sábado, 27 de octubre de 2012

UN DISCURSO QUE NO CONOCÍA.



Tengo un amigo vasco. Siempre le he considerado muy moderado y con buen criterio. Lógicamente está preocupado por los próximos resultados electorales del País Vasco. 
Me envía el enlace de un vídeo con el discurso que pronunció Sabino Cuadra de Amaiur el pasado día 10 de Octubre en el Pleno de las Cortes, con motivo de la presentación de los Presupuestos Generales del Estado para el año que viene. 
Este podía ser el resumen: "Mientras exista una pequeña minoría que nade en la opulencia más insultante y siga teniendo puertas abiertas a la especulación, el fraude y la evasión fiscal, no podrá haber solución posible para esos cinco millones de personas desempleadas y para esos otros diez millones que viven en la pobreza".
Yo no había encontrado referencia alguna a las palabras de Sabino en la prensa española ni en los medios de comunicación. Francamente son revolucionarias, pero no se pierde nada por escucharlas...
Por si os interesa, por aquello de estar bien informados y escuchar lo que dicen “los otros”, os dejo el enlace con el vídeo: 



Nota: Esta entrada la había preparado para el sábado día 20, pero como era día de reflexión en el País Vasco y Galicia, lo he retrasado unos días, porque su actualidad permanece hasta hoy. Creo.

viernes, 26 de octubre de 2012

EL SILENCIO DE LOS CORDEROS.


Hacía mucho tiempo que mi amigo Elpidio no venía a visitarme. Está muy ocupado en sus “cosas”. Me confesó que está colaborando con no sé que organización, y le he notado mucho más reivindicativo y que se está radicalizando un poco. Me ha dejado este artículo para vosotros.


“Bertolt Brecht escribía en su obra 'La excepción y la regla': “Sobre todo examinen lo habitual. No acepten sin discusión las costumbres heredadas. Ante los hechos cotidianos no digan nunca “es natural”. En una época de confusión organizada, de desorden decretado, de arbitrariedad planificada y de humanidad deshumanizada nunca digan “es natural”. Para que todo pueda ser cambiado, reconozcan la regla como abuso. Y donde aparezca el abuso, pónganle remedio”.
También Coral Bravo, Doctora en Filología, decía en un artículo publicado hace unos días:  “Mantener las tradiciones por el simple hecho de serlo es tan absurdo y estúpido como pretender conservar la miseria por el hecho de haber sido frecuente y habitual”.

Y es que supone un gran esfuerzo alterar el curso de los acontecimientos. Es mucho más sencillo adaptarse a lo de siempre, aceptar lo “malo conocido”, no romper con lo que nos rodea, dejarse llevar por la costumbre.
Conozco a muchas personas bien pensantes que no se plantean la más mínima reacción contra cualquier abuso, aunque les incomode, porque eso supondría tener que cuestionarse una serie de valores establecidos y que han regido durante toda su vida. Sublevarse ahora sería tanto como tener que reconocer que han vivido en el error. 
Y el mensaje de aceptar como natural cualquier situación injusta, nos llega a diario desde el poder establecido. Y nos inculcan que hacer lo contrario, revelarse, nos podría llevar a situaciones desastrosas. Protestar es “romper la marca de España”.Convocar una manifestación es de “batasunos”.  Disentir de la interpretación tradicional de la historia, es romper España. Aceptar que hay soluciones diferentes para solucionar la crisis económica y reclamar que sus costes sean repartidos también entre los que más tienen, pueden asustar a los mercados y hacer que suba la prima de riesgo. 



Y muchos nos lo hemos llegado a creer. Y aceptamos dócilmente, como un rebaño de corderos, que no se ponga remedio a los abusos que nos rodean.
Es hora de cuestionarse casi todo, de no aceptar ciegamente lo que nos dicen. Basta de dogmatismos. Y dejemos de una vez de admitir como único argumento de que “los otros” son peores. Vamos, de una vez, a dejarnos de pajas y vigas en los ojos propios y ajenos, y a obligar a todos que se quiten cada cual la suya.






