lunes, 4 de junio de 2012

EL AMO. CAPITULO XIV


Y pasaron casi seis años más. La niña asistía a las clases de don Lorenzo, que tenía la escuela en un piso de la calle del Reloj, y había hecho su Primera Comunión en el Convento de las Descalzas Reales. Ese día estrenó un vestido pero no vino nadie del pueblo a la ceremonia. Habían muerto los padres del Amo, solo con unos meses de diferencia. Sus padres también estaban muy delicados, lo que les hacía ya imposible venir a verla. Ahora sólo su hermana y muy de tarde en tarde llegaba a la capital para hacerla una visita. En Recondo había habido muchas novedades. Se había construido un asilo para los ancianos pobres de la localidad y el mayor signo del desarrollo que estaba experimentando el pueblo se plasmó en la llegada del tren, con lo que se había acortado significativamente el tiempo para llegar desde la estación de Recondo a la del Niño Jesús de la Capital.
Eso hacía que desde entonces las visitas del Amo eran mucho más frecuentes. Y ya no sólo para saciar las urgencias de su vehemente apetito sexual, sino para poder hablar con su Rosa, que era con la única que tenía la confianza suficiente para contarla todos sus afanes, sus cuitas, sus aventuras y desventuras, incluidas, por supuesto, las de sus andanzas amatorias.
Pero cualquier escusa era buena para darse una vuelta por la capital. En Madrid, después de cerca de cincuenta años de que se iniciaran los proyectos de construcción de una gran avenida al estilo de las grandes capitales europeas, por fin se iban a inaugurar las obras para la construcción de la Gran Vía. Nicomedes también utilizó este acontecimiento para venir a visitar a la Rosa.  Esa mañana que se había declarado de fiesta a efectos docentes, como un matrimonio más, llevando de la mano a Rosita, Nicomedes y Rosa se acercaron hasta la llamada “casa del Ataud”, donde se habían instalado la tribuna, que ocuparía la Familia Real, profusamente adornada con tapices de la Real Fábrica. Junto al presidente del Gobierno don José Canalejas, ocuparon la presidencia el mismísimo Alfonso XIII, la reina madre doña María Cristina, las Infantas Isabel y María Teresa y la Reina doña Victoria Eugenia de Battenberg, a quienes acompañaba el príncipe Adalberto de Baviera. Junto a esta tribuna se instalaron dos más para el Cuerpo Diplomático y para los miembros del Ayuntamiento de Madrid, con el Alcalde don José Francos Rodríguez al frente.
Tras escuchar la Marcha Real y los discursos del Alcalde y del Presidente, S.M. el Rey don Alfonso XIII descendió de la tribuna real, se dirigió a la “Casa del Cura”, anexa a la Iglesia de San José, y comenzó su demolición con una piqueta de plata.
Terminada la ceremonia, dieron una vuelta por los alrededores y terminaron comiendo un buen cocido madrileño en la Casa de la Bola, que tanto gustaba al Amo y era visita obligada en casi todas sus visitas a Madrid.
Nicomedes había cumplido ya los treinta y se había incrementado su deseo desenfrenado de conquista de todo lo prohibido. Por supuesto que con su mujer sólo cumplía cuando no tenía más remedio y cuando la Margara quería aumentar la familia. Ya tenía tres hijos con ella. Sacramento de once, Nicolás de seis y la pequeña Patrocinio que había cumplido ya los dos años. Con la Rosa  se encontraba más a gusto, pero también había perdido un poco de interés acostarse con ella, porque ahora, lo que de verdad le excitaba era que las mujeres se resistieran para él tomarlas por la fuerza.
Luego llegaba a Madrid y se regodeaba narrando sus conquistas, casi siempre con las criadas de la casa, y contando los pormenores se llegaba a excitar y entonces era cuando disfrutaba con su Rosa.  Ella ya se había acostumbrado a estas sesiones más de diván de siquiatra que de cama y también ella terminaba excitándose oyendo las procacidades detalladas por el Amo, que no escatimaba detalles a la hora de pormenorizar sus aventuras amorosas, aunque ella había llegado a la conclusión que muchos de estos detalles estaban más en su calenturienta mente que en la realidad de lo sucedido.
