sábado, 10 de octubre de 2020

RELATOS PARA MAYORES VII

Al año siguiente, en 2015, decidí volver a presentarme sin desanimarme por el resultado del año anterior, y este es uno de los relatos que envié y que no fue seleccionado.

Lo titulé 





EL VIAJANTE TACITURNO.


"Era un hombre obeso pero, paradójicamente más ágil de lo que su aspecto podría presagiar. Llegó al andén cuando el tren empezaba a moverse. El jefe de estación había hecho sonar el silbato de las salidas apresuradas y por debajo de las ruedas de acero se escaparon los suspiros de la máquina con achaques, a punto de jubilarse. Saltó a la plataforma de la escalerilla y de allí al pasillo del vagón, atenazando su maletín de piel con goteras en el que debía guardar los restos de su vida nómada y monótona, por la forma en que lo apretaba entre sus brazos. 

En el departamento de la izquierda, detrás de la puerta que se descorría sola cuando el tren subía una cuesta, estaba la niña jugando con su caja de música, que abría y cerraba con parsimonia mientras se recogía los tirabuzones pajizos que caían de su sombrero con cintas desdibujadas. Estaba sola y el hombre que era demasiado ágil para lo grueso que estaba, se sentó a su lado. Los cordones de sus zapatos estaban a punto de empezar a llorar y tenían que saltar constantemente para que las suelas no los pisaran. Su traje tenía las arrugas típicas que ocasionan las perchas de plástico que suele haber en las fondas de techos con lepra y en los moteles de carretera que no va a ninguna parte.

Se intentó arreglar el nudo de la corbata, que tiempo ha tuvo ínfulas de grandeza y ahora se empezaba a despintar por momentos, y susurró algo a la muchacha que le miró con sus ojos de hospicio azules pensando, sin duda, que aquel hombre no era totalmente desconocido para ella. El confesó que se habían visto por lo menos tres veces; la primera cuando el hombre de tez morena y rasgos árabes la cepillaba los dientes en el aseo de la estación de cercanías ya muy lejana, la segunda cuando desayunaban en la barra de aquel bar sin nombre donde los camareros coleccionaban fotografías de sus clientes, y la última cuando viajaba en tranvía con el hombre que parecía llevar zancos y que entonces él pensó que debía ser su padre.

El hombre del traje con arrugas asimétricas y la corbata despintada, abrió su maletín lleno de ilusiones desgastadas y sacó una toalla empapada de polvos de talco, un espejo que no reflejaba su rostro cansado, un peine sin púas, un mapa sin ríos ni montañas, un cierre sin llave y un timbre insonoro que, según dijo, se había vendido muy bien para casas sin puerta. Debía ser viajante y regresaba a casa después de una semana más de tratar con gentes con el alma anestesiada y dormir en pensiones con vistas a los anuncios de Coca Cola.

La niña cogió el mapa y señaló un punto indefinido en el norte de África, él negó con la cabeza y no volvió a decir nada. Su cara era tan triste como la melodía de la cajita de música que la muchacha hacía sonar cuando callaba el silbido del tren al salir de las estaciones en las que solo habitaban los fantasmas. Por fin, ella le dijo algo al oído y él asintió.

Cuando el tren volvió a parar porque se habían terminado las vías, los dos, cogidos de la mano, bajaron al andén, donde nadie les esperaba. El reloj redondo y algo afónico que colgaba sobre la puerta de la sala de viajeros de vuelta de casi todo, marcaba las dos y diecisiete minutos, era de noche y terminaban de caer las últimas gotas de una tormenta que se había montado ya en un tren de mercancías con destino a las tierras del norte, donde el hombre del tiempo había pronosticado una gran perturbación.

viernes, 9 de octubre de 2020

CONCIERTO EN EL MOLINO




Anoche se celebró el Concierto de Guitarra Española en el Molino del Manto.
Si alguno de vosotros no lo pudo ver, os dejo este enlace para que podáis disfrutar de este extraordinario espectáculo::
 *LINK DEL CONCIERTO EN STREAMING





¡¡¡ Viva la Buena Música  🎼🍻¡¡¡

jueves, 8 de octubre de 2020

RELATOS PARA MAYORES VI

Y este es el Segundo de los relatos presentados en el año 2014, titulado

EL REGRESO.