Nos dicen que en democracia hay un tiempo para hablar: en las urnas cada cuatro años y que entonces podremos rectificar si nos equivocamos en la votación anterior. Pero eso es un sofisma. Los que “mandan” en los partidos políticos - en todos - tienen medios suficientes para que la mayoría vote como ellos quieren; además cuatro años son demasiados para estar callados si los que ganaron las elecciones no cumplen sus promesas. Habrá que aguantar, pero, al menos, habrá que decirles que se están equivocando, protestar por sus excesos y por sus incumplimientos, decir que se equivocan, porque si no lo hacemos, se apropiarán de la mayoría silenciosa, precisamente porque no dice nada, porque no protesta, porque no se atreve a levantar la voz, porque no habla, porque guarda silencio... el silencio de los corderos camino del matadero”. 


- A este Elpidio, va a ser cosa de atarle corto.

jueves, 25 de octubre de 2012

SIN NADA (Cuento triste)



Hoy os quiero contar un cuento. Es algo triste y largo para lo que es una entrada del blog. Pero me ha parecido más interesante publicarlo de una sola vez, y no hacerlo en varios capítulos. Espero que os guste, si alguno se decide a leerlo completo. Lo he titulado: 
SIN NADA


A Fermín se le fue durmiendo la cordura, poco a poco,  en aquel banco de la plaza. Por las mañanas, su memoria no alcanzaba más allá del estridente silbido del tren y la visión de largos raíles que se iban juntando en la lejanía, a una velocidad mareante, desde la ventanilla de aquel vagón, al final de un tren de mercancías.

Ya demasiado lejos, algunas imágenes indescifrables que volvían una y otra vez a su mente perturbada sin que lograra ordenarlas, siquiera, con un mínimo de congruencia. Un portafolios con remaches dorados y una letra , efe mayúscula, también de metal dorado. Un niño con pantalones cortos sentado en la acera de una calle, junto a la puerta de una panadería. La campanas de una iglesia con sonido de pétalos de rosa y lluvias de arroz que, de pronto, se tornaban pesadas y profundas como losas de mármol. Batas blancas y olor a desinfectante y nubes que corrían enloquecidas por el cielo hasta perderse en el horizonte. Y un puchero. 

El pelo cortado a trasquilones y la barba cerril que le cubría casi todo el rostro. Se acercó a la fuente, mojó su mano derecha, se restregó los ojos y después se humedeció los cabellos sin utilizar ningún peine. Se acercó de nuevo al banco y de una bolsa azul de plástico en la que apenas si aún se distinguía la marca de una agencia de viajes, sacó un mendrugo de pan, que mojó en el agua que rebosaba el pilón de la fuente, y empezó a mordisquearlo con los ojos perdidos en la bruma de aquella mañana de finales de la primavera.

No eran más de las seis y media y le había despertado, sin duda, el relente matinal que hoy se había adelantado a las primeras luces del sol. Había dormido totalmente vestido y cubierto por una manta descolorida, que después de terminar su desayuno, lió y ató con un cordel, para colgarla sobre su hombro. Además de la bolsa y la manta, todo su ajuar se completaba con un puchero de barro, ennegrecido por el humo y por la mínima limpieza, que se colgó a la cintura, metiendo el asa por la correa de sus pantalones.

Aquella mañana deambuló perdido por la ciudad que empezaba a despertarse, ante la indiferencia de la mayoría y la repulsa de los que se cruzaban con él más cerca. Cuando llegó, ya no se acordaba cuando,  le pareció que era un buen sitio para vivir. Muchos parques, plazas amplias, bancos con respaldo de madera, jardines cuidados y muchas iglesias, donde montar su puesto de trabajo, como a él le gustaba llamar al sitio donde mendigar.

A la caída de la tarde, solía aprovechar la salida de la misa de las ocho y , ahora recordándolo, palpó en el bolsillo las monedas que había recogido: cuatro euros y cuarenta y ocho céntimos.

Buscó el mercado. Ya los fruteros habían sacado los desperdicios y entre los cajones abandonas en el muelle de carga, encontró dos manzanas y un plátano bastante aprovechables. Mientras se comía una de las manzanas, guardó en la bolsa unas hojas de acelgas, unos cogollos de coliflor y cuatro patatas pequeñas que rebuscó entre los desechos abandonados.


