sábado, 10 de mayo de 2008
Los Franceses en Chinchón II
Como lo prometido es deuda, aquí estan los dos siguientes capítulos de la narración "La Columna de los Franceses". Falta la tercera entrega que pondré la próxima semana. Espero que os esté gustando, aunque preferiría que me diéseis vuestra opinión, que para mí es importante.
Animaros a hacerme algún comentario.
IV
Con las primeras luces del amanecer las calles y caminos se fueron poblando de peregrinos que emprendían el éxodo incierto a los pueblos cercanos sin saber cuando podrían regresar a sus hogares. Juanita y sus hermanas acompañaban a su madre que montada en un borrico emprendía el camino de Valdelaguna. Las abundantes lágrimas de la joven, que eran sólo patrimonio de su amado, pasaron desapercibidas entre tanto llanto que ese día regó las calles de Chinchón.
También las autoridades decidieron ocultarse en los pueblos de los alrededores. No hubo ninguno que se atreviese a permanecer en el pueblo, no ya para hacer frente a los franceses, ni siquiera para salir al encuentro de los soldados y solicitar la conmiseración y el perdón para sus indefensos paisanos. Todos se apresuraron a dejar el pueblo esa misma mañana.
Los que habían preferido quedarse en el pueblo se encerraron en sus casas sin atreverse a salir a la calle.
Solo Francisco Martínez de 17 años, José Miguel Cachorro de 22, con sus amigos Antonio Rincón de 25, Isidro López de 24 y Vicente Perogordo de 23, a pesar de los consejos de sus familiares, no estaban dispuestos a morir sin defenderse y acordaron hacerse fuertes en el castillo que estaba casi en ruinas. Sabían que poco podían hacer contra la artillería de los franceses, pero querían retardar su ataque el mayor tiempo posible.
Sólo tenían tres arcabuces y dos escopetas y apenas tres docenas de cartuchos. Cogieron también varios tambores con sus mazas correspondientes. Querían hacer pensar a los asaltantes que había una tropa acantonada en el castillo dispuesta a hacerles frente. A última hora se les unió Nicasio Moreno, de tan solo 15 años, que se había enterado de su intención y con su tambor, un viejo trabuco, una docena de balas y un saquito de pólvora les alcanzó por la calle del Alamillo.
Los seis jóvenes llegaron al castillo y buscaron distintos emplazamiento para sus tambores y sus armas al resguardo de las almenas. Atrancaron la puerta con varias vigas de madera que estaban semienterradas entre los escombros. Prepararon algunos escondites para el caso de que los franceses lograsen asaltar el castillo. Incluso dejaron expedito el camino para llegar hasta una de las poternas para poder escapar sin ser vistos aprovechando la oscuridad de la noche, si fuese necesario. No se olvidaron de coger algunas provisiones y agua suficiente por si tenían que permanecer algunos días sitiados en el castillo. Ahora solo quedaba esperar los acontecimientos.
Las dos columnas de soldados franceses que habían salido de Arganda y Aranjuez se encontraron, a media mañana, en el camino de Bayona. Durante todo ese día fueron tomando posiciones cerrando un cerco alrededor del pueblo a una distancia de tiro de cañón. Emplazaron su artillería y pusieron vigías para advertir cualquier movimiento que se produjese en el pueblo. Todo era calma y silencio. El Mariscal ordenó hacer varios tiros de advertencia y nadie contestó. Volvía a caer la tarde y la orden fue de mantener las posiciones. Chinchón era un pueblo fantasma en el que no se advertía ninguna actividad, aunque los mandos franceses no se confiaban porque podía ser una estrategia enemiga.
Llegó la mañana del sábado día 29 de diciembre de 1808.
Con las primeras luces del alba el sonido acompasado de unos tambores que parecían provenir del castillo del pueblo, alentó a los vigías franceses. Los jóvenes se habían colocado estratégicamente cubriendo todo el contorno de las almenas. De esta forma todo parecía indicar que un batallón organizado estaba tomando posiciones en las defensas de las atarazanas del castillo. La respuesta no se hizo esperar, a la orden del Mariscal, empezaron a tronar los cañones y durante horas la artillería fue asolando sistemáticamente el pueblo. El fuego más intenso estaba dirigido al castillo, que era el único baluarte en la defensa del pueblo. Nadie respondía al fuego de artillería, pero los tambores no dejaban de sonar con su ritmo machaconamente monótono. Se podían distinguir algunos fuegos que producían los proyectiles disparados por los franceses.
Al tronar de los cañonazos le seguían períodos de silencio absoluto, que solo rompían los tambores del castillo. El sol de mediodía había disipado completamente la niebla persistente con que se había abrigado la mañana. El Mariscal dio la orden de repartir el rancho a los soldados con ración doble de vino.
Después de comer, se ordenó otra andanada de disparos dirigidos al castillo. Se escucharon algunos disparos desde las almenas que fueron contestados por las piezas de a veinticuatro de la compañía de artillería. Parecía que se hundía el cielo y una densa lluvia de bombas hizo imposible la huida de los jóvenes. Uno a uno iban siendo alcanzados por los proyectiles franceses. Sólo el más joven logró escabullirse hasta la galería de la planta inferior y desde allí hasta el interior de uno de los aljibes de piedra donde se acurrucó en un rincón, abrazado a su trabuco que no dudaría en utilizar para defenderse, si era descubierto por los soldados.
Después se hizo el silencio.
Entre los escombros de la torre del homenaje encontrarían después los cuerpos destrozados de los cinco jóvenes que habían logrado retrasar el asalto de los franceses durante toda una mañana.
Cuando terminó el fuego de los cañones, viendo que ya nadie les contestaba y dándose cuenta de que la villa se encontraba desguarnecida y completamente indefensa, se dio la orden de atacar. La primera columna avanzó por la calle de los Huertos. La segunda, que estaba acantonada en el Llano, rodeó el castillo. Una tercera tomó posiciones desde el camino de Valdelaguna y la cuarta se adentró por la calle de Morata. Todos los soldados llevaban las bayonetas caladas y los arcabuces prestos para disparar.
Empezaron a escucharse disparos aislados que significaban, cada uno de ellos, la muerte de un vecino de Chinchón que había cometido el error a asomarse a la calle. Ninguna de las columnas encontró resistencia hasta que llegaron a confluir en la plaza, después de mantener patrullas de reconocimiento por todas las calles del pueblo. El Mariscal Víctor, cuando tuvo el camino expedito, avanzó con su caballo desde el campamento de mando en el camino de Aranjuez, hasta llegar al Ayuntamiento, donde mandó instalar el Cuartel General.
-Excelencia, un paisano que dice llamarse Pedro Casagne, solicita audiencia.
-¿Casagne.., es francés?
-No, es vecino de Chinchón, sus antepasados eran franceses y habla perfectamente nuestro idioma.
-Puede sernos de provecho. ¡Hacedlo pasar!
