viernes, 20 de julio de 2012

EL AMO CAPITULO XXVI


Un domingo por la mañana acompañó a su hija, a su marido y a la niña a la misa de la iglesia de los Salesianos. A la salida le presentaron al padre Germán, un fraile ya anciano que ayudaba en las tareas del culto.
Cuando terminó la guerra hubo un gran resurgimiento del fervor religioso entre el pueblo que normalmente no había sido muy devoto de las prácticas religiosas. La propaganda oficial del nuevo gobierno se mezclaba con las predicaciones de los curas, encaminando a los files a un mayor acercamiento a la vida religiosa y a los valores tradicionales que habían sido incluidos en las premisas del Movimiento Nacional, que era como ahora se llamaba al ideario político de los ganadores de la guerra.
Rosa nunca había tenido una formación religiosa, como no fuera el aprenderse de memoria las oraciones básicas que le habían enseñado en el colegio. Tuvo sí, la educación de servil respeto que sus padres le habían inculcado hacia los amos y poderosos. Y los modos de comportamiento hacia lo establecido. De pequeña asistía esporádicamente a misa aunque no lo sentía como una obligación, más allá de cumplir con la tradición de hacer la primera comunión y poco más. Las normas morales que enseñaba la religión eran aceptadas por su familia, pero más “por el qué dirán” que por convicción.
Como en una ocasión le había dicho su madre, los pobres no podían preocuparse demasiado de mantener una estricta moral y cuidar de su fama y buen nombre, que eso se quedaba para los señores, porque bastante tenían con ir sobreviviendo y soportando las miserias que por su cuna tenían predeterminadas.
Luego, después de lo suyo con el amo, la Iglesia le había cerrado sus puertas, porque el señor cura, cuando le contó lo que le había pasado y la solución que habían pensado sus padres, se negó a darle la absolución porque se había comprometido a seguir manteniendo relaciones ilícitas con su señorito y, según él,  no había verdadero propósito de la enmienda.
La verdad es que no fue ésta una de sus principales preocupaciones y menos cuando llegó a la capital y aquí nadie sabía nada de su situación ni se preocupaba de sus creencias, con tal de que no provocase ningún escándalo público y tuviese la precaución de no hacer patente su concubinato.
Cuando nació su niña, las vecinas se encargaron de ir a la iglesia para bautizarla, porque entonces los curas no exigían demasiados requisitos, porque el bautizo de los recién nacidos era una práctica que potenciaba la misma iglesia para seguir incrementando el número de feligreses.
En cuando a la educación religiosa de sus hijos se había reducido a enseñarle las oraciones que ella había aprendido de pequeña y siempre en el más estricto ámbito familiar, porque desde que se proclamó la República el sentimiento antirreligioso imperaba en la mayoría del pueblo.
El padre Germán, aquella mañana a la salida de la misa de los Salesianos, le invitó a pasarse por la iglesia para hablar de sus cosas. La hija le había comentado por encima su situación y su estado de postración.
El buen fraile no se escandalizó cuando Rosa le contó todas sus vivencias, todas sus desventuras y todas las circunstancias de su vida. Era mayor y estaba acostumbrado a escuchar las miserias por las que habían tenido que pasar esas mujeres, por lo general incultas y pobres, que habían caído en las garras de hombres desaprensivos y egoístas y que muchas veces tenían el poder y los resortes económicos para que ellas hiciesen siempre lo que ellos querían.
Intentó justificar como pudo la postura de la Iglesia al haberla negado la absolución y permitirle acercarse a la comunión, aunque se apresuró a decir que ahora las circunstancias habían cambiado y que, como ya no seguiría cometiendo el nefasto pecado de adulterio, él podía darle con toda tranquilidad la absolución de todos sus pecados y ella podría disfrutar del consuelo que le ofrecía nuestro Señor Jesucristo de manos de la Santa Madre Iglesia.
-Mire don Germán, es que yo no me puedo arrepentir de lo que hice durante toda mi vida. Sería tanto como admitir que no he sido buena persona, que me he comportado mal, que no he sido honrada, que he cometido crímenes horrendos por lo que merecía el fuego del infierno. Mire, yo creo que siempre fui una buena persona, que cuidó con cariño y dedicación de sus niños sin el apoyo de nadie, que intenté ayudar siempre a los que tenía a mi alrededor y me necesitaban.  Es verdad que una persona, que posiblemente no fuese buena, se aprovechó una vez de mí, cuando era una joven inexperta, pero que durante mucho tiempo me demostró que me apreciaba y se portó muy bien conmigo, teniendo en cuenta lo que era y la educación que había recibido.
Lo siento, fray Germán, yo creo que no cometía ningún pecado recibiendo en mi casa al padre de mis hijos; amando a una persona que estaba enfermo, aunque me pueda decir que su enfermedad era en realidad maldad; agradeciendo todo lo que hizo por mí y dándole a cambio, un poco de cariño, un poco de sexo, mucho de comprensión y bastante paciencia para soportar sus salidas de tono, su egoísmo, su soberbia,  su altanería e, incluso, algún que otro golpe que se le podía escapar cuando estaba algo borracho. No, don Germán, yo no puedo ahora renunciar a lo que ha sido mi vida.
Y no tengo realmente dolor de corazón por lo que hice, no tengo, propiamente, lo que se podría llamar propósito de la enmienda, porque si no lo voy a seguir haciendo es porque él ya no está; de otra forma le seguiría recibiendo en mi casa con todo el cariño de que soy capaz, aunque posiblemente ya no fuésemos a tener ninguna relación íntima, como ocurría muchas veces en sus últimas visitas, como no fuese alguna caricia y algún beso que era en realidad lo que deseábamos el uno del otro.
Padre, Germán, no quiero que me dé la absolución, no la necesito, porque pienso que su Dios, que posiblemente sea también el mío, no va a tener en cuenta todas estas insignificantes cuestiones cuando me presente ante él.
Muchas gracias por escucharme. No sabe usted el bien que me ha hecho hablar con usted. De verdad, muchas gracias don Germán.
Cuando se levantó le dolían las rodillas de estar tanto rato en la misma postura. Por la celosía del confesionario apenas si veía al fraile que no se atrevió a interrumpirla cuando ella empezó a hablar. La iglesia estaba en semipenumbra y gracias a esta sensación de anonimato se atrevió a decir todas estas cosas que nunca pensó que pudiera decir a un cura. Tuvo una sensación de liberación y de una paz que nunca había sentido, porque en lo más profundo de su ser siempre había tenido una especie de remordimiento que le solía asaltar en los pocos momentos de su vida en que se sentía feliz. Ahora estaba completamente segura que esos remordimientos eran totalmente infundados.
Salió directamente a la calle, donde su hija la esperaba jugando con la niña.   
El fraile sentado detrás de la cortina del confesionario, vio alejarse a la pobre mujer; no supo ni qué decir, ni siquiera qué pensar. Todo lo que había dicho aquella mujer, prácticamente analfabeta, era lo que muchas veces él había pensado, aunque siempre se lo había quitado de la cabeza, porque no estaba seguro si no estaría cometiendo un pecado de soberbia al cuestionar las normas morales de la Santa Madre Iglesia.