Levantó la tapa del contenedor donde en letras, grandes y negras, se podía leer “Poyería”. No le importaba demasiado el edor que desprendía y con un palo fue removiendo los despojos. Unas higadillas sin limpiar, varias patas de pollo, y tres cabezas fueron su cosecha. Sacó una bolsa de plástico que, posiblemente, alguna vez fue trasparente y guardó su “compra”. 

Disputó a una rata una barra casi entera de pan, entre la basura de la tahona, y guardó todas sus adquisiciones en su bolsa-despensa que antes debió de servir como bolsa de de viaje a algún turista que la dejó abandonada en un rincón de la estación. También llevaba siempre un bolsa de sal, una cuchara y un tenedor que había robado en una cafetería de carretera, una gran navaja plegable, que utilizaba como utensilio culinario o arma defensiva, según las necesidades, y una caja de cerillas.

Con sus ahorros pudo comprar un tetrabrik de vino tinto y un paquete de cigarrillos negros. Nunca había fumado demasiado, incluso, era posible, que antes no fumase, pero se entretenía haciendo volutas redondas de humo, y era lo único que le calmaba cuando su mente se embarcaba en aquellos locos viajes sin destino, que le hacían tan agresivo.
No le gustaba hablar con nadie. Los otros mendigos le temían o, al menos, procuraban esquivarle, aunque a todos les consumía la curiosidad, por saber algo de él. Tardaron tiempo en saber su nombre y le llamaban “el Pucheros”. Mucho después supieron lo de Fermín, y lo antepusieron al mote. A nadie le preocupó saber su apellido.

A media mañana, todos los días, iniciaba el rito de hacer la comida. Porque Fermín se hacía la comida. En el hueco de una escalera, en la parte menos transitada del parque, cerca del matadero municipal, tenía su residencia de invierno; que utilizaba también como despensa y cocina durante todo el año. Allí, escondido entre cartones y tablas, guardaba una botella de aceite, los restos de las provisiones que le sobraban del día anterior, y algunos frascos de cristal, la mayoría vacios, en los que habían restos de legumbres que utilizaba cuando no encontraba nada en la basura.

Todo el mundo sabía que aquello era del “Pucheros” y nadie se atrevía a tocarlo. Por otra parte, el olor pestilente que salía de aquel rincon era suficiente motivo disuasorio para que nadie se acercara a tocarlo. Tan sólo se veía, de vez en cuando, alguna rata, que a poco que se descuidase, podía a entrar a formar parte del menú del día.

Era frecuente que los compañeros de Fermín se acercasen por allí a la hora de comer, con la vana esperanza de recibir una invitación. Tan sólo “El recaditos” y “El pelos” lo habían conseguido en dos o tres ocasiones. Y bien que presumían de ello.

- ¡Oye, mucho mejor que la comida del albergue!

- ¡Su cocido es de lo mejorcito que yo he comido..!


Sacó las tres piedras que usaba como trévede, y puso varios trozos de cartones y papel de periódico entre ellas, encendió una cerilla y empezó a encender la lumbre de su fogón improvisado. Puso encima unos trozos de tabla y varios trozos de ramas secas que había guardado de cuando podaron los árboles del parque, y mientras prendía la lumbre se acercó a la fuente del centro del parque para llenar de agua su puchero.

Lo colocó entre las tres piedras, y empezó a pelar las patatas que iban a ser la base del guiso del día. 

Apenas si había empezado cuando recibió una visita inesperada. Eran el cabo “Ricitos” y el guardia “Matute”. Bueno, la verdad es que el “Ricitos” no era cabo y realmente se llamaba Eulogio Matesanz, pero le gustaba presumir y tenía el pelo rizado, y de ahí el mote por el que era conocido, incluso, en la Comisaría.

- “Pucheros”, no queremos verte más por aquí... así que, vete recogiendo todos tus bártulos, y desaparece para siempre...

