lunes, 14 de mayo de 2012

EL AMO. CAPITULO X


Nicomedes casi se había olvidado de ella. Sólo a veces se acordaba de la niña, pero no es que verla le hiciese demasiada ilusión. Sólo se ocupaba, y no era poco, de que cada mes llegase el sobre con los doscientos cuarenta reales a que había subido la asignación mensual desde que nació la niña. La mayoría de las veces se lo hacía llegar por el tío Francisco “Bigotes” aprovechando los viajes que tenía que hacer a la bodega de la calle Leganitos. Él era persona seria y formal, y de completa de confianza de los señores, que sabían que con él estaba a salvo el secreto. El tío “Bigotes” se encargaba de poner al corriente a la Rosa de todo lo que ocurría en el pueblo y, de forma confidencial, contar las andanzas del señorito, que parecía haber vuelto a las andadas con las criadas de la casa.
Eso a Rosa le hacía mucho daño. Por primera vez estaba conociendo el sentimiento de los celos. Los celos presuponen un contrato afectivo de mutuo acuerdo entre dos personas que a cada una le otorga unos derechos sobre la otra, y por tanto, cuando una de las dos rompe ese contrato, la otra lo sufre.
Pero eso sólo es una parte. Cuando en la pareja existe una posición de dominio de uno de ellos, éste puede exigir fidelidad, pero no se ve obligado a corresponder en la misma medida. La parte más débil sólo puede acatar la decisión del más fuerte, sin poderle exigir nada, aunque pueda sufrir sus desaires. Rosa, estaba en una posición de total sometimiento y nunca se le hubiera pasado por la cabeza exigir nada al Amo. De siempre había sabido que ella no había sido la primera, ni sería la última; pero después de la intermitente convivencia con él en el piso de Madrid, había llegado a pensar que realmente existía un cierto compromiso, si no de amor y fidelidad, al menos de afecto y complicidad. Ahora se estaba dando cuenta que estaba totalmente equivocada. Nunca podría esperar de él nada más que un compromiso de atender sus necesidades económicas, que no era poco, a cambio de disponer de su cuerpo y de sus sentimientos cuando a él le apeteciera.
Pronto se dio cuenta de que eso de los celos no era para ella. Como tantas cosas, los pobres tenían vetados algunos sentimientos que no se podían permitir, si no querían ser aún más infelices y desgraciados de lo que ya les había reservado la vida.
Sin embargo, en el fondo de su alma, siempre guardo una pequeña esperanza de que el Amo se decidiese a casarse con ella. Una esperanza que nunca se atrevió a compartir con nadie, y que duró hasta que el Amo se casó con doña Margara. 
Poco a poco se fue convenciendo de que no solo tendría que soportar el saber que el Amo tenía aventuras amorosas con otras mujeres, sino que tuvo que acostumbrarse a que fuese él mismo quien se lo contase, y además con toda clase de detalles. Y llegó, incluso, a pasárselo bien oyendo todas las procacidades que le contaba su Amo.
Por eso lo olvidaba todo cuando él, de improviso, aparecía por la puerta, sin previo aviso, con la excusa de ver cómo crecía la niña, aunque ella sabía que era para aplacar sus urgencias sexuales, si no había tenido éxito en sus conquistas.
Aparte de las anárquicas visitas del Amo, de las mensuales del tío Francisco y de las raras veces que se pasaban por allí alguno de sus padres o su hermana, ella estaba totalmente sola. Aunque no tenía más ocupación que el cuidado de su niña, en ocasiones tenía que recurrir a la señora Susana o a la Julita para que cuidasen de la niña si ella tenía que salir. Por eso cada vez era mayor la confianza que iba cogiendo con las dos.
La señora Susana, que debía tener unos cuarenta años, estaba casada con Braulio, unos pocos años mayor que ella que trabajaba de acomodador en el Teatro Maravillas de la calle Fuencarral; por lo que ella se quedaba sola todas las noches hasta que él volvía cuando terminaba la última función. Habían vivido de alquiler en la Villa de Vallecas, pero cuando encontró este trabajo pensaron que tenían que encontrar una vivienda más cercana, porque venir a diario desde Vallecas suponía demasiado tiempo de desplazamiento y gastos que no harían rentable el pequeño sueldo que recibía y que casi se limitaba a las propinas.
Con esos ingresos les era imposible no sólo comprar un piso tan céntrico, ni siquiera alquilarlo. Por eso la solución fue ocupar la habitación que les ofreció don Emilio, maestro cortador, que era soltero, y de esta forma se aseguraba la limpieza de la casa y su manutención que corría a cargo de los inquilinos, porque ya se sabe que donde comen dos, comen tres. Bien es verdad que en ocasiones se quejaba al señor Braulio, porque decía que la señora Susana abusaba un poco de los boquerones fritos.
En el piso tenía también su taller de sastre de trajes de torero, que ocupaba el salón principal de la casa, con dos balcones a la calle principal, que tenía la luz suficiente para poder realizar los delicados bordados que requerían sus trabajos. Tenía un cierto prestigio en el mundillo taurino y él presumía de haber hecho varios trajes para don Rafael Torres y para don Luis Mazzantini, pero sobre todo presumía de haberle hecho un terno al gran Lagartijo. Venían por casa dos bordadoras cuando el trabajo así lo requería y tenía un ayudante, de una edad difícil en determinar, que se encargaba de la confección. Fermín, que así se llamaba, tenía un cierto parecido con el maestro, por lo que había quienes decían que podían ser hermanos. Aunque no todos coincidían con el parecido físico, si era notoria la similitud en ademanes y en urbanidad. Vivía Fermín cerca de la estación de Atocha y muchas noches, cuando terminaban la tarea, salían maestro y ayudante, a dar una vuelta por la calle de Carretas en cuyos alrededores se movían los aficionados al mundo del toro y donde el maestro era conocido como “Figurines”, no se sabía bien si por su porte o por su profesión.


