado a hablar durante unos meses con el hijo del Eustaquio, la cosa no había llegado a nada y no había tenido ningún acercamiento carnal, como no fuesen algunos torpes tocamientos que más que satisfacción le habían producido rechazo.
Todo, en cambio, era distinto con su nuevo y experto amante. Aunque los primeros encuentros fueron en la casa de su tía Herminia, allí no disponían ni de tiempo ni de oportunidad para dar rienda suelta a todas las satisfacciones que demandaban sus lujuriosos anhelos, y no fue hasta que se encontraron en el pajar de su casa, cuando pudieron dar rienda suelta a experimentar los dulces placeres de la carne…
¿Me pones un poco más de ese vino tan bueno?
- Por supuesto, por supuesto… Pero sigue con el relato.
- Pues, como iba diciendo, la muchacha estaba que no pensaba nada más que en el pajar, y ni se le pasó por la cabeza que pudiese quedarse embarazada. Él sí, ya era experto también en esto de tomar precauciones, pero no contaba con el ardor de su nueva amante que ningún día se conformaba con un solo coito y la mayoría de las noches tenía que hacerlo después de coger el taleguillo con las viandas que le había preparado su amante.
Y debió ser alguna de esas noches cuando la muchacha se pudo quedar preñada. Con la mala fortuna de que desde el principio la Ernestina empezó a sentirse mal y empezaron a aparecer los inequívocos síntomas de su estado real.
La tía Justa se lo temió desde un principio. La venía notando rara, aunque no podía ni imaginar lo que realmente estaba pasando y pensaba que la culpa podía ser del hijo del Eustaquio.
Y la Ernestina no tuvo más remedio que contárselo a su madre, que no se podía creer lo que contaba su hija con todo lujo de detalles, lo del pajar, lo del taleguillo, lo de por lo menos dos veces cada noche, lo bien que él sabía acariciar, lo guapo y atractivo que era, en fin que la pobre mujer no hacía nada más que santiguarse y preguntarse a quién habría salido una hija tan puta como ella.
Y se lo contó al tío Melitón y  después también al Nabu, que desde un principio tuvieron muy claro que era lo que había que hacer.
- Hay que hablar con el muchacho, dijo el tío Melitón,  que se case con la Ernestina y se marchen a vivir a la capital y con un poco de suerte aquí no se entera ni Dios.
- Y si no quiere, yo me encargo de hacerle entrar en razones, apostilló el Nabu que todo lo que tenía de fuerte le faltaba de entendederas.
Y esa noche, que era una de las que se le esperaba, organizaron el plan.
Ella salió a abrirle la puerta de la corraliza como todas las noches. Subieron al pajar como ya era costumbre, ella se quitó el vestido, quedándose con las enaguas  y el muchacho hizo lo propio, cuando los dos iban a yacer sobre la paja, apareció el tío Melitón con una escopeta e doble cañón con cartuchos de postas.
-Levántate ahora mismo si no quieres que te deje seco de un tiro, dijo el tío Melitón.
El muchacho quedó horrorizado por la sorpresa y por la cercanía del arma que estaba a menos de diez centímetros de su cabeza.
- Y tú, mal nacida, baja con tu madre, que ya hablaremos después.
-¡ De rodillas, y con las manos detrás de la cabeza… y no se te ocurra hacer ningún movimiento que de descerrajo un tiro a bocajarro!
Detrás había aparecido el Nabu con un azadón en las manos.
-Mira, muchacho, voy a ser muy claro. Has dejado preñada a mi Ernestina, que sí,  que la muy puta ha estado de acuerdo, pero o te casas con ella o te mato aquí mismo.
- Lo que usted diga… lo que mande… pero, por favor, no me haga daño…
- Déjame, padre, que lo mato ahora mismo…
- Por favor, señor, yo me caso con su hija y lo que haga falta, pero deje que me vista… Si ella quiere yo me caso con ella… decía el pobre muchacho, que no dejaba de llorisquear.
- Todo parecía que estaba arreglado. El muchacho se terminó de vestir, y los tres hombres bajaron a la cocina donde esperaban las mujeres. La deshonrada se abalanzó a los brazos de su amante quien se atrevió a preguntar, por lo bajinis,  por qué se lo había dicho a sus padres. Ella le aseguró que se lo habían notado y que no tuvo más remedio que confesar su pecado.