Mientras el “cabo Ricitos” le soltaba su misiva, Fermín, sentado en el borde de la escalera, dejó de pelar la patata que tenía en su mano izquierda, levantó la cabeza hacia el guardia, y sin decir una sóla palabra, apretó la navaja con su mano derecha y clavó sus ojos amenzantes en los de su interlocutor, en una clara actitud desafiante. Agachó de nuevo la vista hacia el suelo y continuó pelando la patata con parsimonia, sin articular ni una sola palabra.

- Vamos, Fermín, no nos causes más problemas... mañana no te queremos ver por aquí... si no, tendremos que avisar a los de Servicios Sociales...

Fermín no se inmutó, ni miró,  siquiera, al guardia Matute, que agarró, conciliador, el brazo de su compañero que había hecho ademán de acercarse al mendigo.

- ¡Mañana no te queremos ver por aquí!

Posiblemente recibieron nuevas instrucciones de la comisaría, pero no volvieron a molestarle, por lo menos,  en las semanas siguientes.

La escena había sido presenciada desde lejos, escondidos detrás de unos matorrales, por el “Pelos” y el “Recaditos”, que se encargaron de magnificar la actitud del “Pucheros”, lo que hacía que su fama fuese alcanzando la cima del prestigio entre sus compañeros.

- Y él, ni se inmutó... Le miró fijamente, le enseñó la navaja...

- ¡Y se cagó por las patas abajo!

- Vamos, que le acojonó al cabrón del “Ricitos”...

- Y menos mal que estaba el “Matute” que le detuvo, que si no, le raja...
- ¡Vaya si le raja!

El caso es que éste fue uno más de los méritos que se asignó a “el Pucheros” a la hora de escoger turno en la puerta de la Iglesia de San Eulogio, para pedir limosna. Fermín eligió de siete a ocho los días de diario y de doce a una los domingos y festivos. 

La Iglesia de San Eulogio era la mejor situada de toda la ciudad y además era la parroquia principal donde estaba ubicado el arcipreste. El pórtico de estilo gótico tardío, tenía una amplia escalinata donde sentarse. Fermín se colocaba en el tercer o cuarto escalón; de esta manera, los que subían no podían pasar de largo, so pena de tener que aguantar la intimidadora mirada del pordiosero que raramente eran capaces de mantener y, casi siempre, optaban por echar unas monedas en el trapo que usaba como limosnero. 

Nunca daba las gracias y si alguno osaba no pagar el “tributo” tenía que sufrir su inquietante mirada durante días, porque nunca olvidaba la cara de uno que no le hubiese dado limosna.

Cuando no había ninguna ceremonia religiosa, se apostaba en la acera, al pie de la escalinata, y allí acechava a sus “víctimas” desde que se acercaban a cinco o seis metros. Si el transeúnte cometía el error de mirarle a los ojos, ya no sería capaz de pasar de largo, y como encantado por el hechizo de una serpiente, claudicaba irremediablemente y depositaba sus monedas a los pies de Fermín.

El lugar era privilegiado, porque además de la Iglesia, tenía enfrente dos paradas de autobuses urbanos,  era una zona de paso muy concurrida  y no tenía ninguna tienda a menos de veinte metros. Todos sabían que nunca era recomendable ponerse a pedir cerca de los comercios; los dueños les hacían la vida imposible porque molestaban a sus clientes.


Posiblemente, el único que se atrevía a dirigirle la palabra era don Cosme.

- ¿Qué tal, cómo llevas hoy la tarde?

- Aquí, haciendo un favor a tus feligreses.

- Querrás decir, pidiendo el favor a mis feligreses...

- ¡Lo que digo, es lo que digo..! o ¿es que piensas que no sé lo que digo? ¿Tu te crees que yo soy tonto o que estoy loco? ¿Eh? ¡Dime... dímelo tú!

- No te pongas así Fermín, tu sabes que yo te aprecio y que no pienso que seas tonto, pero no entiendo lo que me quieres decir, ¿me lo puedes explicar?

