miércoles, 9 de mayo de 2012

EL AMO. CAPITULO IX


-Bueno, hijo mío, ¿cómo te lo has pasado en Madrid?
- Han sido unos días maravillosos. Nos lo hemos pasado muy bien. Hemos estado en el teatro, en los toros, estuvimos comiendo en “Casa Ciriaco” que está en la calle Mayor y en un restaurante de la calle la Bola, en el que ponen un cocido madrileño buenísimo. Hasta hemos estado en el Parque del Buen Retiro, donde han inaugurado un monumento al “Angel Caído”…
Nicomedes no se podía contener; era la primera vez que salía sólo de casa y hablaba con tal entusiasmo que su padre se dio cuenta de que posiblemente hubieran sido demasiado condescendientes con este capricho del chico.
- Vale, vale. Ya vemos que te lo ha pasado muy bien y que estás muy contento… pero se han terminado estas salidas.
- ¡Pero padre…
- No hay nada más que decir… Mira, hijo, tú eres demasiado joven; es normal que hayas disfrutado de estos días con ella; es lógico que hayas experimentado en estos días nuevas vivencias y hayas disfrutado de una situación hasta ahora desconocida, pero que no es real. Esto ha sido sólo una experiencia que ahora tienes que olvidar y volver a la rutina del pueblo. Ya te dijimos que no había ninguna posibilidad de que te casases con ella, y en eso no vamos a transigir… Además tú mismo te ibas a cansar muy pronto de esta vida porque tienes que reconocer que eres incapaz de ser fiel a una sola mujer… No hijo, esto se ha acabado…
Don Esteban lo había hablado con su esposa, y los dos llegaron a la conclusión de que había un riesgo evidente de que el chico se llegase a encaprichar de Rosa y le diese por quererse casar con ella. Los dos conocían lo tozudo que era cuando quería una cosa y eso había que cortarlo de raíz.
- Creo que hemos sido demasiado condescendientes y comprensivos contigo. Posiblemente deberíamos haber sido más estrictos y haberte castigado por lo que has hecho. Pero somos tus padres, tú eres nuestro único hijo y todo lo nuestro será para ti. Tu deber es pensar en el futuro y en el linaje de nuestras familias. Tu obligación es dejar a tus herederos un patrimonio y unos apellidos de abolengo, por lo que tienes que buscar una esposa que sea, educada, de familia conocida,  de tu misma alcurnia y si tiene muchas propiedades, mucho mejor. Si no es demasiado guapa o demasiado atractiva, no tiene mayor importancia… para eso ya tienes a la Rosa, que te esperará siempre en la casa de Madrid… por la cuenta que le tiene.
Nicomedes sabía que su padre tenía toda la razón. Sabía que esto no era más que un capricho pasajero y que tarde o temprano se cansaría de la Rosa, porque no tenía ni la educación ni los modales adecuados para ser su esposa y relacionarse con sus amistades. Estaba de acuerdo con su padre que se había dejado deslumbrar por una situación que no podía durar demasiado, y que había sido su falta de experiencia lo que le había jugado una mala pasada. Además, en los últimos días, a pesar de estar viviendo la novedad de unas relaciones amorosas novedosas para él, la verdad es que habían perdido el morbo del peligro de ser descubierto y lo que de verdad le gustaba era la incertidumbre de cómo podrían reaccionar ellas ante su ataque imprevisto. Lo que más le enervaba era su resistencia, y cuando conseguía mayor satisfacción era cuando lograba dominarlas y poseerlas a la fuerza.
Su padre se había encargado de pagar a un sustituto para que hiciese por él el servicio militar. En Recondo, como en la mayoría de los pueblos de España, los hijos de los ricos si eran llamados a quintas, se libraban del servicio militar, pagando a un sustituto que se incorporaba al ejército en su lugar, o pagando un canon al Gobierno para que les dispensasen de su cumplimiento. Esta era una forma de recaudar más impuestos, el Gobierno llamaba a filas a más mozos de los necesarios, de forma que aunque hubiese algunos que se libraban pagando, las necesidades del ejército quedaban cubiertas. Cuando se cubría este cupo de excedentes de quinta, era cuando había que recurrir a la sustitución, porque no faltaban mozos que estaban dispuestos a acudir al servicio militar por unas cantidades que podían solucionar la economía de algunas familias pobres.