Cuando ella regresó, yo ya no estaba allí. 

Anduve perdido mucho tiempo corriendo por entre penas y ansiedades hasta que se me secaron las lágrimas que no me había dado tiempo a derramar, mientras el tren me llevaba de una estación a otra, con la esperanza vaga y desesperada de volverla a encontrar. 

De ella nunca supe nada. Desde que se marchó, parecía que se había volatilizado en el aire y solo me quedaba su recuerdo en las viejas fotografías que seguían colgadas en las paredes desoladas de mi alma. Paredes que iban cayéndose en desconchones de humedad y de tristeza y que pedían a gritos una mano de pintura o, al menos, una impregnación del optimismo que un día compré en una tienda de drogas al por mayor y que almacenaba en mi alacena en espera de que llegaran tiempos mejores. 

Y eso después de tantos y tantos años de felicidad. Nos conocimos cuando aún nuestras mentes eran vírgenes y nuestros cuerpos resplandecían de juventud y del amor alegre que solo nace entre amantes inocentes. Aunque todos nos habían advertido que lo nuestro no tenía futuro, nosotros cerramos nuestros oídos a los malos presagios y solo escuchábamos los cantos de sirena que a diario entonaban nuestros corazones. 

Con su cebolla y mi pan caminamos juntos y ninguno de los dos sentíamos el hambre de la necesidad porque nuestros espíritus se sustentaban solo de promesas etéreas y de las sensaciones que nuestros sentidos nos iban descubriendo en el lento recorrido por nuestros cuerpos que despertaban día a día al conocimiento de unas nuevas experiencias que ninguno de los dos había soñado que pudieran existir.

Y nuestros espíritus fueron perdiendo su virginidad y nuestros cuerpos se acostumbraron a las caricias que poco a poco se iban mecanizando, hasta que mis besos perdieron el calor y en sus ojos se fue apagando la luz.  

Y ella pensó que así ya no podía vivir. Una madrugada, cuando entre la bruma de la montaña se desperezaban los todavía fríos rayos del sol, ella desapareció de mi casa y de mi vida. Ni una nota garrapateada en una hoja de cuaderno, ni una palabra antes, que pudiese presagiar su adiós definitivo del día siguiente. Nada. Quizás una mirada de soslayo que se escapó de sus ojos o el rictus de melancolía que se deslizó por sus labios, pero que yo, ayer, no supe interpretar. Y yo dormí esa noche envuelto en las redes de la monotonía y en el limbo de la rutina en que se había convertido nuestra otrora ilusionada convivencia. Después el lecho ya frío y las sábanas apenas sin arrugas que en un principio no parecían decirme nada. Luego faltó el olor a pan tostado y a café humeante; el sonido de su cantar y el sonar saltarín de sus pasos que apenas si parecían tocar el suelo. Y después sólo silencio. Luego incertidumbre, desconcierto, incredulidad. Al final, una dolorosa sensación de culpabilidad y desesperación. Nadie había visto nada. No faltaba nada y de su mesilla de noche solo había desaparecido la cinta de su pelo, pero había dejado el anillo que yo la regalé aquel primer aniversario cuando todavía la pasión se podía adivinar en la mirada de sus ojos.



Y pasaron días, horas de angustia, minutos y segundos que parecían eternos y esperanzados de sus noticias que nunca llegaron. Meses después, mi largo peregrinaje por tierras desconocidas y lugares lúgubres sin noticias suyas. Ni una carta, ni una llamada, ni un mensaje, nada. Sólo una vez alguien me dijo haberla visto paseando por una playa entre olas de espuma y olor a salitre. Cuando yo llegué, ella ya no estaba allí ni nadie supo darme noticias de su estancia junto al mar.

