martes, 26 de febrero de 2013

LA CHINITA.



Vivo en un edificio que tiene tres escaleras. Un solo portero, pero tres escaleras independientes. Yo vivo en la segunda que es la que sale del portal a mano derecha; en la tercera planta, letra A. No es un piso muy grande, pero confortable. La edificación es de la que por entonces se decía de lujo, pero se emplearon unos materiales que con el tiempo nos dimos cuenta que no eran los más adecuados para una vivienda. Y es que los tabiques son de “pladul” y aunque estéticamente quedan muy bien, sólo haría falta que fuesen transparentes para convivir totalmente con los vecinos.

Todo esto viene a cuento porque el dormitorio principal de mi piso comparte tabique con el dormitorio de la vivienda letra B, de la tercera planta de la escalera central del edificio. Una vivienda que durante muchos años estuvo deshabitada, con lo que no existía ningún problema a la hora de conciliar el sueño en mi dormitorio.

Hace como unos cuatro meses se empezaron a escuchar ruidos al otro lado del tabique, pero yo, que soy de sueño fácil, apenas si lo notaba porque me quedaba dormido enseguida.

No obstante, como soy algo curioso, a la mañana siguiente me pasé por los buzones de la escalera del centro, que están en el pasillo de la portería, y en la letra B de la tercera planta se podía leer: “Tamiko Suhiro”.

Gheisa. Oleo sobre lienzo. Esther Bárcenas.

-¡Ah, si!, me dijo el portero, es una chinita muy mona que vive sola, y casi no habla español. Parece ser que se lo han comprados sus padres, que deben ser muy ricos, porque se va casar el mes que viene...

El contacto visual con ese piso, desde el mío, sólo es posible a través del patio interior en el que están los tendederos junto a la terraza de la cocina. Los días siguientes en el tendedero de la chinita empezó a aparecer una ropa interior de encaje, unos kimonos de seda preciosos y unos minúsculos camisoncitos trasparentes, todo de vivos colores.

Por el nombre y por los kimonos deduje que la nueva vecina era japonesa y no china como decía el portero. Al día siguiente mi mujer lo confirmó ya sin género de dudas porque una vecina le había facilitado muchos más detalles.

- Su madre era geisha, se casó con un millonario y la hija se ha venido a Madrid, porque se va a casar con un señor mayor que le dobla la edad. Yo coincidí con ellos en el ascensor y él, que tiene el pelo blanco, aparenta por los menos los sesenta y cinco...  ella posiblemente no haya cumplido los treinta...

Las semanas siguientes fueron la comidilla de toda la comunidad y a los pocos días ya todos sabíamos casi la filiación completa de los nuevos vecinos.

En tanto, había llegado el verano y yo, con los calores, no perdono la siesta.

Tengo aire acondicionado y después de comer decidí inaugurar la nueva temporada sestera. Estaba ya a punto de quedarme dormido, cuando unos quejidos que venían del otro lado del tabique me hicieron agudizar el oído.

Lo que era casi un susurro, fue subiendo en tono e intensidad. Ya no eran suspiros, ni siquiera quejidos, eran súplicas, eran gritos, eran ayes desesperados, eran palabras que yo no lograba entender, no porque no llegasen nítidas hasta mi alcoba, sino porque debían ser en japonés, entre respiraciones entrecortadas y con el contrapunto de los resoplidos acompasados del hombre, que parecía que se iba a ahogar.

Hacía ya más de un cuarto de hora y mis ojos estaban abiertos como platos, cuando los ruidos de la alcoba de la otra parte del tabique empezaron a disminuir.

-Ya está bien, pensé yo.

Pero me equivocaba; dos o tres minutos después se volvió a repetir el proceso. Otro cuarto de hora y de nuevo, descanso....

El tercer acto duró un poco más. Los resoplidos del hombre, eso sí, sonaban con más fuerza y la chinita terminó con una mezcla entre suspiro e imprecación en japonés  que casi oyó mi mujer que estaba viendo la novela en la tele.

Después silencio. Yo pensé que un hombre tan mayor como yo necesitaría “doparse”, sin duda,  para unas “etapas” tan largas; nada que ver con las corridas por mí, que nunca pasaban de un modesto “spring”.

Las sesiones se siguieron repitiendo todas las sobremesas y yo no pude resistirlo más. Ante la extrañeza de mi mujer, empecé a dormir la siesta en el sofá, aunque ponía una sábana encima para mitigar el calor.

La pareja de vecinos enamorados, afortunadamente, sólo practicaba los ejercicios eróticos a la hora de la siesta, cosa por otra parte comprensible, porque no me podía figurar a un hombre de más de sesenta años haciendo doble sesión poniendo, como ponía, tanto entusiasmo en su quehacer, aunque tomase doble dosis de viagra.

La verdad es que no quise decir nada a mi mujer, porque ella es muy mirada para estas cosas y está educada a la antigua; aunque bien es cierto que estaba algo extrañada que yo exigiese el débito marital con más frecuencia a la que estaba acostumbrada.

Aquella mañana la noticia corrió como una inundación por las tres escaleras del edificio.

-¡El marido de la chinita ha muerto de un infarto!


Ahora, en el tendedero de mi vecina, todo, la ropa interior de encaje, los preciosos kimonos de seda y los minúsculos camisoncitos trasparentes, todos, son de color negro.