Al haberse librado Nicomedes de hacer el servicio militar, efectivamente, ésta era la primera vez que salía solo de la casa de sus padres, que habían pensado que una aventura como esta podría ser muy satisfactoria para el joven Nicomedes.
Al día siguiente escribió una carta a la Rosita para decirle que durante una temporada no volvería por Madrid, porque sus padres no le dejaban; y que de lo que habían hablado aquella tarde paseando por el Retiro, no podía ser, que ellos nunca darían su autorización para que se pudieran casar. 
A vuelta de correo, ella le envió una carta, escrita con letra desigual y algunas faltas de ortografía,  a pesar de que tuvo que copiar tres veces el borrador, antes de mandarla:
“Mi querido amo:
Me alegraré que al recivo de ésta te encuentres bien, yo bien, gracias a Dios.
He leido con mucha pena la noticia de que tardarás un tiempo en volber por Madrid. Recuerdo con mucha alegría los dias que hemos pasado junto. Entiendo lo de que tus padres no den su consentimiento a nuestra boda, porque era una cosa que dejaron muy claro antes de benirme a Madrid. Ya sabes que yo siempre te estaré esperando para cuando quieras benir a verme. Espero que cuando nazca lo que benga, te puedas pasar por aquí para conocerle, aunque no puedas estar conmigo el día del nacimiento. 
Si puedes, dí a mis padres esto de que no bendrás en una temporada y que si ellos pueden me agan una visita, porque me encuentro muy sola.
Te quiere, siempre, mi amo,
Tu Rosa”.
La madre de Rosa tenía obligaciones que le impedían acompañarla como a ella le hubiera gustado. No fue hasta primeros de noviembre, después de la fiestas de Todos los Santos, cuando llegó a Madrid, porque el alumbramiento ya estaba cerca y en ese trance la pequeña Rosita no debía estar sola.
El amo no había vuelto por allí desde su visita a finales de agosto. Tan solo había mandado otra carta que más parecía de compromiso que como muestra de verdadero cariño. Su madre no tuvo más remedio que contarla que al señorito se le veía divirtiéndose por Recondo con todas las señoritas de su entorno y que procuraba evitarles cuando se cruzaban con él por la calle.
También le dijo que la noticia de su embarazo no había trascendido por el pueblo y que todos habían aceptado la versión de que se encontraba sirviendo en casa de unos señores en Madrid, que le había recomendado doña Elvira.
Fue el día doce de noviembre, a las doce y quince minutos del mediodía. Aunque era primeriza, con la ayuda de su madre, de doña Susana y de Julita, las vecinas, Rosita dio a luz una preciosa niña, hija primogénita de don Nicomedes Gómez Carretero, que una semana después fue bautizada, muy de mañana, en la Iglesia de los Paules, en con el nombre de Rosa y en el Registro Civil se le pusieron los apellidos de su madre, cambiando el orden como era costumbre cuando ella era soltera y el padre no lo quería reconocer.
El padre se enteró cuando la madre de Rosa llegó a Recondo, pero no fue a ver a su hija hasta la víspera de Navidad, aprovechando que tenía que hacer unas gestiones en la capital. Doña Elvira mandó un paquete con algo de ropa, unos jabones y un frasquito de agua de colonia. El amo había comprado una bata de lana para ella y una medallita de oro de la Virgen del Rosario, la Patrona de Recondo, para la niña.
Esas Navidades, Rosa ya tenía la mejor compañía que entonces podía desear, su niña pequeña, su Rosita que era la niña más preciosa del mundo.