- Pues muy fácil... Tu dices a tu gente que tiene que ser buena y que tienen que ayudar a los pobres... ellos, con esas miserables monedas que me tiran se justifican y ya pueden irse a sus casas con las conciencias tranquilas... les sale demasiado barato comprar su pasaporte al cielo... ¿Que, les hago un favor o no se lo hago, cura?

Don Cosme era un cura anciano y menudo, de los que casi ya no quedaban. Siempre usaba sotana y era una estampa anacrónica en aquella moderna ciudad. En tiempos fue el párroco arcipreste, pero ahora sólo ayudaba diciendo misas y confesando a las pocas viejas que se acercaban al confesionario. Todo el mundo le llamaba de usted, menos Fermín; y eso no lo había terminado de asimilar del todo. Buscó en sus bolsillo, sacó una moneda de un euro y se la puso en la mano del mendigo.

-  Toma, Fermín. Un adelanto a cuenta de mi pasaporte para el paraíso. 

Tampoco a él le dió las gracias, y el cura subió con parsimonia las escaleras de la iglesia, con la sensación desagradable que siempre le producían estos encuentros.

- Este puñetero, siempre sabe lo que decir para molestar... Pensó, mientras mojaba la puntas de sus dedos en la pila del agua bendita para hacer la señal de la cruz. 

Cuando, hace uno meses,  llegó Fermín por allí, se ocupó en gestionarle una plaza para que durmiese en el albergue municipal y darle unos vales para el comedor de cáritas, pero se negó rotundamente a aceptar ninguna de las dos posibilidades. Supo, por unas gestiones que hizo en el ambulatorio de la Seguridad Social,  que padecía un tipo de esquizofrenia hereditaria, que se le había agudizado por la muerte de su esposa. Llegó a desempeñar un cargo de responsabilidad en una empresa participada por el gobierno autonómico, pero con la desgraciada muerte de su mujer se hundieron todos los soportes que le habían mantenido integrado en la sociedad. Calló en una gran depresión, le internaron en una clínica de donde se escapó y los pocos familiares que le quedaba terminaron por dejarlo por imposible, ante su negativa a someterse a ningún tratamiento. 

La esquizofrenia se fue agudizando por la falta de higiene y la deficiente alimentación, que también influyó en los cada vez más frecuentes ataques de violencia y en una creciente demencia senil.

Poco a poco, Fermín el “Pucheros” había empezado a formar parte del paisaje urbano de la ciudad.

Eran las siete y veinticinco, y aunque faltaba más de media hora para que le relevasen a la puerta de la iglesia, y todavía no habían salido los de la misa de siete, pensó que con lo que le había dado el cura ya tenía suficiente para los gastos del día siguiente.

Se levantó y empezó a recoger todos sus bártulos. Estaba de espaldas a la calle y cuando se fue a volver para bajar las escaleras, casi se lleva por delante al padre Julían. 

- ¿Estas ciego o qué? ¡No ves que casi me tiras! ¡Más valía que te lavases un poco, que buena falta te hace!

El padre Julián era un curita joven, siempre muy aseado, que vestía, generalmente, sueters de cuello alto. No podía disimular el desagrado que sentía hacía Fermín y, lógicamente, la respulsa era recíproca. Nunca le había dado una limosna y, posiblemente, era la primera vez que le había dirigido la palabra. 

Contrariamente a lo que en él era normal, Fermín no le replicó y se le quedó mirando mientras terminaba de subir las escaleras y relataba, entre dientes, algo sobre que llegaba ya tarde para el funeral y que más valía que él entrase alguna vez a rezar en la iglesia en vez de quedarse en la puerta pidiendo limosna.

Sacudió la cabeza, se colgó la manta,  se ciño el puchero y bajó los tres escalones que le separaban de la calle. Por la acera vio venir a varias personas muy arregladas que, sin duda, debían venir al funeral que había dicho el cura. No se detuvo ni cambió de idea, aunque por todos era sabido que las personas que estaban de duelo eran más propensas a la caridad.


Se encaminó hacia la plaza, aunque todavía era muy temprano para ocupar su banco. Caminaba cansino arrastrando los pies y su mente vagaba en un limbo de sensaciones indefinidas como cuando iba a ser presa de una de sus crisis vilentas. De pronto, se paró en seco. En su cabeza resonaron las palabras medio susurradas por el curita siempre pulido, y una fuerza irresistible le obligó a volver sobre sus pasos y subir atropelladamente las escaleras del templo.