Estaba aterrorizado. Había visto desde una de las ventanas de las cámaras de su casa cómo habían entrado las tropas francesas. Incluso había sido testigo de cómo abatían a uno de sus vecinos que se dejó ver detrás de la puerta entreabierta. Sacó un trapo blanco atado al palo de una esteva y, en francés, llamó la atención de la patrulla que en ese momento pasaba delante de su casa.
El Mariscal le pidió información de donde estaban ubicadas las casas de los señores principales y los edificios más significativos del pueblo. La orden fue tajante: Ley de saco y fuego. La tropa tenía libertad para entrar en las casas, apoderarse de lo que hubiese de valor y matar a todos los hombres que se encontrasen. Sin embargo, tenían que respetar las casas de las autoridades y las iglesias y conventos hasta que fuesen revisados por el propio Mariscal. Dio órdenes para que fuesen marcadas con pintura roja las puertas de las casas principales, y Pedro Casagne tuvo que acompañar a los soldados para identificarlas. Nadie podía entrar en las casas y edificios con la mancha roja en la puerta.
La orden del Jefe fue acogida con entusiasmo por los soldados. Ahora los disparos eran mucho más frecuentes y se mezclaban con los gritos de pavor que la mayor parte de las veces eran sofocados por otras detonaciones.
Andrés Barranco estaba escondido en su casa de la calle de Morata, muy cerca de la plaza. Vio cómo una de las patrullas derribaba la puerta de sus vecinos. Sabía que la suya sería la siguiente. Pensó que la única posibilidad de salvación estaba en refugiarse en sagrado, porque pensaba que los franceses respetarían las iglesias. Salió corriendo de su casa y enfiló la cuesta de la torre, camino de la Iglesia de Santa María de Gracia. Apenas había logrado pasar de la columna de entrada a la plaza, uno de los soldados de la patrulla dio la voz de alerta. Una descarga le destrozó la pierna izquierda y cayó al suelo retorciéndose de dolor. El soldado le apuntó con su arcabuz con intención de rematarle allí mismo. Otro le disuadió:
- No malgastes la munición innecesariamente, dijo.
Él mismo le degolló con su sable.
El pueblo se había convertido en una orgía de sangre y fuego. Por todas las calles de Chinchón se repetían las macabras escenas de las ejecuciones despiadadas de los indefensos paisanos. Los soldados iban asaltando las casas que no habían sido marcadas por indicación de Pedro Casagne, de acuerdo con lo ordenado por el Mariscal francés.
Afortunadamente pronto empezó a oscurecer y los mandos franceses dieron orden a los soldados de cesar los asaltos y replegarse al improvisado cuartel general. En el parte de guerra se detallaba que habían sido abatidos 56 enemigos de Francia y que habían sido asaltadas treinta y dos casas del pueblo. Se habían requisado suficientes provisiones para la cena de la tropa en la que el vino y el aguardiente, que tanta fama tenía, corrió en abundancia hasta saciar su sed de venganza y ahogar cualquier conato de remordimiento que pudiese tener algún soldado.
Una de las casas marcadas era el estanco de la plaza, enfrente del Ayuntamiento. Los soldados pidieron autorización al capitán para hacer provisión de tabaco, del que estaban escasos. Lo autorizó con la condición de no hacer destrozos. El botín fueron 7 cuarterones de tabaco en hebra, 10 paquetes de exquisita "Virginia" picada, 12 mazas de naipes, cuatro botes de rapé en polvo, 15 pliegos de papel timbrado y 12.347 reales que estaban escondidos en una lata metálica debajo de unos fardos de cartones.
La tregua de la tropa se convirtió en silencio sepulcral, sólo perturbado por el crepitar de las hogueras que los soldados habían encendido con los muebles y las puertas de las casas que habían saqueado, para que se pudiesen calentar las patrullas y para conseguir una mejor visibilidad, a pesar de que la luna, hoy sí, lucía en plenitud y el cielo estaba cuajado de estrellas que asistían atónitas a lo que allí estaba sucediendo.
Manolo Castillo, su hijo Antonio y Armando, el portugués, habían permanecido ocultos durante todo el día en el pajar, parapetados tras unos haces de paja con los que se podían cubrir totalmente en caso necesario. Su casa era una de las que aún no había sido asaltada y después de varias horas de silencio y amparados por la oscuridad de la noche se atrevieron a bajar hasta las cuadras para dar de comer al ganado que se rebullía inquieto barruntando, posiblemente, lo que estaba sucediendo. Subieron algunas provisiones de la alacena y repusieron fuerzas aunque ninguno de los tres tenía ganas de comer.
Armando estaba decidido; quería marcharse. Si permanecían en la casa, tarde o temprano, serían descubiertos y no tendrían escape. El padre pensaba que era posible permanecer escondidos y allí no les encontrarían; además la situación no podía prolongarse muchos días. Antonio también pensaba que era posible escapar, aunque él se quedaría con su padre. Durante unas horas estuvieron controlando el paso de las patrullas por su calle. La frecuencia era de unos veinte minutos y en ese tiempo se podía alcanzar la Ronda por la puerta de la Cerca y llegar hasta el camino de Ocaña que le llevaría a Colmenar de Oreja y después seguir camino hacia Toledo, bordeando Aranjuez donde era mayor la presencia de las tropas francesas. Prepararon el caballo, le liaron unos sacos en las pezuñas para mitigar el ruido de los cascos, pusieron en las alforjas algunas provisiones y esperaron a que pasara la patrulla. Los tres hombres se abrazaron deseándose suerte. Armando prometió que volvería cuando todo hubiera pasado. Pidió a su amigo que dijese a Juanita que se acordaría siempre de ella y que pronto volverían a verse. Se apostaron detrás del portón de la casa y cuando los soldados se perdieron por la esquina camino de la plaza, el portugués montó en el caballo y partió camino de la salvación.
El padre y el hijo permanecieron unos minutos detrás de la puerta. Todo estaba en silencio y volvieron a su escondite para intentar dormir un rato. En todas las casas de Chinchón la situación era similar pero era imposible ponerse en contacto con los otros vecinos. No había ninguna posibilidad de planificar una defensa, ni incluso organizar una huida. Sólo se podía esperar, rezando para salir ilesos de la masacre.
V
Apenas despuntaba el alba cuando en el Ayuntamiento se improvisó una reunión del alto mando para planificar las acciones del día. Presidía el Mariscal Víctor, Comandante en Jefe del Ejército, con la asistencia del General Femelle, Jefe del estado Mayor del primer Cuerpo del Ejército de España, y los capitanes de todas las compañías que formaban parte del contingente punitivo que habían tomado la villa de Chinchón.
