sábado, 14 de febrero de 2009

POLVO ENAMORADO

La visión de su inmenso cuerpo desnudo cambió para siempre mi concepto de belleza. Descubrí en ella un voluptuoso universo de curvas sinuosas que despertaron mi dormida sensualidad. Su piel era blanca y sedosa; al contacto con mis dedos parecía derretirse y se hacía meliflua hasta difuminar todos los contornos de su cuerpo. Nunca tomaba el sol y olía a mantequilla y a lavanda. Toda ella era un gran pastel de nata y de merengue, y su boca tenía el sabor dulzón de la melaza y de la menta. Cuando me abrazó, mi cuerpo desapareció como engullido por su boca sensual con labios de frambuesa y apenas si podía soportar el peso de su lascivia.

Sus pechos, majestuosos zepelines sonrosados, al sentir mi contacto, fueron adquiriendo una turgente e inimaginable consistencia; sus pezones, hitos erguidos y redondeados, se tornaron agresivos cuando sintieron el calor de mis labios. Los firmes amarraderos de sus brazos me sujetaron a su cintura para impedir que mi barca pudiera huir hacia otros puertos; las columnas de sus piernas se abrieron para mostrarme el friso de su palpitante intimidad. La playa de su vientre, azotada por las olas salvajes de una pleamar de ansias incontroladas, me invitó a tenderme sobre ella y me animó a explorar el bosque tenebroso que custodiaba la cueva de su pasión todavía virgen.

Anduve errante durante horas por los profundos valles y las turgentes montañas de su cuerpo que descansaba indolente sobre las sábanas de satén que había estrenado para mí. Abandonado en una etérea nube de perfumes, hasta ahora desconocidos, perdí la noción del tiempo. A lo lejos me parecía oir el rumor del mar, pero no era mas que el jadeo acompasado de su placer que se hacía mas vehemente cuanto más me acercaba a la profundidad de su deseo. Cuando la esencia de mi lujuria la inundó, dejó escapar un quejido que más parecía una postrera súplica que ya no pude corresponder. Cuando nuestras mentes alcanzaron el pacífico limbo de ensoñaciones libidinosas, donde se duerme el deseo fue, poco a poco, liberando mi cuerpo que palpitaba trémulo no sé si de placer o de agotamiento.

Me dijo que había sido una experiencia inolvidable. Yo supe que la tendría que olvidar, si no quería sucumbir abrumado bajo el peso de este nuevo amor.

Por si alguno lo había olvidado, hoy es el día de San Valentín, en el que los enamorados acostumbran a dedicarse poesías, hacerse carantoñas y, algunos incluso, hacerse regalos.
¡Hay gente "pa" "to".
Nota: No hace falta decir que los cuadros son de Fernando Botero.

jueves, 12 de febrero de 2009

MIOPE

Era un día de primavera al anochecer. A lo lejos divisé la silueta inconfundible de mi tía Rosario. Identifiqué su forma de andar y sólo cuando la tenía a poco más de diez pasos pude reconocer los rasgos de su cara. Entonces supe que era miope.
Fui al oculista y me puse unas gafas con montura de pasta que era lo que indicaba la moda en aquellos momentos. La primera sensación que tuve fue de alivio.
Yo que siempre fui un poco tímido, me parecía que detrás de aquellos cristales me encontraba protegido de los que hablaban conmigo y sólo entonces pude sostener la mirada a mis interlocutores.
Sin embargo tenía un problema. Yo que no estoy mal dotado de apéndice nasal; posiblemente por ancestros lejanos provenientes del África subsahariano, mi nariz carece de “caballete” y se ensancha en lo que que llamamos en mi pueblo, coloquialmente, “carpón”. Y ésto supone que es muy difícil que las gafas se mantengan en su sitio y no se desplacen hacia abajo.
Para mí, sin embargo, no supuso ningún problema, porque ya se sabe que los miopes vemos bien en las distancias cortas, y me acostumbré a mirar por encima de la montura.
Esto, en cambio, parece ser que supone un gran trauma para mis familiares y amigos que se empeñan en indicarme que las coloque en su sitio. Mi hija, incluso, lo hace ella misma empujando el puente de mis gafas con su dedo índice sin necesidad de que medie ninguna palabra.
A mí no es que me moleste el hecho, pero me hace pensar en la manía que tenemos en meternos en la vida de los demás, sin que, como decían los antiguos, “nos diesen vela en ese entierro”.
¿Si quieres que te de un consejo...?
Y claro, tú no quieres para nada que te den un consejo, pero como eres educado y sabes que nadie puede impedir que te diga su opinión, aguantas pacientemente la perorata que indefectiblemente no contiene nada más sandeces y opiniones indocumentadas que nada o muy poco tiene que ver con lo que a tí te pueda pasar.
Como es casi imposible evitar que los demás te aporten la sabiduría de sus consejos no pedidos, he pensado buscar una solución para que mis gafas se mantengan firmes en su sitio.
No sé si será un imperdible, un velcró, un corchete o una simple goma como la que llevan los deportistas, lo importante es que mis familiares y amigos dejen de preocuparse por mis gafas.