Y poco a poco el tiempo fue borrando de mi memoria su pelo y su figura. Sus ojos se fueron apagando y sus manos se iban desvaneciendo como diciendo adiós camino del horizonte. Sus labios habían perdido la color y el olor de su cuerpo se había ido escapando por las rendijas de mi memoria. Sólo quedaba su olvido desdibujado entre las hojas de un diario que encontré camuflado en los papeles del escritorio y que ella abandonó cuando ya nuestro amor había dejado de ser importante para ella. 

Con el tiempo perdí toda esperanza y cuando mi vida dejó de tener sentido, convine que era hora de morir. 

Años después, cuando ella añorando tiempos pasados decidió regresar, yo ya no estaba aquí.

miércoles, 7 de octubre de 2020

RELATOS PARA MAYORES V

Al año siguiente; en 2014, animado por el éxito de los años anteriores, me volví a presentar al concurso con dos relatos, aunque ninguno de ellos fue seleccionado como finalista. Este primero, al que guardo un especial cariño, lo titulé 





EL CIELO DE LAS AMAPOLAS

"Yo nací en un prado, a finales de un mes de abril en el que las lluvias habian llegado con anticipación. Recuerdo muy poco de mis primeros días de existencia. Tan solo que eran mis vecinas unas flores de pequeños pétalos blancos y un corazón redondo de color amarillo, que creo recordar que las llamaban margaritas. Justo a mi lado crecían un pequeño cardo, que era muy agradable en su trato pero poco delicado en las distancias cortas, y una pequeña espiga de trigo, que había madurado muy deprisa y estaba demasiado espigada para su edad. A nuestro alrededor, corrían a diario unos niños muy grandes que resultaban peligrosísimos porque al menor descuido te podían aplastar y dejabas de existir.

Y ese fue mi primer trauma infantil. Aunque nadie me lo advirtió, pronto llegué a la conclusión de lo pasajero de mi existencia. Eran tantos los peligros que me acechaban, que ya era difícil subsistir un solo día, y llegar a un mes sólo se podía conseguir si el destino te había rodeado de peñascos o de ortigas, a las que nadie quería acercarse. Y aún, si lograbas sobrevivir, la esperanza de vida no sobrepasaba, apenas, unos pocos meses.

Como digo, ese mes de abril en que nací, había sido lluvioso casi en de- masía y unido a que los vientos habían soplado con generosidad el mes anterior, llegamos a un mes de mayo exuberante en el que los colores de las plantas ponían el marco adecuado para escuchar los sonidos de la primavera, con los gorjeos de los jilgueros, el silbo aflautado de los mirlos, el grito estridente de los vencejos o el trisar chillón de las golondrinas. Pero todo entonces, era efímero; bello, sugerente, y entrañable, pero de- masiado breve. Nadie podía asegurar que cuando el sol apareciese detrás de las montañas alguno de nosotros seguiría viviendo.

Yo me quejé a un olmo cercano. Él era sabio y tenía más experiencia de la vida porque Yo le pregunté si había también un cielo para los olmos, y otros para las margaritas y para las espigas de trigo, y para las azucenas, que había oído que eran unas flores preciosas; incluso también para los cardos, las ortigas y para esos niños tan grandes que todos los días estaban a punto de aplastarnos. También debería haber, pensé, un cielo para las hormigas, y para las luciérnagas que nos iluminaban por la noche, y para las abejas que traian y llevaban nuestro polen y hacían una miel riquísima, y para los gusa- nos, los colibríes, los gorriones y los murciélagos, aunque a mí no me gustaban porque se parecían demasiado a los ratones... Pero me dijo que no; que sólo era para las amapolas. Porque las amapolas somos flores sen- cillas, sin pretensiones ni aires de grandeza.

Allí en nuestro cielo, me contó el viejo olmo, viviríamos para siempre, y el rojo color de nuestros pétalos se mantendría para siempre brillante y lozano, como ahora luce entre las margaritas, las correhuelas de color rosa, las amarillas estrellas de mar, las flores del camino con su precioso color malva, las candeleras, los dientes de león a quienes el viento hacen volar sus vilanos como pequeños paracaídas blancos, y las demás floreci- llas silvestres que viven a mi alrededor y que, como yo soy aún demasiado joven, no he logrado aprender sus nombres.