El Mariscal estaba preocupado por la contundencia de sus tropas. La cifra de 56 muertos en una sola tarde, y sin haber opuesto ninguna resistencia, era demasiado elevada. Había que dar otra imagen y era fundamental ofrecer, al menos, la apariencia de aplicar la justicia. Las órdenes cambiaron y se dio la consigna de hacer prisioneros para ser juzgados, aunque fuese en consejos sumarísimos de guerra. Después serían ejecutados públicamente para el general escarmiento. Sólo en caso de que alguien opusiese resistencia podían disparar a matar. El Mariscal dispuso que haría una inspección personal de los edificios principales del pueblo. Acompañado por el General y dirigidos por Pedro Casagne se dirigieron a la Iglesia de la Piedad, que había sido la capilla de los condes. Estaba desierta. También todos los sacerdotes habían abandonado el pueblo, el día anterior, emulando a las autoridades civiles. De todos era conocido el anticlericalismo de los franceses y estaban seguros de que no respetarían los lugares sagrados. Por eso, antes de marcharse, trataron de ocultar apresuradamente los vasos sagrados y los pequeños objetos de valor.
Claudio Víctor Perrín, Duque de Bellune, tenía cuarenta y dos años, era persona culta y sabía distinguir las obras de arte. Allí había piezas de gran valor. Mandó descolgar los cuadros que adornaban los altares. Un cuadro que representaba el nacimiento del Niño Jesús y otro de la Anunciación, del pintor florentino Alexandro Branchini; tres cuadros del pintor Leandro Brasis que representaban a la Santísima Virgen de la Piedad, la Resurrección del Señor y la Ascensión de la Virgen; dos pinturas de Julio César Procacini, pintor de Boloña, que representaban a Santa Teresa y a San Isidro Labrador y el impresionante cuadro de la Asunción y Coronación de Nuestra Señora de Claudio Coello, que sin duda era la joya de la colección.
Había otras pinturas que representaban a Santo Tomás de Aquino, Santo Domingo, San Pedro mártir y al Espíritu Santo, en las puertas de un frontispicio cerrado que guardaban las reliquias y exvotos de varios santos, entre las que sobresalía una espina de la corona de Cristo que había sido donada al conde por el mismísimo Papa; pensó que eran difícil de trasportar y tenían escaso valor artístico.
Los cuadros elegidos fueron apilados en el centro del templo. Ordenó que allí mismo fuesen desclavados los lienzos de sus bastidores y enrollados convenientemente para poderlos trasportar sin dañarlos. Después fueron separados los objetos de valor que iban siendo descubiertos en los armarios de la sacristía y escondidos entre los ornamentos litúrgicos. Mandó que fuese retirado de uno de los altares un precioso crucifijo de marfil, que tenía una inscripción según la cual procedía del Oratorio de San Pío Quinto que se lo había regalado al Conde don Diego.
Las estatuas de San Pedro y San Pablo, y los bustos de los distintos condes que adornaban el presbiterio, aunque eran de mármol y estaban perfectamente acabadas, no llamaron su atención. Mandó retirar con sigilo todos los objetos seleccionados y dio orden de quemar y destruir todo lo que allí quedaba para que nadie pudiese echar de menos el producto de su rapiña. Cuando entraron los soldados aún se fueron apropiando de los objetos que podían tener algún valor antes de encender el fuego.
En la Iglesia de Santa María de Gracia el botín fue más escaso. Sólo algunos vasos sagrados y algunas cruces de plata. Poco después todo el templo fue pasto de las llamas que en pocos minutos hicieron tambalear los viejos muros. Sólo la torre que había sido restaurada unos años antes pudo permanecer en pie, aunque los soldados destrozaron capitel de pizarra, rompieron el reloj y arrojaron las campanas desde lo alto. Estaban haciendo un trabajo concienzudo que garantizaba un recuerdo imperecedero de estos acontecimientos.
El siguiente objetivo era el castillo.
Antes se detuvieron en el convento de los padres agustinos que habían permanecido escondidos en los sótanos del edificio. El Mariscal dio orden de mantener vigilancia en la puerta del convento para impedir que nadie pudiese entrar o salir del edificio. Por ahora se iba a respetar la vida de los frailes. El castillo también había sido abandonado y su aspecto era desolador. Los efectos de los bombardeos del día anterior casi pasaban inadvertidos en la situación de abandono que presentaba toda la edificación. Apenas si se habían efectuado algunas reparaciones de los desperfectos ocasionados casi cien años antes por las tropas del Archiduque Carlos en la guerra de Sucesión.
Allí estaban los cuerpos de los jóvenes sobre los tambores destrozados por la metralla de su artillería y entonces descubrieron el engaño. Aunque era escaso el botín que se podía obtener, las órdenes fueron de saqueo y destrucción total. Había que destruir el símbolo de la defensa de la villa. Las rejas de las ventanas fueron arrancadas, las puertas destruidas y todo el edificio incendiado. La brigada polaca fue la encargada de ejecutar las órdenes del Mariscal para lo cual necesitaron casi todo el día. A la caída de la tarde todo el castillo era una luminaria que iluminaba el atardecer de aquel frío día de diciembre. El joven Nicasio Moreno había permanecido escondido en el aljibe sin ser descubierto por los polacos. Allí disponía de agua que le servía para beber y refrescarse de las altas temperaturas que se alcanzaban por el fuego del exterior. No había más remedio que permanecer escondido hasta que se marchasen los franceses. Sólo así podría salvar la vida.
El Mariscal estaba cansado y consideraba suficiente el botín personal que había conseguido en esa fructífera mañana. Se retiró a su cuartel general y encomendó el mando al general Femelle.
Mientras tanto, las tropas habían reiniciado el asalto a las casas y ya eran más de treinta los prisioneros que se hacinaban, atados de pies y manos, en las dependencias de la cárcel del pueblo, a la entrada de la calle de Morata. Algunos habían intentado oponer alguna resistencia y habían sido liquidados en sus propias casas. El Mariscal pensó que era el momento de ejecutar públicamente a varios de los prisioneros para escarmiento de todos los vecinos. Se formó el consejo de guerra y los prisioneros fueron interrogados con la ayuda de Pedro Casagne que actuaba de intérprete.
Diez fueron condenados a muerte y se dispuso la ejecución inmediata. El batallón de fusilamiento se colocó frente a la columna de la entrada a la calle de Morata, enfrente de la cárcel. Los reos fueron arrastrados hasta allí y el resto de prisioneros fueron obligados a presenciar la ejecución. Detrás de las ventanas de los balcones de la plaza se podía adivinar la presencia de algunos vecinos que permanecían escondidos. La orden del Mariscal no se hizo esperar. Diez vecinos más de Chinchón yacían sobre la escarcha de la arena de la plaza, a los pies de la columna que ya siempre sería conocida como "de los franceses".
Un carro tirado por dos caballos se encargó de trasportar los cadáveres hasta el lazareto del camposanto donde ya reposaban los muertos del día anterior.
El general Femelle, al frente de un pequeño destacamento entró en el convento de Santa Clara, a la salida del pueblo. La puerta de la iglesia estaba abierta y tenían el paso expedito incluso a la clausura. Todo estaba en orden pero no se veía ningún rastro de las monjitas. Pensó el General que habían abandonado el pueblo con todos los demás. Llegaron al patio central del convento donde los rayos del sol vespertino empezaban a derretir el hielo en el pilón de la fuente. Las monjas no habían huido, estaban escondidas en los desvanes donde tenían sus nidos las palomas. La madre superiora se acerco a unas de las ventanas para ver lo que estaba ocurriendo fuera. Un rayo de sol reflejó el crucifijo, que pendía de su cuello, en el agua de la fuente. El general francés no advirtió la presencia de la monja e interpretó ese reflejo como una señal divina. Ordenó salir del recinto sagrado inmediatamente y no permitió que nadie ocasionase ningún daño.