La Julita era otra cosa. Era soltera, de no más de treinta años. Pelo moreno, carnes prietas, tez lozana, algo bajita para el gusto del señor Braulio, según había confesado a su mujer; de ojos alegres y vivarachos, buen tipo, cintura estrecha y caderas generosas. Vestía con un cierto descaro, pero siempre con vestidos de buen gusto y no menor precio. Además era muy simpática y tenía siempre una sonrisa en la boca para saludar a todos los vecinos que se cruzaba por la calle.
Una tarde que se había quedado cuidando a la niña, Rosa la invito a una copita de anís de su pueblo que le habían enviado sus padres por Navidades, y que estaba casi entera. Como es sabido, el alcohol aligera las lenguas y predispone a las confidencias, por lo que Rosa contó cual era realmente su situación.
Confidencia por confidencia, la Julita confesó que a ella le había puesto el piso don Bernardo, que tenía una tienda de velas junto a la Catedral de San Isidro en la calle de Toledo. Era también propietario de una fábrica de artículos de cera, que le funcionaba muy bien, y que tenía muy buenos contratos con el obispado para el suministro de velas a la mayoría de iglesias de Madrid, que ya se sabe que es un negocio seguro y con porvenir porque de todos es conocido el fervor de los fieles que nunca escatimarán un buen cirio a su santo cuando pidan su intercesión.
Contó que era un señor muy serio y de pocas palabras, pero muy cariñoso con ella. Tenía cuarenta y dos años, estaba casado y tenía tres hijos, su esposa era una señora muy beata, sobrina de un canónigo de la catedral, que era el que le había abierto las puertas del obispado para conseguir los importantes contratos como proveedor casi exclusivo de los artículos de cera que se consumían en la capital.
Tenían un pasado muy similar; ella también era una de las criadas en casa de los padres de don Bernardo, y en ella también se fijó el señorito, pero en este caso fue después de casado, porque decía que su mujer nunca había sabido satisfacerle. Julita, por lo tanto, nunca pensó que se pudiese casar con ella, pero se aseguró que pusiese a su nombre este piso, donde vivía desde hacía ya un año. Había tenido mucho cuidado en no quedarse embarazada y lo único que tenía que hacer era satisfacer a su protector, cosa por otra parte no demasiado difícil para ella, porque la comparación que él podía hacer entre las dos mujeres siempre iba a ser claramente favorable para ella. No obstante, como las visitas de don Bernardo se reducían a dos o, a lo mucho, tres visitas semanales, y siempre en los días previamente convenidos, ella se había buscado algunas compañías coyunturales; ella decía que para no aburrirse y para adquirir nuevos conocimientos en las artes amatorias, que luego ponía en práctica con él, lo que sin duda colmaba sobradamente los deseos del fabricante de cirios, poco acostumbrado como estaba a las efusiones eróticas de su santa esposa.
También Rosa se aprovechó de los amplios conocimientos en esta materia de su vecina y que tampoco dudó en poner en práctica con el Amo, cuando venía a verla.
La niña había cumplido un año y ya andaba agarrándose a los asientos. La había enseñado a decir “papa” y una parte, posiblemente demasiado elevada, de su menguado presupuesto mensual iba a parar a unos vestiditos monísimos con los que parecía una muñeca.
Aquella mañana, como solía ocurrir casi siempre, se presentó el Amo de improviso. La niña aún estaba durmiendo, él la agarró por el brazo y la llevó a la cama, casi sin mediar dos palabras. Cuando terminaron, ella se dio cuenta de que algo, y algo importante, estaba pasando. El amo estaba cabizbajo y pensativo; ni siquiera se acercó a la cuna donde dormía Rosita. Había dejado al entrar una cajita de mazapanes encima de la mesa y estuvo menos fogoso de lo que en él era habitual.
- Algo te pasa, Amo. ¿Hoy no te ha gustado?
- No es eso, Rosa, no es eso.