Fue en uno de estos encuentros cuando Rosa perdió la sensatez y no puso ningún impedimento a la culminación del acto sexual a pesar de saber que había riesgo evidente de poderse quedar embarazada. La verdad es que se había hecho experta en artimañas para evitar el riego de quedar preñada, y su instructora había sido su vecina Julita que en eso era una verdadera maestra. Sabía cómo satisfacer al Amo evitando todos los riesgos, si bien es verdad que en esos casos era ella la que no quedaba satisfecha. Y esta noche, había bajado las defensas, se había excitado demasiado con las guarradas que contaba el Amo y cuando quiso darse cuenta, ya no había remedio.
Nueve meses después nacía Genaro. El nombre lo tomó de Genaro Buitrago, el padre de su padre, un hombre que destacó en Recondo por su gran fuerza y su merecida fama de hombre cabal y honrado. Y el Amo mostró más afecto e interés por el niño que el que había dedicado a su hermana.
Y Rosa no podía dejar pasar esta oportunidad. Unos meses después fue al Registro Civil y sacó el certificado de nacimiento de los dos hijos. Rosa Martínez Buitrago y Genaro Martínez Buitrago y los guardo en la caja de hojalata que tenía en el armario. Asesorada por su vecina, se compró un camisón de hilo color carmesí, casi trasparente, en una mercería que traía lencería especial, directamente de París.
En la siguiente visita del Amo lo estrenó y esa noche él no necesitó recurrir a sus narraciones eróticas para quedar plenamente satisfecho.
- Amo, hay dos cosas que llevo mucho tiempo queriéndote decir… Tus padres estaban de acuerdo en que este piso se pusiese a nombre de la niña cuando nació, pero el tiempo fue pasando y no se hizo nada. Ahora ya no tienes que pedir autorización de nadie para hacerlo… Pero he pensado que es mejor que lo pongas a mi nombre, porque hacer la escritura a nombre de los dos niños podría ocasionar algún problema. ¿Qué te parece?
- Si tú quieres, no hay problema… lo podemos hacer cuando te parezca… y ¿qué es lo otro?
- Yo sé que prometiste a doña Margara que no reconocerías nunca legalmente a nuestros hijos… ni yo te lo voy a pedir ahora… Pero mira, he sacado unos certificados del Registro y podías poner una nota diciendo que son hijos tuyos… Esto no tiene ningún valor legal y en realidad no vale para nada… Pero yo pienso que ellos, cuando sean mayores te agradecerán este detalle…
Ella sabía que él no se iba a resistir, y de nuevo, ya sin el camisón, volvieron a la cama.
El Amo, aunque se podía hacer el viaje de ida y vuelta desde Recondo a la capital en un solo día, era frecuente que se quedase por lo menos una semana y aprovechaban para salir de paseo con los dos niños.
Él había envejecido y su aspecto había cambiado. Ya no era el joven algo tímido, pero de porte esbelto y distinguido y de cabello abundante y algo ensortijado. Ahora ya empezaba a tener un vientre prominente, había perdido parte del pelo y se había dejado un poblado bigote engomándose las puntas para que apuntasen hacia arriba. Casi siempre vestía ternos de colores consonantes con las distintas estaciones meteorológicas y solía llevar un delgado bastón de madera con empuñadura de nácar, más por estética que por estática, que le daba prestancia y distinción. Cualquiera que le viera por primera vez aseguraría que era un respetable y severo caballero, educado, cortés y respetuoso, y nadie se atrevería a juzgarle como cruel depredador de honras femeninas, crápula, soberbio, obseso sexual y déspota con sus inferiores, aunque cobarde y taimado con cualquiera que se atrevieses a hacerle frente.
Rosa tenía porte y ademanes de matrona. Bien es cierto que seguía manteniendo el aspecto sano de las mujeres de pueblo, su innato carácter afable y la cara de niña buena a la que siempre acompañaba la sonrisa francas de sus labios y la sencilla picardía de sus ojos. Ahora también había engordado y vestía con cierto aire desenfadado y algo provocativo, que añadía un atractivo más para su Amo.  
En el viaje del mes siguiente se acercaron al despacho del señor Notario, en el número veinte de la calle Tudescos, con quien había concertado la visita para firmar la escritura de donación del piso de la calle Leganitos a la madre de sus otros hijos naturales, a los que había reconocido extraoficialmente con una nota al dorso de sus partidas de nacimiento, sin que se enterase su esposa doña Margara, que en Recondo ignoraba el motivo real de esta visita de su marido a la capital.