De vuelta a la plaza se encontraron con una pequeña capilla. El guía le informó que era la de San Roque, patrono del pueblo. Ahora las órdenes fueron distintas. Arrancaron las varas de plata del estandarte del santo, destrozaron un Cristo rompiéndole las piernas con los palos de las andas, requisaron los pocos objetos de valor que encontraron y con el resto formaron una pira en el centro de la ermita y lo prendieron fuego. Allí quedó también destruida la imagen del santo que había regalado al pueblo el cura natural de esta villa, don Antonio Álvarez Gato, en el año 1716.
La misma suerte corrió la ermita de Santiago, a extramuros del pueblo, que ya nunca sería reconstruida. Después les llegaría el turno a las casas principales que habían sido señaladas con la pintura roja.
El saqueo se estaba realizando con una cruel minuciosidad. La mayoría de las casas estaban abandonadas y entonces la búsqueda era concienzuda, llevándose los soldados todo lo que encontraban de valor. Si sospechaban que había alguien escondido, después de la requisa, la prendían fuego para hacerlos salir. El número de muertos y detenidos iba aumentando con el paso de las horas.
Todos eran varones. La mayoría de las mujeres habían huido, y eran muy pocas las que permanecían escondidas en sus casas. Si encontraban a alguna, la orden era de no detenerlas ni matarlas. Nada se decía de otras acciones. Aunque no se recogió en ninguna estadística, varias fueron violadas. Las más jóvenes. A las viejas se contentaban con desnudarlas y dejarlas a la intemperie para obligarles a decir donde habían escondido lo poco de valor que hubiese en la casa. Después abandonaban a unas y otras, llevándose detenidos a los hombres que habían sido obligados a presenciar el atropello de sus mujeres.
Antonio Castillo y su padre continuaban escondidos en el pajar. Oyeron unas voces que les sobresaltaron, pero no tardaron en reconocer la voz de Hilario, su vecino. Había saltado las tapias del corral que dividía las dos casas. Venía huyendo de los soldados que estaban ahora registrando su casa. Preguntó por el portugués y dijo que le había parecido oír cuando salió al amanecer con el caballo. También les dijo que había oído comentar a los soldados, entre risotadas, algo sobre uno que huía a caballo y había sido arcabuceado a las afueras del pueblo. La noticia sobresaltó a los dos hombres aunque su vecino se apresuró a decir que posiblemente no hubiese entendido bien lo que decían los franceses. De todas formas no tenían demasiado tiempo para pensar en lo que le pudiese haber ocurrido a su amigo. Tenían que pensar deprisa lo que iban a hacer para librarse de los soldados.
Se apostaron junto a las tapias del corral, escondidos en una leñera. Hilario se había cuidado de esconder la escalera que había utilizado para saltar. Pensaron que si volvían a la casa del vecino cuando se hubiesen marchado los franceses, ya nadie les buscaría allí. Durante unos minutos se hizo el silencio hasta que unos golpes resonaron en el portón de la casa. Era el momento de saltar la tapia, recoger de nuevo la escalera y correr a esconderse detrás de unas tinas vacías de la bodega. Por ahora estaban a salvo de los franceses.
Peor suerte iban a correr Manuel Díaz y sus dos hijos. Ellos también habían mandado a las mujeres a Valdelaguna y habían decidido esconderse en casa. El lugar elegido, una tinaja al fondo de la bodega que utilizaban como silo para la cebada. Cuando los franceses entraron en la casa salió a hacerles frente un perro pequeño y asustadizo que gemía más que ladraba. Uno de los soldados atinó a darle una patada que le hizo retroceder con el rabo entre las patas. Con su ladrar lastimero fue buscando el amparo de sus amos y sus gemidos iban cobrando mayor intensidad a medida que se acercaba a la tinaja donde estaban escondidos. Un soldado subió a las talanqueras y descubrió a los tres hombres sobre la cebada de la tinaja. El más pequeño de los hijos se había llevado al escondite una escopeta de caza; su disparo dejó maltrecho al francés. Unos minutos después el perrito lamía la sangre de sus amos que habían sido arrastrados hasta la puerta de la casa para que sus cadáveres fuesen trasladados al cementerio, mientras el fuego iba borrando todas las huellas de la matanza.
Con las primeras luces del amanecer las calles y caminos se fueron poblando de peregrinos que emprendían el éxodo incierto a los pueblos cercanos sin saber cuando podrían regresar a sus hogares. Juanita y sus hermanas acompañaban a su madre que montada en un borrico emprendía el camino de Valdelaguna. Las abundantes lágrimas de la joven, que eran sólo patrimonio de su amado, pasaron desapercibidas entre tanto llanto que ese día regó las calles de Chinchón.
También las autoridades decidieron ocultarse en los pueblos de los alrededores. No hubo ninguno que se atreviese a permanecer en el pueblo, no ya para hacer frente a los franceses, ni siquiera para salir al encuentro de los soldados y solicitar la conmiseración y el perdón para sus indefensos paisanos. Todos se apresuraron a dejar el pueblo esa misma mañana.
Los que habían preferido quedarse en el pueblo se encerraron en sus casas sin atreverse a salir a la calle.
Solo Francisco Martínez de 17 años, José Miguel Cachorro de 22, con sus amigos Antonio Rincón de 25, Isidro López de 24 y Vicente Perogordo de 23, a pesar de los consejos de sus familiares, no estaban dispuestos a morir sin defenderse y acordaron hacerse fuertes en el castillo que estaba casi en ruinas. Sabían que poco podían hacer contra la artillería de los franceses, pero querían retardar su ataque el mayor tiempo posible.
Sólo tenían tres arcabuces y dos escopetas y apenas tres docenas de cartuchos. Cogieron también varios tambores con sus mazas correspondientes. Querían hacer pensar a los asaltantes que había una tropa acantonada en el castillo dispuesta a hacerles frente. A última hora se les unió Nicasio Moreno, de tan solo 15 años, que se había enterado de su intención y con su tambor, un viejo trabuco, una docena de balas y un saquito de pólvora les alcanzó por la calle del Alamillo.
Los seis jóvenes llegaron al castillo y buscaron distintos emplazamiento para sus tambores y sus armas al resguardo de las almenas. Atrancaron la puerta con varias vigas de madera que estaban semienterradas entre los escombros. Prepararon algunos escondites para el caso de que los franceses lograsen asaltar el castillo. Incluso dejaron expedito el camino para llegar hasta una de las poternas para poder escapar sin ser vistos aprovechando la oscuridad de la noche, si fuese necesario. No se olvidaron de coger algunas provisiones y agua suficiente por si tenían que permanecer algunos días sitiados en el castillo. Ahora solo quedaba esperar los acontecimientos.