Una pareja entraba apresurada porque el funeral ya había empezado. Fermín se quedó, de pie, junto a la pila del agua bendita. La iglesia estaba iluminada por varias lámparas que colgaban del techo y por los últimos rayos del sol que atravesaban  unos vitrales ojivales que tamizaban la luz convirtiéndola en destellos multicolores.

La iglesia tenía una amplia nave central que estaba flanqueada por dos pasillos con vocación de naves laterales. Dos hileras de bancos de madera dejaban un pasillo central que llegaba hasta el presbiterio, que presidía el conjunto, al que se accedía por cinco amplios escalones sobre los que descansaba una gruesa alfombra de nudo español.

El curita, delante del atril del lado del evangelio, había terminado de leer las sagradas escrituras y empezó su homilía.

A Fermín, hacía mucho tiempo, que no le interesaba lo que decían los curas y no prestó demasiada atención a lo que decía, mientras observaba las imágenes de San Eulogio y de la Virgen del Carmen que presidían el retrablo de estilo barroco,  y un cristo crucificado que era una burda imitación de Gregorio Fernández que estaba en el altar que tenía a su derecha. La voz del curita se hizo más sonora:

- El servicio a los pobres es esencial en la fe cristiana, no es opcional. Creer en Jesucristo lleva consigo ofrecer a los demás la esperanza que nos anima...

Le pareció interesante lo que estaba diciendo el curita que le empezó a parecer más simpático.

- Como decía San Pablo en su carta a los Corintios, “los miembros del cuerpo que consideramos más débiles son los más necesarios, y  a los que consideramos menos nobles los rodeamos de especial cuidado. Dios mismo distribuyó el cuerpo dando mayor honor a lo que era menos noble, para que no haya divisiones en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocupen los unos de los otros”. Así nosotros, debemos cuidar de los miembros más necesitados de nuestra comunidad; los más indecorosos deben ser los que reciban nuestras mayores atenciones....

- ¡Yo soy ese! ¡Yo soy el más indecoroso y el menos noble de todos! ¡A mí es el que debéis ayudarme!

Todos se volvieron hacia el mendigo que avanzaba por el pasillo central levantando los brazos y dando grandes gritos. El cura paró su alocución y no supo qué decir. Mientras, Fermín seguía avanzando repitiendo su letanía de peticiones y su imagen recordaba la figura de los antiguos profetas bíblicos.

Cuando estaba a punto de llegar al altar mayor, un hombre que ocupaba uno de los primeros bancos, se levantó y se dirigió hacia él con mucha deferencia.

- Por favor, estamos en la casa del Señor, no es el sitio de organizar escándalos...

- ¡Yo soy el más innoble y el más indecoroso! ¡Es a mí a quien tenéis que ayudarme! ¡Lo ha dicho el cura!

Dos hombres más se unieron al primero y entre los tres lograron detener al pordiosero que no cejaba en su idea de llegar junto al cura, que permanecía paralizado delante del atril sin atreverse a interenir.

En el forcejeo, el puchero de Fermín se le desató y rodó por las losas de piedra hasta chocar con uno de los bancos. Los trozos ennegrecidos por el humo se esparcieron por el suelo en mil pequeños pedazos entre los que sólo se podía identificar el asa que había quedado, milagrosamente, intacta.

- ¡Mi puchero! ¡Habéis roto mi puchero!

Se desplomó en el suelo y entre los tres hombres lograron arrastrarlo hasta la calle para dejarle sentado en el escalón que habitualmente ocupaba.

Don Cosme, en el confesonario, rezaba las vísperas en su breviario. Con el tumulto levantó la cabeza y vio cómo sacaban a Fermín de la iglesia. Movió la cabeza con resignación, pero como vio que todo volvía a la normalidad, continuó con sus plegarias.

