lunes, 29 de abril de 2013

EL CIELO DE LAS AMAPOLAS.


A María Antonia.


"Yo nací en un prado, a finales de un mes de abril en el que las lluvias habían llegado con anticipación. Recuerdo muy poco de mis primeros días de existencia. Tan solo que eran mis vecinas unas flores de pequeños pétalos  blancos  y un corazón redondo de color amarillo, que creo recordar que las llamaban margaritas. Justo a mi lado, tenían su residencia un pequeño cardo, que era muy agradable en su trato pero poco delicado en las distancias cortas, y una pequeña espiga de trigo, que había crecido muy deprisa y estaba demasiado espigada para su edad. A nuestro alrededor, corrían a diario unos niños muy grandes que resultaban peligrosísimos porque al menor descuido te podían aplastar y dejabas de existir.

Y ese fue mi primer trauma infantil. Aunque nadie me lo advirtió, pronto llegué a la conclusión de lo pasajero de mi existencia. Eran tantos los peligros que me acechaban, que ya era difícil sobrevivir un solo día, y llegar a un mes sólo se podía conseguir si el destino te había rodeado de peñascos o de alguna planta venenosa a la que nadie quería acercarse. Y aún, si lograbas sobrevivir, la esperanza de vida no sobrepasaba, apenas, unos pocos meses. 

Como digo, ese mes de abril en que nací, había sido lluvioso casi en demasía y unido a que los vientos habían soplado con generosidad el mes anterior, llegamos a un mes de mayo exuberante en el que los colores de las plantas  ponían el marco adecuado para escuchar los sonidos de la primavera, con los gorjeos de los jilgueros, el silbo aflautado de los mirlos, el grito estridente de los vencejos o el trisar de las golondrinas. Pero todo entonces, era efímero. Nadie podía asegurar que cuando el sol apareciese detrás de las montañas alguno de nosotros seguiría viviendo.

Yo me quejé a un olmo cercano. Él era sabio y tenía más experiencia de la vida porque había vivido muchas estaciones, muchos soles y muchas lunas. Yo creo que, sólo para consolarme, me contó que más allá del horizonte, donde corría el sol al caer de la tarde, y donde vivía la luna hasta que salía a dar su paseo nocturno, mucho más allá, me dijo, había un cielo precioso para las amapolas.

Yo le pregunté si había también un cielo para los olmos, y otros para las margaritas y para las azucenas, que había oído que eran unas flores preciosas. Y me dijo que no; que sólo era para las amapolas. Porque las amapolas somos flores sencillas, sin pretensiones ni aires de grandeza. Allí en nuestro cielo, me contó el viejo olmo, viviríamos para siempre, y el rojo color de nuestros pétalos se mantendría para siempre brillante y lozano, como ahora lucía entre las margaritas y las demás florecillas silvestres que me rodeaban y que como yo era aún demasiado joven no me había aprendido sus nombres.

No me lo llegué a creer del todo. Era demasiado bonito y no era justo. Yo pensaba que las margaritas, que también eran flores sencillas, y todas las demás, aunque no conociera su nombre, también deberían tener un cielo, aunque estuviese aún más lejos del horizonte donde se esconde el sol.

Aquella noche, antes de dormirnos, el viejo olmo me aseguró que vendría alguna vez a visitarme al cielo de las amapolas y esa noche soñé con estrellas relucientes y hasta me pareció que la luna se acostó a mi lado hasta que el sol vino a despertarnos cuando amaneció la aurora".





Yo la conocí ya en los últimos días de su vida, debió ser a mediados de agosto. Estaba en un búcaro de cristal, junto con otras flores silvestres que había recogido mi nieta y que mi hija había puesto en la mesa del cuartito de estar, junto a la ventana del patio.
Me llamó la atención su vivacidad en comparación con las demás, que ya se las veía demasiado ajadas y algo tristes. Yo me cuidaba de cambiar el agua del florero donde ponía un trocito de aspirina, y una tarde, mientras todos dormían la siesta, ella me contó su vida.
Cuando todas las flores murieron yo sabía que mi amapola estaría llegando a su cielo, al cielo de las amapolas; que está más allá del horizonte, hacia donde todos los días el sol corre al caer de la tarde y donde vive la luna, esperando que llegue la noche para salir a dar su paseo de todos los días.