Las dos columnas de soldados franceses que habían salido de Arganda y Aranjuez se encontraron, a media mañana, en el camino de Bayona. Durante todo ese día fueron tomando posiciones cerrando un cerco alrededor del pueblo a una distancia de tiro de cañón. Emplazaron su artillería y pusieron vigías para advertir cualquier movimiento que se produjese en el pueblo. Todo era calma y silencio. El Mariscal ordenó hacer varios tiros de advertencia y nadie contestó. Volvía a caer la tarde y la orden fue de mantener las posiciones. Chinchón era un pueblo fantasma en el que no se advertía ninguna actividad, aunque los mandos franceses no se confiaban porque podía ser una estrategia enemiga.
Llegó la mañana del sábado día 29 de diciembre de 1808.
Con las primeras luces del alba el sonido acompasado de unos tambores que parecían provenir del castillo del pueblo, alentó a los vigías franceses. Los jóvenes se habían colocado estratégicamente cubriendo todo el contorno de las almenas. De esta forma todo parecía indicar que un batallón organizado estaba tomando posiciones en las defensas de las atarazanas del castillo. La respuesta no se hizo esperar, a la orden del Mariscal, empezaron a tronar los cañones y durante horas la artillería fue asolando sistemáticamente el pueblo. El fuego más intenso estaba dirigido al castillo, que era el único baluarte en la defensa del pueblo. Nadie respondía al fuego de artillería, pero los tambores no dejaban de sonar con su ritmo machaconamente monótono. Se podían distinguir algunos fuegos que producían los proyectiles disparados por los franceses.
Al tronar de los cañonazos le seguían períodos de silencio absoluto, que solo rompían los tambores del castillo. El sol de mediodía había disipado completamente la niebla persistente con que se había abrigado la mañana. El Mariscal dio la orden de repartir el rancho a los soldados con ración doble de vino.
Después de comer, se ordenó otra andanada de disparos dirigidos al castillo. Se escucharon algunos disparos desde las almenas que fueron contestados por las piezas de a veinticuatro de la compañía de artillería. Parecía que se hundía el cielo y una densa lluvia de bombas hizo imposible la huida de los jóvenes. Uno a uno iban siendo alcanzados por los proyectiles franceses. Sólo el más joven logró escabullirse hasta la galería de la planta inferior y desde allí hasta el interior de uno de los aljibes de piedra donde se acurrucó en un rincón, abrazado a su trabuco que no dudaría en utilizar para defenderse, si era descubierto por los soldados.
Después se hizo el silencio.
Entre los escombros de la torre del homenaje encontrarían después los cuerpos destrozados de los cinco jóvenes que habían logrado retrasar el asalto de los franceses durante toda una mañana.
Cuando terminó el fuego de los cañones, viendo que ya nadie les contestaba y dándose cuenta de que la villa se encontraba desguarnecida y completamente indefensa, se dio la orden de atacar. La primera columna avanzó por la calle de los Huertos. La segunda, que estaba acantonada en el Llano, rodeó el castillo. Una tercera tomó posiciones desde el camino de Valdelaguna y la cuarta se adentró por la calle de Morata. Todos los soldados llevaban las bayonetas caladas y los arcabuces prestos para disparar.
Empezaron a escucharse disparos aislados que significaban, cada uno de ellos, la muerte de un vecino de Chinchón que había cometido el error a asomarse a la calle. Ninguna de las columnas encontró resistencia hasta que llegaron a confluir en la plaza, después de mantener patrullas de reconocimiento por todas las calles del pueblo. El Mariscal Víctor, cuando tuvo el camino expedito, avanzó con su caballo desde el campamento de mando en el camino de Aranjuez, hasta llegar al Ayuntamiento, donde mandó instalar el Cuartel General.
-Excelencia, un paisano que dice llamarse Pedro Casagne, solicita audiencia.
-¿Casagne.., es francés?
-No, es vecino de Chinchón, sus antepasados eran franceses y habla perfectamente nuestro idioma.
-Puede sernos de provecho. ¡Hacedlo pasar!
Estaba aterrorizado. Había visto desde una de las ventanas de las cámaras de su casa cómo habían entrado las tropas francesas. Incluso había sido testigo de cómo abatían a uno de sus vecinos que se dejó ver detrás de la puerta entreabierta. Sacó un trapo blanco atado al palo de una esteva y, en francés, llamó la atención de la patrulla que en ese momento pasaba delante de su casa.
El Mariscal le pidió información de donde estaban ubicadas las casas de los señores principales y los edificios más significativos del pueblo. La orden fue tajante: Ley de saco y fuego. La tropa tenía libertad para entrar en las casas, apoderarse de lo que hubiese de valor y matar a todos los hombres que se encontrasen. Sin embargo, tenían que respetar las casas de las autoridades y las iglesias y conventos hasta que fuesen revisados por el propio Mariscal. Dio órdenes para que fuesen marcadas con pintura roja las puertas de las casas principales, y Pedro Casagne tuvo que acompañar a los soldados para identificarlas. Nadie podía entrar en las casas y edificios con la mancha roja en la puerta.
La orden del Jefe fue acogida con entusiasmo por los soldados. Ahora los disparos eran mucho más frecuentes y se mezclaban con los gritos de pavor que la mayor parte de las veces eran sofocados por otras detonaciones.
Andrés Barranco estaba escondido en su casa de la calle de Morata, muy cerca de la plaza. Vio cómo una de las patrullas derribaba la puerta de sus vecinos. Sabía que la suya sería la siguiente. Pensó que la única posibilidad de salvación estaba en refugiarse en sagrado, porque pensaba que los franceses respetarían las iglesias. Salió corriendo de su casa y enfiló la cuesta de la torre, camino de la Iglesia de Santa María de Gracia. Apenas había logrado pasar de la columna de entrada a la plaza, uno de los soldados de la patrulla dio la voz de alerta. Una descarga le destrozó la pierna izquierda y cayó al suelo retorciéndose de dolor. El soldado le apuntó con su arcabuz con intención de rematarle allí mismo. Otro le disuadió:
- No malgastes la munición innecesariamente, dijo.
Él mismo le degolló con su sable.
El pueblo se había convertido en una orgía de sangre y fuego. Por todas las calles de Chinchón se repetían las macabras escenas de las ejecuciones despiadadas de los indefensos paisanos. Los soldados iban asaltando las casas que no habían sido marcadas por indicación de Pedro Casagne, de acuerdo con lo ordenado por el Mariscal francés.
Afortunadamente pronto empezó a oscurecer y los mandos franceses dieron orden a los soldados de cesar los asaltos y replegarse al improvisado cuartel general. En el parte de guerra se detallaba que habían sido abatidos 56 enemigos de Francia y que habían sido asaltadas treinta y dos casas del pueblo. Se habían requisado suficientes provisiones para la cena de la tropa en la que el vino y el aguardiente, que tanta fama tenía, corrió en abundancia hasta saciar su sed de venganza y ahogar cualquier conato de remordimiento que pudiese tener algún soldado.