Mientras salían, los demás fieles que habían asistido estupefactos al incidente, se miraban unos a otros sin decir nada. Sólo una mujer se atrevió a decir algo sobre la poca vergüenza que tiene hoy la gente, y otro corroboró que ya ni en la casa de Dios se guardan las composturas.

Fuera, Fermín lloraba su inestimable pérdida.

- ¡Mi puchero... mi puchero..!

-Ahora sí, se había quedado ya... sin nada.

miércoles, 24 de octubre de 2012

VISTAS DE CHINCHÓN, proyecto 2012 del CACh



El Colectivo Cach envía este comunicado:

Nos es grato informar que la inauguración de la exposición Vistas de Chinchón  tendrá lugar el sábado día 1 de diciembre de 2012 a las 17:00 horas.
La exposición permanecerá abierta del 1 al 22 de diciembre, en la Casa de Cultura del Ayuntamiento de Chinchón y en el restaurante La Casa del Pregonero.


La entrega de las obras deberá realizarse antes del 31 de octubre de 2012 al objeto de contar un un cierto tiempo para la elaboración de un calendario confeccionado con, al menos, una de las obras de cada participante.
En Chinchón desde el viernes 26 hasta el domingo 28 de octubre, se podrán entregar en c/ Quiñones, 4, avisando previamente al móvil de Charo Rolland 696 589 558.
En Madrid, hasta el 31 de octubre de 2012, se podrán entregar en el Estudio de Arte Decinti-Villalón, c/ Santa Feliciana nº 19, de 10 a 14 y de 16 a 20, de martes a viernes y de 10 a 14 los lunes.

Os queremos recordar varios importantes eventos musicales y expositivos que en fechas cercanas tendrán lugar en el Monasterio de las Clarisas de Chinchón:
1) Exposición Tesoros de la Clausura, del 28 de octubre al 9 de diciembre.
2) Ciclo musical Musica in Tempore, que comenzará el próximo 27 de octubre, con un importante concierto de música gospel y que proseguirá con una extraordinaria programación.

Para cualquier duda o sugerencia os podéis dirigir a Charo Rolland tel.: 696 589 558 Manuel Carrasco tel.: 696 602 031

martes, 23 de octubre de 2012

EL CALLEJÓN DE CHINCHÓN. (FESTIVAL DE 2012)


Así titulaba ayer su crónica en ABC, Ignacio Ruiz-Quintano sobre el Festival de Chinchón. Es un enfoque nuevo y simpático, que me ha parecido interesante, por lo que lo he copiado para todos vosotros. Ya digo, lo tituló: 

EL CALLEJÓN DE CHINCHÓN

El festival taurino de Chinchón es una tradición (lo que no es tradición es plagio) que resiste en este tiempo que vivimos, cuando la confusión ha hecho ya su obra maestra.


Caridad bizarra, esta vez para las monjas clarisas, de unos ases del toreo vestidos de corto, y en la plaza, el derecho consuetudinario de requisa y acceso de balcones, con la plebe de a quince euros la general zascandilando por el callejón, entre mozos de espadas, civilones de guardia y banderilleros cayendo del olivo en traje de novio.

Los hombres del campo presumen de mantener contra el viento y la marea una ley que en día de toros les concede ciudadanía de callejón, que es esta democracia chinchonera que por quince euros iguala a todo el mundo contra las tablas traídas de la vieja plaza de Madrid, como en un fusiladero de Goya.


El callejón de Madrid sigue siendo una merienda de señoritos a la espera de una Revolución Francesa que nunca va a llegar, y de ese espectáculo deprimente nos recuperamos cada año en el callejón de Chinchón, donde un jurado popular (todo aquel que haya pagado quince euros) jalea su Ilustración táurica a las figuras del toreo al modo que tanto impresionó a Montherlant, quien la primera vez que fue a los toros, y al oír a la gente mandar ( “Saca más vara”, “llévalo a las tablas”, “con la izquierda”, “por alto”, “por bajo”…), sacó la impresión de que en España todo el mundo sabía torear… menos los toreros.
Otro, el tal Montherlant, que tampoco se enteró de nada.