La madre, que no paraba de llorar, intentó apaciguar los ánimos y convino que lo mejor era que los muchachos se marcharan a la capital donde él vivía, pero antes que les casase el señor cura esa misma noche, sin que nadie se enterase. Cuando el muchacho dijo que eso no podía ser porque para casarse había que arreglar los papeles, el tío Melitón dijo que él se encargaría de “convencer” al señor cura para que los casase esa misma noche y que después se arreglarían los papeles. El bruto de Nabu no dejaba de decir que si querían le mataba allí mismo.
En unas horas todo parecía más calmado. En un momento que los padres salieron de la cocina, el muchacho vio la oportunidad de huir, salió corriendo hacia la corraliza, donde había dejado la bicicleta, y cuando intentaba abrir la puerta para escapar, el Nabu que se había quedado de guardia, le sacudió con el azadón por la espalda.
El pobre muchacho cayó ya muerto. Aunque entre los tres intentaron animarle, todo resultó inútil. La hija se tiró llorando más de una semana sin salir ni a la puerta de la calle.
El tío Melitón y su hijo, después urdieron todo el plan. Esperaron a que llegase la siesta, montaron el cuerpo del muchacho en la mula, entre dos costales de paja y lo taparon todo con una manta de arpillera. Salieron por la puerta que da a la alameda que discurría hasta el camino de las eras. Hacía mucho calor, todas las puertas y ventanas estaban cerradas y no se veía ni un alma por las calles ni por el camino de las eras. Cuando pasaron el segundo recodo del camino, dejaron deslizar el cuerpo del muchacho que cayó sobre el lindazo en una postura muy forzada, como si se hubiera caído por accidente. Dejaron junto al cadáver las dos piedras manchadas de su sangre para simular el accidente y continuaron por el camino hasta rodear todo el término y volver por el lado opuesto. No se cruzaron con nadie y, al parecer nadie les había visto. Cuando llegaron a casa las dos mujeres continuaban llorando.
Dejaron pasar una semana, ya casi se había dejado de hablar el muerto y respiraron con más tranquilidad cuando vieron que nadie sabía dar noticias de lo que había pasado ni de la identidad del muerto.
Aquella noche, ya casi de madrugada, el Nabu montó en la bicicleta y llegó hasta el barranco de Valdelaspozas. Antes la había limpiado concienzudamente para borrar todas las huellas. Lanzó la bicicleta con todas sus fuerzas y cayó hasta el fondo del barranco, quedando semiescondida por la maleza. Cuando aún no había terminado de amanecer entraba por la puerta de la corraliza y todo había salido a pedir de boca. Nadie podía saber ya lo que había pasado.


- Toma otra copita de vino, que hoy te lo has ganado.
- ¿Y no pensaron que lo del embarazo tarde o temprano se iba a saber?
- Si es que los criminales siempre terminan cometiendo algún error.
- Habían pensado mandar a la chica a casa de su tía Herminia, pero una vecina lo descubrió, empezaron los rumores, a la muchacha no se le ocurrió otra cosa que negarlo todo y el resto ya lo sabéis.
- Mira que intentar mentirme a mí, el médico… Pero la muchacha no se apeaba de sus trece y la madre parecía realmente que no sabía nada…
- Yo propongo a nuestro señor alcalde que se haga constar en el libro de actas del Ayuntamiento un reconocimiento oficial a la gran labor desarrollada por nuestro agente de la autoridad, a nuestro querido Aniceto, pieza clave para el esclarecimiento de este endiablado caso, que ha entrado a formar parte de los acontecimientos más noticiosos de nuestro pueblo, y del que, sin duda, se harán eco las crónicas durante mucho tiempo.
-¡Por Aniceto!
¡¡Por Aniceto!! Contestaron todos.
Unos días después mandé grabar una placa con esta inscripción: “EN HOMENAJE AL AGENTE LOCAL DE LA LEY DON ANICETO COSCUYELA Y QUIROGA, POR SU INESTIMABLE PARTICIPACIÓN EN LA RESOLUCIÓN DEL “CASO DEL CALOR ASESINO”. TERTULIA DE LA REBOTICA. AÑO DE 1951”, que ahora luce sobre la chimenea del salón de Aniceto, junto al pergamino de reconocimiento que también recibió de la BRIGADA CRIMINAL CENTRAL.

FIN.