Una de las casas marcadas era el estanco de la plaza, enfrente del Ayuntamiento. Los soldados pidieron autorización al capitán para hacer provisión de tabaco, del que estaban escasos. Lo autorizó con la condición de no hacer destrozos. El botín fueron 7 cuarterones de tabaco en hebra, 10 paquetes de exquisita "Virginia" picada, 12 mazas de naipes, cuatro botes de rapé en polvo, 15 pliegos de papel timbrado y 12.347 reales que estaban escondidos en una lata metálica debajo de unos fardos de cartones.
La tregua de la tropa se convirtió en silencio sepulcral, sólo perturbado por el crepitar de las hogueras que los soldados habían encendido con los muebles y las puertas de las casas que habían saqueado, para que se pudiesen calentar las patrullas y para conseguir una mejor visibilidad, a pesar de que la luna, hoy sí, lucía en plenitud y el cielo estaba cuajado de estrellas que asistían atónitas a lo que allí estaba sucediendo.
Manolo Castillo, su hijo Antonio y Armando, el portugués, habían permanecido ocultos durante todo el día en el pajar, parapetados tras unos haces de paja con los que se podían cubrir totalmente en caso necesario. Su casa era una de las que aún no había sido asaltada y después de varias horas de silencio y amparados por la oscuridad de la noche se atrevieron a bajar hasta las cuadras para dar de comer al ganado que se rebullía inquieto barruntando, posiblemente, lo que estaba sucediendo. Subieron algunas provisiones de la alacena y repusieron fuerzas aunque ninguno de los tres tenía ganas de comer.
Armando estaba decidido; quería marcharse. Si permanecían en la casa, tarde o temprano, serían descubiertos y no tendrían escape. El padre pensaba que era posible permanecer escondidos y allí no les encontrarían; además la situación no podía prolongarse muchos días. Antonio también pensaba que era posible escapar, aunque él se quedaría con su padre. Durante unas horas estuvieron controlando el paso de las patrullas por su calle. La frecuencia era de unos veinte minutos y en ese tiempo se podía alcanzar la Ronda por la puerta de la Cerca y llegar hasta el camino de Ocaña que le llevaría a Colmenar de Oreja y después seguir camino hacia Toledo, bordeando Aranjuez donde era mayor la presencia de las tropas francesas. Prepararon el caballo, le liaron unos sacos en las pezuñas para mitigar el ruido de los cascos, pusieron en las alforjas algunas provisiones y esperaron a que pasara la patrulla. Los tres hombres se abrazaron deseándose suerte. Armando prometió que volvería cuando todo hubiera pasado. Pidió a su amigo que dijese a Juanita que se acordaría siempre de ella y que pronto volverían a verse. Se apostaron detrás del portón de la casa y cuando los soldados se perdieron por la esquina camino de la plaza, el portugués montó en el caballo y partió camino de la salvación.
El padre y el hijo permanecieron unos minutos detrás de la puerta. Todo estaba en silencio y volvieron a su escondite para intentar dormir un rato. En todas las casas de Chinchón la situación era similar pero era imposible ponerse en contacto con los otros vecinos. No había ninguna posibilidad de planificar una defensa, ni incluso organizar una huida. Sólo se podía esperar, rezando para salir ilesos de la masacre.
V
Apenas despuntaba el alba cuando en el Ayuntamiento se improvisó una reunión del alto mando para planificar las acciones del día. Presidía el Mariscal Víctor, Comandante en Jefe del Ejército, con la asistencia del General Femelle, Jefe del estado Mayor del primer Cuerpo del Ejército de España, y los capitanes de todas las compañías que formaban parte del contingente punitivo que habían tomado la villa de Chinchón.
El Mariscal estaba preocupado por la contundencia de sus tropas. La cifra de 56 muertos en una sola tarde, y sin haber opuesto ninguna resistencia, era demasiado elevada. Había que dar otra imagen y era fundamental ofrecer, al menos, la apariencia de aplicar la justicia. Las órdenes cambiaron y se dio la consigna de hacer prisioneros para ser juzgados, aunque fuese en consejos sumarísimos de guerra. Después serían ejecutados públicamente para el general escarmiento. Sólo en caso de que alguien opusiese resistencia podían disparar a matar. El Mariscal dispuso que haría una inspección personal de los edificios principales del pueblo. Acompañado por el General y dirigidos por Pedro Casagne se dirigieron a la Iglesia de la Piedad, que había sido la capilla de los condes. Estaba desierta. También todos los sacerdotes habían abandonado el pueblo, el día anterior, emulando a las autoridades civiles. De todos era conocido el anticlericalismo de los franceses y estaban seguros de que no respetarían los lugares sagrados. Por eso, antes de marcharse, trataron de ocultar apresuradamente los vasos sagrados y los pequeños objetos de valor.
Claudio Víctor Perrín, Duque de Bellune, tenía cuarenta y dos años, era persona culta y sabía distinguir las obras de arte. Allí había piezas de gran valor. Mandó descolgar los cuadros que adornaban los altares. Un cuadro que representaba el nacimiento del Niño Jesús y otro de la Anunciación, del pintor florentino Alexandro Branchini; tres cuadros del pintor Leandro Brasis que representaban a la Santísima Virgen de la Piedad, la Resurrección del Señor y la Ascensión de la Virgen; dos pinturas de Julio César Procacini, pintor de Boloña, que representaban a Santa Teresa y a San Isidro Labrador y el impresionante cuadro de la Asunción y Coronación de Nuestra Señora de Claudio Coello, que sin duda era la joya de la colección.
Había otras pinturas que representaban a Santo Tomás de Aquino, Santo Domingo, San Pedro mártir y al Espíritu Santo, en las puertas de un frontispicio cerrado que guardaban las reliquias y exvotos de varios santos, entre las que sobresalía una espina de la corona de Cristo que había sido donada al conde por el mismísimo Papa; pensó que eran difícil de trasportar y tenían escaso valor artístico.
Los cuadros elegidos fueron apilados en el centro del templo. Ordenó que allí mismo fuesen desclavados los lienzos de sus bastidores y enrollados convenientemente para poderlos trasportar sin dañarlos. Después fueron separados los objetos de valor que iban siendo descubiertos en los armarios de la sacristía y escondidos entre los ornamentos litúrgicos. Mandó que fuese retirado de uno de los altares un precioso crucifijo de marfil, que tenía una inscripción según la cual procedía del Oratorio de San Pío Quinto que se lo había regalado al Conde don Diego.
Las estatuas de San Pedro y San Pablo, y los bustos de los distintos condes que adornaban el presbiterio, aunque eran de mármol y estaban perfectamente acabadas, no llamaron su atención. Mandó retirar con sigilo todos los objetos seleccionados y dio orden de quemar y destruir todo lo que allí quedaba para que nadie pudiese echar de menos el producto de su rapiña. Cuando entraron los soldados aún se fueron apropiando de los objetos que podían tener algún valor antes de encender el fuego.
