jueves, 18 de abril de 2013

DIARIO DE RUTA de Jacqueline Brabant


Otro de los relatos escritos por mayores, finalistas el año pasado en el concurso de RNE y Fundación Caixa, fue este “Diario de Ruta” de Jackeline Brabant que recibió una mención especial junto a mi relato de “El Endocarpio dorado”, Creo que merece la pena leerlo. Pienso que os va a gustar.


“Jueves 28 de abril.
Remontamos el río Amazonas en medio de una tormenta tropical. El viento zarandea el barco, diluvia y ni siquiera los monumentales relámpagos permiten la visión a través de la cortina de agua. Estamos aterrados; si no amaina pronto nos iremos a pique. Nos pone la carne de gallina la perspectiva de hundirnos en esas aguas marrones plagadas de pirañas. Agarrados a los mástiles, empapados hasta los huesos, esperamos en cualquier momento el choque con un tronco a la deriva. El fragor de los truenos retumba en medio de la selva. El barco se desliza entre los remolinos como un enorme pez que se hunde y reaparece sobre las crestas de las olas, una y otra vez; de momento, los latidos de su corazón —el traqueteo del motor— siguen imperturbables en medio del caos.
De pronto, deja de llover y sale el sol. Penachos de vaho blanco se desprenden de la vegetación. La evaporación es brutal con este calor y se van formando nuevas nubes que descargarán en cualquier momento sobre nuestras cabezas. Hay tanta humedad que es inútil intentar secarse; agotados, intentamos dormir un rato, asediados por nubes de mosquitos que zumban detrás del mosquitero. Aún así, estamos llenos de picaduras.
Quizás sea demasiado mayor para semejante viaje. Cuando desembarquemos, intentaré caminar al mismo ritmo que mis compañeros aunque me duela la pierna derecha. Con este clima se recrudece la artrosis, pero las mujeres somos muy duras, aguantamos los dolores sin rechistar; además, no quisiera quedarme en casa, sola, y sin nada que hacer. Siempre me han gustado las aventuras y los lugares exóticos.
Antes de proseguir, Juana sorbe despacio el té con limón.
Sábado 30 de abril
Ayer no escribí nada, estaba demasiado agotada.
Hoy caminamos por una zona fangosa. Unos ibis escarlatas escarban entre el lodo en busca de gusanos; son como pinceladas rojas en medio de tanto verde, y apenas levantan el vuelo cuando nos acercamos. Siempre atentos a la presencia de serpientes, andamos tropezando con la maraña de raíces de unos árboles gigantescos. Siento curiosidad y también pánico pero me gustaría vislumbrar una anaconda.
Mientras tanto, las sanguijuelas nos incordian; se adhieren a nuestras pantorrillas como ventosas y nos dejan las piernas chorreando sangre; su piel viscosa resbala entre las manos cuando intentamos arrancarlas de cuajo. ¿Por qué nos gustará la aventura? ¡Hay que estar loco!
Domingo 1 de mayo
La ribera del río es un sitio poco recomendable. Hemos asistido a un espectáculo espantoso: contemplábamos una pareja de nutrias buceando entre las aguas turbias cuando, de pronto, se precipitaron sobre un jacaré —una especie de caimán bastante grande— Con sus enormes colmillos se aferraron a la cola del animal que se debatía dando latigazos. Poco a poco, agotado por la batalla desigual, se resignó a ser devorado vivo; perdió media cola. Saciadas por fin, las dos nutrias se internaron en la maleza. El reptil se arrastró como pudo hasta el agua dejando un reguero de sangre. ¡La selva no perdona! Inmediatamente un enjambre de pirañas se sumó al festín, y no tuvimos valor para contemplar aquello.
Vida y muerte se suceden aquí a un ritmo enloquecedor. Es un continuo devorarse los unos a los otros, un traspaso de energía que no cesa. ¡Más vale ser precavido! Este constante morir y renacer resulta aterrador y fascinante a la vez; sombra y sol, como el reflejo de la luz en las olas.
Lunes 2 de mayo