miércoles, 11 de febrero de 2009

ARTISTAS

El artista tiene que ser, por definición, un poco narcisista; algo engreído, con una pizca de vanidad y bastante exhibicionista. También le puede venir bien un poco de histrionismo, una buena dosis de extravagancia, y por supuesto: genio... lo de figura no es imprescindible, aunque nunca venga mal.
No me acabo de imaginar un artista modesto y recatado; podría aceptar que fuese tímido e inseguro, pero necesariamente tiene que ser capaz de presentar su obra ante el público.
¿De qué valdría que un poeta fuese capaz de hilvanar las palabras más hermosas en versos sentidos y rimas cantarinas, si nunca llegasen al corazón de su amada o a las páginas de un libro de poemas?
¿Se podría sentir cantante quien sólo es capaz de lanzar su voz en la soledad de su casa en medio de la nada, para que las paredes le devuelvan el eco distorsionado de una música estéril que se marchita huérfana de sentimiento por falta de auditorio?
¿Qué sería de un cuadro compuesto con miles de pinceladas de luz y de sombras multicolores, si desde el taller del artista pasa a la tenebrosa oscuridad de un desván donde se va apagando junto a los cachivaches inútiles que son lentamente devorados por las polillas del tiempo y el polvo del olvido?
¿Quién sabe de las novelas que han naufragado en las resecas tablas de un cajón, entre nubes de telarañas tejidas por las inseguridades y la timidez de sus autores?
¿Cuántas horas de insomnio, cuántos anhelos inconfesados, cuántos sueños difuminados por la modestia, han resultado baldíos por la indecisión y la falta de estímulo de sus creadores?
¿Cuántas obras de arte no han sido, por una concepción maniquea que nos ha llevado a confundir el valor con la soberbia o la valía con la presunción?

Sin embargo, también hemos presenciado cómo simples falsarios o embaucadores desaprensivos han sido capaces de vender su toreo de salón como la más alta expresión de la tauromaquia de Cúchares.


Nota: En mi pueblo se llamaba artista a todo el que no se dedicaban a la agricultura. También los hay que han desarrollado una gran habilidad para vivir del difícil arte de no hacer nada. Pero esos son, otros artistas.

lunes, 9 de febrero de 2009

LA MISION IMPOSIBLE DE PUBLICAR UNA NOVELA O CÓMO VIAJAR A EXTREMADURA.



Para el ejercicio de la semana pasada, la profesora del taller literario nos había propuesto elegir el inicio de una novela famosa, para continuar con otra historia inventada por nosotros.
Yo, sin dudarlo, escogí ésta:


“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía, había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…”

Mi primera intención fue añadir algún año más al siglo de soledad en el perdido Macondo, pero pensé que además de ser una reiteración, iba a ser sin duda, muchísimo peor que lo que dejó escrito Gabo, y decidí escribir mi propia historia:
La he titulado:

“La misión imposible de publicar una novela o cómo viajar a Extremadura”.
Y reza así:

"Yo de niño escribía cuentos pequeñitos.
Cuando había visita en casa, mi madre me decía:
-Anda, Manolo -a mí nunca me llamaron Manolito-, lee a esta señora ese cuento tan bonito que has escrito.
La señora por educación, no decía que se parecía demasiado a la bella durmiente o a la cenicienta, y se deshacía en elogios para mí, que procuraba desaparecer lo antes posible, porque de todos es conocida mi recalcitrante timidez.
Luego, la profesora de lengua resaltó que estaba muy bien dotado, para la literatura, claro, y me animó a seguir el bachillerato de letras.
Después, en mi vida profesional, tuve que trabajar más con números que con las letras, aunque en honor a la verdad llegué a ser especialista en las de cambio.
Cuando una multinacional compró la empresa en que trabajaba, me mandaron a mi casa con un poco menos de sueldo, pero con todo el tiempo para hacer lo que más me gustase, y entonces recordé mis antiguas aficiones.
Me apunté a un taller literario, donde la profesora me mintió cariñosamente para animarme a escribir una novela, porque me decía que los cuentos ya se me habían quedado pequeños para mi edad.
Uno que es demasiado crédulo y propenso a las adulaciones aunque sepa que son gratuitas, me afané en buscar unos personajes con enjundia y una historia interesante que contar.
Durante un periodo aproximado de nueve meses mis personajes y mi historia fueron creciendo en el útero de mi ordenador, con unos efectos similares a los que mi mujer padeció en los embarazos de mis cinco hijos.

Y no es que yo tuviese antojos, es que no había quien me aguantase. Doña Margara, la protagonista de mi historia, que era de carácter agrio, déspota y manipuladora, se apoderó de mi personalidad y todos en mi casa procuraban rehuirme para no tener que padecer mis salidas de tono, mis caprichos y mi mala uva, que no provenía, como yo pensaba, de la influencia de mi personaje, sino de la dificultad de escribir más de una página seguida de mi novela.
Cuando, por fin, di por concluida mi obra, empezó la tarea más difícil. Encontrar alguien que se prestase a leerla. Eran casi doscientas páginas y había que tener valor, o apreciarme mucho, para atreverse a embarcarse en la aventura.
Mientras tanto, iba corrigiendo el estilo, perfilando metáforas, quitando sinalefas, adaptando sinécdoques, evitando aliteraciones, dejando mi novela, en fin, más bonita que “un san luis”.
Encontré, por fin, tres aguerridos voluntarios que se “ofrecieron” a leerla. Se la envié por “e-mail” y esperé paciente su veredicto.
Tres meses después me encontré con uno de ellos que me dijo lo ocupado que estaba, pero que las diez primeras páginas que había leído hasta ahora le habían parecido “muy interesantes” y que ya me contaría cuando terminase de leerla.
Los otros dos, me enviaron un correo a los cinco meses, animándome a presentarla a un premio literario, porque decían, “tiene un depurado estilo, y un argumento que agarra al lector desde la primera a la última página”.
Yo que debía saber que todo lo que decían era mentira, porque ellos habían tardado en leerla casi cinco meses, lo cual decía muy poco de la capacidad de atracción de mi novela, me creí sus palabras y me puse a buscar en internet los premios literarios que había convocados.
Unos se habían pasado de fecha, otros eran sólo para jóvenes menores de 18 años, otro era para mujeres, los más pedían más de 250 páginas, uno exigía que el tema fuese sobre los peligros de la mar océana; pero por fin uno parecía estar convocado a mi medida:
Más de 150 páginas, escrita en español, inédita, tema libre, y me dije: “Esta es la mía”.
Preparé las cinco copias escritas en folios tamaño A4, por una sola cara en letra arial de 12 puntos y doble interlineado, las mandé encuadernar con un sencillo canutillo como indicaban las bases del concurso, me inventé un seudónimo bastante ridículo y mandé el paquete de 5365 gramos de novela, al pueblo de Badajoz donde convocaban, desde hacía catorce años, un premio de novela dedicado a una escritora local que yo no conocía.
Y aquí estoy en la paciente espera de conocer el resultado del Jurado, que para más “inri” no se sabrá hasta mediados del próximo mes de junio, lo cual tiene la ventaja de que me llegaré a olvidar del asunto.
Mi mujer me ha dicho que cuando se conozca el fallo del jurado, podríamos darnos una vuelta por Extremadura para recoger los cinco ejemplares de la novela, porque en las bases del concurso se indica que las obras no premiadas no serán devueltas por correo, sino que hay que recogerlas personalmente o autorizar a otra persona para que lo haga, y las que no se retiren serán destruidas.
Mi mujer dice que así las salvaremos de la destrucción y tendremos un ejemplar para cada hijo.
Cuando volvamos de Extremadura, pensaré si publico la novela en mi blog".