En la Iglesia de Santa María de Gracia el botín fue más escaso. Sólo algunos vasos sagrados y algunas cruces de plata. Poco después todo el templo fue pasto de las llamas que en pocos minutos hicieron tambalear los viejos muros. Sólo la torre que había sido restaurada unos años antes pudo permanecer en pie, aunque los soldados destrozaron capitel de pizarra, rompieron el reloj y arrojaron las campanas desde lo alto. Estaban haciendo un trabajo concienzudo que garantizaba un recuerdo imperecedero de estos acontecimientos.
El siguiente objetivo era el castillo.
Antes se detuvieron en el convento de los padres agustinos que habían permanecido escondidos en los sótanos del edificio. El Mariscal dio orden de mantener vigilancia en la puerta del convento para impedir que nadie pudiese entrar o salir del edificio. Por ahora se iba a respetar la vida de los frailes. El castillo también había sido abandonado y su aspecto era desolador. Los efectos de los bombardeos del día anterior casi pasaban inadvertidos en la situación de abandono que presentaba toda la edificación. Apenas si se habían efectuado algunas reparaciones de los desperfectos ocasionados casi cien años antes por las tropas del Archiduque Carlos en la guerra de Sucesión.
Allí estaban los cuerpos de los jóvenes sobre los tambores destrozados por la metralla de su artillería y entonces descubrieron el engaño. Aunque era escaso el botín que se podía obtener, las órdenes fueron de saqueo y destrucción total. Había que destruir el símbolo de la defensa de la villa. Las rejas de las ventanas fueron arrancadas, las puertas destruidas y todo el edificio incendiado. La brigada polaca fue la encargada de ejecutar las órdenes del Mariscal para lo cual necesitaron casi todo el día. A la caída de la tarde todo el castillo era una luminaria que iluminaba el atardecer de aquel frío día de diciembre. El joven Nicasio Moreno había permanecido escondido en el aljibe sin ser descubierto por los polacos. Allí disponía de agua que le servía para beber y refrescarse de las altas temperaturas que se alcanzaban por el fuego del exterior. No había más remedio que permanecer escondido hasta que se marchasen los franceses. Sólo así podría salvar la vida.
El Mariscal estaba cansado y consideraba suficiente el botín personal que había conseguido en esa fructífera mañana. Se retiró a su cuartel general y encomendó el mando al general Femelle.
Mientras tanto, las tropas habían reiniciado el asalto a las casas y ya eran más de treinta los prisioneros que se hacinaban, atados de pies y manos, en las dependencias de la cárcel del pueblo, a la entrada de la calle de Morata. Algunos habían intentado oponer alguna resistencia y habían sido liquidados en sus propias casas. El Mariscal pensó que era el momento de ejecutar públicamente a varios de los prisioneros para escarmiento de todos los vecinos. Se formó el consejo de guerra y los prisioneros fueron interrogados con la ayuda de Pedro Casagne que actuaba de intérprete.
Diez fueron condenados a muerte y se dispuso la ejecución inmediata. El batallón de fusilamiento se colocó frente a la columna de la entrada a la calle de Morata, enfrente de la cárcel. Los reos fueron arrastrados hasta allí y el resto de prisioneros fueron obligados a presenciar la ejecución. Detrás de las ventanas de los balcones de la plaza se podía adivinar la presencia de algunos vecinos que permanecían escondidos. La orden del Mariscal no se hizo esperar. Diez vecinos más de Chinchón yacían sobre la escarcha de la arena de la plaza, a los pies de la columna que ya siempre sería conocida como "de los franceses".
Un carro tirado por dos caballos se encargó de trasportar los cadáveres hasta el lazareto del camposanto donde ya reposaban los muertos del día anterior.
El general Femelle, al frente de un pequeño destacamento entró en el convento de Santa Clara, a la salida del pueblo. La puerta de la iglesia estaba abierta y tenían el paso expedito incluso a la clausura. Todo estaba en orden pero no se veía ningún rastro de las monjitas. Pensó el General que habían abandonado el pueblo con todos los demás. Llegaron al patio central del convento donde los rayos del sol vespertino empezaban a derretir el hielo en el pilón de la fuente. Las monjas no habían huido, estaban escondidas en los desvanes donde tenían sus nidos las palomas. La madre superiora se acerco a unas de las ventanas para ver lo que estaba ocurriendo fuera. Un rayo de sol reflejó el crucifijo, que pendía de su cuello, en el agua de la fuente. El general francés no advirtió la presencia de la monja e interpretó ese reflejo como una señal divina. Ordenó salir del recinto sagrado inmediatamente y no permitió que nadie ocasionase ningún daño.
De vuelta a la plaza se encontraron con una pequeña capilla. El guía le informó que era la de San Roque, patrono del pueblo. Ahora las órdenes fueron distintas. Arrancaron las varas de plata del estandarte del santo, destrozaron un Cristo rompiéndole las piernas con los palos de las andas, requisaron los pocos objetos de valor que encontraron y con el resto formaron una pira en el centro de la ermita y lo prendieron fuego. Allí quedó también destruida la imagen del santo que había regalado al pueblo el cura natural de esta villa, don Antonio Álvarez Gato, en el año 1716.
La misma suerte corrió la ermita de Santiago, a extramuros del pueblo, que ya nunca sería reconstruida. Después les llegaría el turno a las casas principales que habían sido señaladas con la pintura roja.
El saqueo se estaba realizando con una cruel minuciosidad. La mayoría de las casas estaban abandonadas y entonces la búsqueda era concienzuda, llevándose los soldados todo lo que encontraban de valor. Si sospechaban que había alguien escondido, después de la requisa, la prendían fuego para hacerlos salir. El número de muertos y detenidos iba aumentando con el paso de las horas.
Todos eran varones. La mayoría de las mujeres habían huido, y eran muy pocas las que permanecían escondidas en sus casas. Si encontraban a alguna, la orden era de no detenerlas ni matarlas. Nada se decía de otras acciones. Aunque no se recogió en ninguna estadística, varias fueron violadas. Las más jóvenes. A las viejas se contentaban con desnudarlas y dejarlas a la intemperie para obligarles a decir donde habían escondido lo poco de valor que hubiese en la casa. Después abandonaban a unas y otras, llevándose detenidos a los hombres que habían sido obligados a presenciar el atropello de sus mujeres.
Antonio Castillo y su padre continuaban escondidos en el pajar. Oyeron unas voces que les sobresaltaron, pero no tardaron en reconocer la voz de Hilario, su vecino. Había saltado las tapias del corral que dividía las dos casas. Venía huyendo de los soldados que estaban ahora registrando su casa. Preguntó por el portugués y dijo que le había parecido oír cuando salió al amanecer con el caballo. También les dijo que había oído comentar a los soldados, entre risotadas, algo sobre uno que huía a caballo y había sido arcabuceado a las afueras del pueblo. La noticia sobresaltó a los dos hombres aunque su vecino se apresuró a decir que posiblemente no hubiese entendido bien lo que decían los franceses. De todas formas no tenían demasiado tiempo para pensar en lo que le pudiese haber ocurrido a su amigo. Tenían que pensar deprisa lo que iban a hacer para librarse de los soldados.