Paseamos por una senda estrecha en medio de la selva. En la penumbra del bosque tropical no descubrimos ningún animal —quizás se escondan—, pero el ruido es ensordecedor: silbidos de pájaros, aullidos de monos, pisadas en la maleza. Estamos rodeados de seres invisibles que huyen o nos acechan, ¡quién sabe¡ El guía corta una liana con el machete y nos ofrece el agua que fluye de su tronco, un liquido fresco y límpido ¡Más vale conocer las plantas si se quiere sobrevivir! Hay frutos deliciosos, pero también venenos fulminantes; nadie se atreve a mascar una hoja. El hombre se pone a escarbar bajo la corteza de un árbol caído y extrae unos gruesos gusanos blancos, es un manjar para los indígenas de la zona. Pretende asarlos para nosotros; sólo con pensarlo me entran ganas de vomitar. ¡Si comemos caracoles—exclama un compañero—no veo por qué no podremos comer esto!
A Juana se le ha dormido una pierna; lleva sentada demasiado tiempo. Un intenso hormigueo le recorre el cuerpo al incorporarse. Se sacude bruscamente; ya no sabe si se trata de hormigas de la selva o de la mala circulación de la sangre. Necesita una taza de té. Justo en este momento suena el timbre de la puerta. ¡Es verdad!, había quedado con Adelina.
La vecina es una mujer entrada en carnes, que quedó viuda hace tres meses y no sabe qué hacer con su vida. Mientras Juana se arrastra hacia la cocina, Adelina se acerca al cuaderno abierto encima de la mesa del comedor y va leyendo: El barco se desliza entre los remolinos como un enorme pez que se hunde y reaparece sobre las crestas de las olas una y otra vez. La frase está escrita a lápiz y llena de tachaduras. Cuando su amiga reaparece con la bandeja de la merienda, ella la mira asombrada; ha tenido tiempo de hojear todo el cuaderno, desde un viaje a las playas del Yucatán donde quedó fascinada por las aguas turquesas y los peces de colores hasta las aventuras en la selva tropical.
—¡Yo también quiero ir! —exclama, señalando al cuaderno. A Juana, la idea de llevarse de viaje a su vecina no le entusiasma. Le gusta vagar a su antojo, sin prisas; pero se resigna. “Casi mejor. No sé si hubiese sido capaz de probar aquellos gusanos.”, piensa por fin.
Iremos al Polo Norte, propone Adelina.
—A la edad que tenemos no nos conviene tanto frío—aduce su amiga—. Sólo hielo, pingüinos, focas y osos polares. Me aterran los osos. ¡Te imaginas en medio de un desierto helado comiendo focas durante días!
No es una buena idea.
Después de mucho pensárselo, por las tardes irán a China, al sur.
Rebuscando en la estantería, Juana saca un montón de revistas de National Geographic. Allí esta Guillin, una pequeña ciudad entre pináculos calizos. El paisaje es extraño: abruptos montes cubiertos de bosques erizan la zona, agudos como colmillos emergen de la neblina que cubre los valles. Es un sitio misterioso. Como intérprete se llevarán a Wei Hi, la camarera que trabaja en el restaurante chino de al lado: es una joven muy agradable.
Antes de volver a su casa, Adelina compra un cuaderno nuevo con tapas duras para plasmar la aventura y unos bollos para el té; por primera vez desde hace años se siente feliz. Mañana, las dos mujeres comerán en La Gran Muralla y preguntarán a Wei Hi qué se habla en Guillin, si chino mandarín o cantonés. Luego, de cinco a siete, empezarán el crucero por el río Li que serpentea entre los montes.

La autora del relato junto a Manuel Carrasco, recogiendo el premio el pasado mes de junio de 2012, 
con los miembros del Jurado.

Juana tiene dudas: no sabe si aguantará la compañía de su vecina porque le gusta tomar sus propias decisiones; lleva demasiado tiempo viviendo sola. Claro que podría viajar a otra parte por la mañana si las cosas van mal, pero necesita salvar el abismo de la tarde, el enorme agujero que se forma en el tiempo, de cinco a siete, cuando después del ajetreo de la mañana todo queda inmóvil, sin aliento, en suspensión, para resucitar súbitamente después de un par de horas, como una peligrosa apnea que se repite día tras día.
Menos mal, todavía le queda África; pero no sabe si se atreverá. Hay que tener mucha energía para afrontar tantos peligros y ella es muy vieja y se siente un poco cansada.
¿Qué tal Europa Central?”