Las fotografías que ilustran el artículo son de m.carrasco.m. y corresponden a los festivales de los años 2004, 2009 y 2010.

lunes, 22 de octubre de 2012

DOSCIENTOS AÑOS DE LA JURA DE LA CONSTITUCIÓN EN CHINCHÓN.


Aunque no se ha organizado ningún acto de conmemoración oficial, quiero dejar constancia de que hace ahora doscientos años tuvo lugar en Chinchón la jura de la Constitución que se había aprobado por las Cortes reunidas en Cádiz, y que fue conocida como la “Pepa”


Efecitvamente, el 19 de marzo de 1812 las Cortes aprueban la Constitución, en la que debería basarse toda la vida del país, empezando por el rey. El 7 de agosto de 1812, el obispo de Orense, presidente del Consejo de Regencia, se niega a acatarla y es expulsado del país. Luis María de Borbón, Conde de Chinchón,  siendo el único miembro de la familia real en suelo español, fue reconocido regente del reino hasta el regreso de Fernando VII.
El Gobierno de la Nación cursó las ordenes oportunas para que la Constitución fuese jurada en todos los pueblos. Así, el día 29 de septiembre de 1812, en la Iglesia del Convento de los padres agustinos, se celebró la ceremonia de juramento la nueva Constitución en Chinchón.  Así lo narraba el  escribano Rubio:



"Principió una misa solemne de Espíritu Santo cantada por el presbítero don Antonio Rodríguez, con asistencia de diácono y subdiácono y al concluirse el evangelio los diputados Felipe González y Blas Camacho, asistidos por mí, el escribano, acompañaron al señor procurador síndico Pedro Díaz, que en la bandeja llevó la constitución hasta el púlpito, en el que la tomó el presbítero Víctor Segovia, que la leyó en alta y perceptible voz. Después continuó un discurso que dijo en el púlpito alusivo al objeto, el dignísimo cura párroco doctor don José Robles. Siguió la misa y acabada ésta, el señor alcalde por el estado general Raimundo González, recibió juramento al alcalde de primer voto por el estado noble don Gabriel de Fominaya, teniendo presente el libro de los Santos Evangelios, en la forma siguiente: ¿Juráis por Dios y por los Santos Evangelios guardar y hacer guardar la Constitución de la Monarquía española sancionada por las Cortes generales y extraordinarias de la nación y ser fiel al rey? - ¡Sí juro!
En consecuencia, el referido alcalde de primer voto recibió el siguiente juramento: ¿Ilustre Ayuntamiento, juráis por Dios, etc? ¡Si juro!, respondieron. El mismo señor alcalde Fominaya recibió el siguiente: ¿Pueblo y clero, juráis por Dios, etc? ¡Si juro! Respondieron a una voz los concurrentes.
Se cantó enseguida un solemne Tedeum y reunidos el Ayuntamiento con el señor comandante y oficialidad salieron de la iglesia..." .


La ceremonia de jura de la Constitución se celebró en la capilla del Rosario, porque la restauración de los desperfectos que se habían ocasionado por los franceses en la iglesia de la Piedad no se inició oficialmente hasta el año 1819, siendo realizadas las obras por el maestro Antonio Jiménez, con un coste de medio millón de reales y duraron 9 años. 
Las nuevas Cortes acordaron también convocar para el año siguiente elecciones en la que debían tomar parte los pueblos. Para estas elecciones se tomó como base el censo del año 1797, según el cual España tenía poco más de diez millones y medio de habitantes. Correspondía elegir un diputado por cada sesenta mil habitantes.
Según este censo, en Chinchón había 744 vecinos por lo que le correspondía nombrar tres electores para que tomaran parte en la elección de los diputados de la jurisdicción, siendo nombrados por la Junta Parroquial el día 12 de octubre de 1812 los siguientes: el presbítero don Juan Cabrera, Felipe González y Nemesio Algete, a quienes se les asignó la cantidad de 744 reales, para pagar sus dietas y para la impresión de la constitución.
Ese año de 1812 fue llamado el “año del hambre”. Hace ahora 200 años, y mira qué casualidad que me parece a mí que los años que termian en 12 siempre tienen un signo negativo.  

domingo, 21 de octubre de 2012