Se apostaron junto a las tapias del corral, escondidos en una leñera. Hilario se había cuidado de esconder la escalera que había utilizado para saltar. Pensaron que si volvían a la casa del vecino cuando se hubiesen marchado los franceses, ya nadie les buscaría allí. Durante unos minutos se hizo el silencio hasta que unos golpes resonaron en el portón de la casa. Era el momento de saltar la tapia, recoger de nuevo la escalera y correr a esconderse detrás de unas tinas vacías de la bodega. Por ahora estaban a salvo de los franceses.
Peor suerte iban a correr Manuel Díaz y sus dos hijos. Ellos también habían mandado a las mujeres a Valdelaguna y habían decidido esconderse en casa. El lugar elegido, una tinaja al fondo de la bodega que utilizaban como silo para la cebada. Cuando los franceses entraron en la casa salió a hacerles frente un perro pequeño y asustadizo que gemía más que ladraba. Uno de los soldados atinó a darle una patada que le hizo retroceder con el rabo entre las patas. Con su ladrar lastimero fue buscando el amparo de sus amos y sus gemidos iban cobrando mayor intensidad a medida que se acercaba a la tinaja donde estaban escondidos. Un soldado subió a las talanqueras y descubrió a los tres hombres sobre la cebada de la tinaja. El más pequeño de los hijos se había llevado al escondite una escopeta de caza; su disparo dejó maltrecho al francés. Unos minutos después el perrito lamía la sangre de sus amos que habían sido arrastrados hasta la puerta de la casa para que sus cadáveres fuesen trasladados al cementerio, mientras el fuego iba borrando todas las huellas de la matanza.
miércoles, 7 de mayo de 2008
PARA SAN ROQUE, SI DIOS NO LO REMEDIA, VIENE LA PANTOJA.
Este año, para las Fiestas de San Roque, si Dios no lo remedia, viene a Chinchón, Isabel Pantoja. Desconozco lo que va a cobrar, pero viendo en Internet su cotización, a cada vecino de Chinchón que no vaya a verla le va a costar unos treinta euros, y a los que acudan a la Plaza les costará, por lo menos, otros treinta más.
Es lógico, que en estos tiempos en los que los indicadores económicos muestran un periodo de calma y de bonanza tanto en la nación como en nuestro pueblo, las autoridades municipales hayan optado por acometer este proyecto de inversión con una clara proyección en la infraestructura cultural de Chinchón, ya que la situación en todos los demás campos es claramente satisfactoria. Es obvio que no son necesarias más inversiones en sanidad, urbanismo, educación, etc., etc., y la situación cultural básica es tan satisfactoria que hace aconsejable acometer este proyecto que tanto puede aportar a mejorar nuestro nivel folclórico.
Y me temo, que Dios no lo va a remediar.
Es lógico, que en estos tiempos en los que los indicadores económicos muestran un periodo de calma y de bonanza tanto en la nación como en nuestro pueblo, las autoridades municipales hayan optado por acometer este proyecto de inversión con una clara proyección en la infraestructura cultural de Chinchón, ya que la situación en todos los demás campos es claramente satisfactoria. Es obvio que no son necesarias más inversiones en sanidad, urbanismo, educación, etc., etc., y la situación cultural básica es tan satisfactoria que hace aconsejable acometer este proyecto que tanto puede aportar a mejorar nuestro nivel folclórico.
Y me temo, que Dios no lo va a remediar.
martes, 6 de mayo de 2008
IV CONCURSO DE INVESTIGACION SOBRE CHINCHÓN Y SU ENTORNO
Hasta el día 31 de Mayo se pueden presentar los trabajos.
BASES
1.- Podrá participar cualquier persona.
2.- Los trabajos versarán sobre la historia de Chinchón en cualquiera de sus aspectos: culturales, ecológicos, antropológicos, económicos, sanitarios, demográficos, urbanísticos, agronómicos, geológicos, históricos, folklóricos, artísticos, y religiosos. Se valorarán especialmente aquellos trabajos basados en los documentos del Archivo Histórico Municipal.
3.- Se establece una única categoría. Los trabajos deberán ser inéditos y estar escritos en español, no haber sido premiados en otros concursos ni hallarse pendientes de fallo en cualquier premio.
4.- Todos los trabajos se presentarán en formato DIN A-4, en letra Arial 12, con interlineado sencillo. No se establece mínimo ni límite de extensión para participar. Los trabajos se presentarán por triplicado en el Registro del Ayuntamiento ubicado en la Plaza Mayor, 3, 28370 Chinchón, con la indicación:
IV concurso DE INVESTIGACIÓN SOBRE CHINCHÓN Y SU ENTORNO
En la portada de los trabajos deberá constar el mismo lema. Los mismos se acompañarán de un sobre cerrado en el interior del cual consten los datos personales del/los participantes, y el título del trabajo. En el exterior del sobre sólo se indicará el mismo lema mencionado anteriormente, y el título del trabajo presentado.
5.- El plazo de presentación finalizará el día 31 de mayo de 2008
6.- Se otorgará un primer premio de 800 euros, un segundo premio de 500 euros, y un tercero de 200 euros.
7.- El Jurado estará constituido por: cuatro historiadores o profesionales de reconocido prestigio, 1 representante de la Concejalía del Cultura del Ayuntamiento y la Alcaldesa - Presidenta del Ayuntamiento de Chinchón. Los miembros del jurado no podrán participar en la convocatoria.
8.- La decisión del Jurado será inapelable, pudiendo declararse los premios desiertos. Podrán otorgarse premios "ex aequo", compartiéndose las cantidades establecidas.
9.- El Ayuntamiento de Chinchón se reserva el derecho de publicación y difusión, comprometiéndose a hacer constar el nombre del autor cuando se haga uso del material presentado.
10.- La presentación a este concurso supone la aceptación de sus bases.
lunes, 5 de mayo de 2008
UN RINCONCITO PARA LA POESIA
Posiblemente alguno de vosotros puede no conocer las poesías que don José Manuel de Lapuerta dedicó a Chinchón, muchas de ellas publicadas en el libro "Chinchón en mi recuerdo".
Como muestra, os trascribo una, titulada
"Desde la ventana de mi recuerdo"
Al fondo, la alfombra verde
Al fondo, la alfombra verde
de los olivos dormidos.
Al lado, la blanca nota
del polvo sobre el camino.
El polvo seco no duerme
El polvo seco no duerme
como duermen los olivos;
cuando le surcan los carros
rompen su sueño tranquilo.
Y tú, Chinchón de Castilla,
Y tú, Chinchón de Castilla,
no dormirás en mi olvido,
tu recuerdo es como el polvo
que levanto en mi camino.
Y vuelvo a vivir de nuevo
Y vuelvo a vivir de nuevo
todo lo que en ti he vivido
andando caminos blancos
a los pies de tu castillo.
Hay una fuerza que une
Hay una fuerza que une
mi destino a tu destino
¿ Porqué me estarás tan lejos
cuando estás siempre conmigo?