martes, 1 de mayo de 2012

EL AMO. CAPITULO VII



Doña Elvira no paraba de llorar.
-¿Qué van a decir en el pueblo? Cuando se enteren nuestras amistades… ¡Esto va a ser un escándalo! ¿Y cómo se lo cuento yo a don Ceferino, con lo estricto que es? Y tú, hijo mío, ¿cómo has podido hacer esto? ¿No han servido de nada la educación que te hemos dado y las enseñanzas del señor cura?
- ¡Déjate de lamentaciones, que ya no tiene remedio! Y tú, sinvergüenza, ¿En qué estabas pensando? ¿Cuántas veces te he dicho que tenías que tener cuidado? Y ahora, ¿Qué piensas tú? ¿Qué podemos hacer?
- Nos podríamos casar… A mí me gusta la Rosita…
- ¡Eso ni hablar!
Era doña Elvira, con su voz entrecortada por el llanto.
- No vamos a permitir que toda nuestra herencia pase a manos de una desgraciada que no tiene donde caerse muerta. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Entonces sí que íbamos a ser el hazmerreír del Recondo. Con la de chicas buenas y ricas que hay, y te tienes que liar con esa pelandrusca. ¡Ay Dios mío, qué desgracia!
Don Eduardo relató las condiciones exigidas por el padre de la Rosa que a doña Elvira le parecieron totalmente desproporcionadas. A Nicomedes no le pareció mal lo de ponerle la casa en Madrid, porque era lo que terminaban haciendo la mayoría de los señoritos, aunque bien es verdad que cuando eran ya más mayores. Y al final todos llegaron a la conclusión de que era la solución menos mala para evitar el escándalo y salvar el prestigio familiar, y además quedaban todas las puertas abiertas para que el heredero encontrase una esposa de su alcurnia que aportase una buena dote para incrementar el patrimonio familiar.
Cuando el tío Indalecio llegó a casa le esperaban su mujer y sus dos hijas. Ya habían hablado antes de lo que tenía que decir a los señores y habían comentado las distintas posibilidades que tenían para sacar el mejor partido a la situación. La tía Rosario conocía bien a doña Elvira y sabía que su formación puritana, su fervor religioso y su soberbia no iban a permitir que el nombre de su familia quedase en entredicho en el pueblo. No tenía la menor duda de que estarían dispuestos a pagar lo que fuera, para evitar que trascendiese la noticia.
Rosita estaba avergonzada. Aseguró que no había dicho nada por temor a lo que fuesen a decir sus padres y que pensasen que ella había tenido la culpa. Sin embargo todos conocían las andanzas del señorito, que aunque no habían trascendido fuera, eran bien conocidas por todos los que habían servido en la casa, aunque nadie se atrevía a decirlo abiertamente.
Al día siguiente, a la caída de la tarde, cuando ya se había puesto el sol, los padres y la hija llegaron a casa de los señores. Esperaban en el gabinete con Nicomedes. Unas escuetas “buenas noches” fueron el saludo previo a la entrega de un papel que don Esteban tendió al tío Indalecio. Éste se lo pasó a Rosita porque él no sabía leer. Ella, que sólo había ido tres años a la escuela de la señorita Paquita, leía y escribía con una cierta dificultad y conocía las cuatro reglas, aunque no dominaba la división.
“Reunidos don Esteban Gómez y doña Elvira Carretero, con don Indalecio Buitrago y doña Rosario Martínez, acuerdan que los primeros ceden su casa en el número 10, primera planta puerta número dos, de la calle de Leganitos de Madrid para que la ocupe doña María Rosario Buitrago Martínez.
Asimismo, la garantizan un sueldo diario de seis reales, a pagar mensualmente. Entregan al matrimonio Buitrago Martínez la cantidad de mil reales en concepto de gastos y les donan una tierra de dos fanegas de secano en el sitio denominado El llano y un olivar con veinte plantas en el Camino de San Juan.
Por su parte, el matrimonio Buitrago Martínez y su hija María Rosario se comprometen a mantener en secreto su embarazo y no revelar nunca el nombre del padre. También se comprometen a no exigir nunca el reconocimiento de paternidad.
Y en prueba de conformidad lo firman en Recondo a uno de mayo de mil ochocientos noventa y ocho”.  
- Lo del reconocimiento de paternidad no habíamos hablado nada…
- ¡Pero eso no es negociable!
Nicomedes y Rosa ya habían hablado antes. Cuando ella tuvo la primera falta se lo dijo. Él se asustó y no supo qué decir, porque no estaba acostumbrado a asumir ninguna responsabilidad. Los días siguientes intentó evitarla y se le veía serio y cabizbajo. Él que no era de mucho comer se mostraba más inapetente que de costumbre y su madre le había preguntado varias veces qué le pasaba, y él decía que debía estar resfriado. Delante de su padre procuraba disimular y no se atrevía a contar a nadie lo que había ocurrido.
Esa noche, cuando salían del gabinete, y por las escaleras camino del zaguán, se acercó a ella y por lo bajinis le susurró “que la seguía queriendo y que estaba muy contento con la solución que habían decidido sus padres y que así se podrían ver cuando quisieran y que iban a ser muy felices”, sin que sus padre pudieran oírle. Se quedaron un poco rezagados en el rellano de la escalera y él preguntó casi al oído:
- ¿Estas contenta, Rosita?
- Ahora, si, amo.
Y ya sólo quedaba hacer los preparativos para su marcha a Madrid.