No me lo llegué a creer del todo. Era demasiado bonito y no era justo. Yo pensaba que las margaritas, que también eran flores sencillas, y todas las demás, aunque no conociera su nombre, también deberían tener un cielo, aunque estuviese aún más lejos del horizonte donde se esconde el sol.

Debo confesar que lo de que no hubiese cielo para los gusanos y para los murciélagos no me pareció mal del todo, pero no podía quitarme de la cabeza que mis amigas las margaritas, las de corazón amarillo y pétalos blancos, no tuviesen también un cielo como el nuestro y llegué a pensar que podríamos hacerlas un sitio para compartir con ellas nuestro propio cielo...

Aquella noche, antes de dormirnos, el viejo olmo me aseguró que vendría alguna vez a visitarme al cielo de las amapolas y esa noche soñé con estrellas relucientes y hasta me pareció que la luna se acostó a mi lado hasta que el sol vino a despertarnos cuando amaneció la aurora..."


Yo conocí a la amapola ya en los últimos días de su vida, debió ser a mediados de agosto. Estaba en un búcaro de cristal, junto con otras flores silvestres que había recogido mi nieta, y que mi hija había puesto en la mesa del cuartito de estar, junto a la ventana del patio.

Me llamó la atención su vivacidad en comparación con las demás, que ya se las veía demasiado ajadas y algo tristes. Yo me cuidaba de cambiar el agua del florero donde ponía un trocito de aspirina, y con el paso de los días, llegamos a hacernos amigos. Una tarde, mientras todos dormían la siesta, ella me contó su vida.

Cuando todas las flores murieron, yo sabía que mi amapola estaría llegando a su cielo, al cielo de las amapolas; que está más allá del horizonte, hacia donde corre el sol al caer de la tarde y donde vive la luna, esperando que llegue la noche para salir a dar su paseo de todos los días.

Un cielo que debe estar muy cerca del cielo de los viejos, al que no tardaré en llegar, y aprovecharé para ir a visitar, ya sin achaques, a mi amiga la amapola que aún conservará ese color rojo brillante de sus pétalos y seguro que me recibe alborozada, porque llegamos a hacernos muy buenos amigos en esas tediosas horas de la sobremesa de los calurosos días de finales del agosto, mientras todos los demás dormían la siesta.

martes, 6 de octubre de 2020

GUITARRA ESPAÑOLA EN EL MOLINO DEL MANTO.





Debido a las circunstancias especiales producidas por el COVID-19, este año no habrá concierto abierto al público, pero sí emitiremos en STREAMING la actuación del Niño Joséle, junto a “El Trío” : Benavent-Di Geraldo-Pardo desde el salón del Molino del Manto.

 

Será el próximo jueves 8 de octubre a las 20:00.

 

Esperamos que disfrutéis desde vuestras casas.


¡¡¡ Viva la Buena Música  ¡¡¡

domingo, 4 de octubre de 2020

RELATOS PARA MAYORES IV

Y por segundo año consecutivo fue seleccionado otro relato mío, que también obtuvo un accésit.


Su título:




EL HOMBRE QUE OLVIDÓ SU NOMBRE


"Hacía ya tiempo que la niebla del olvido iba descendiendo por las estribaciones de mi mente, desdibujando recuerdos y velando realidades; por eso no os podría decir, a ciencia cierta, cuando ocurrió.

Pudo ser aquella mañana del mes de junio, cuando me despertó una tenue ráfaga de viento que se coló por las rendijas de la vieja ventana de mi alcoba. Me desperecé después de apartar la sábana que me había echado encima cuando empecé a sentir el relente del amanecer. 

Aquella mañana, no sabía por qué, me vino a la mente una palabra de esas que nunca se usan: "binza". No, no era pinza, ni pizca, ni bizca, ni bizna,  era "binza" y no sabía su significado. 

-"Binza"... "binza"... 

Nada, que no podía recordar qué podía ser "binza".

Aunque por aquello del fastidioso vértigo, tenía que levantarme poco a poco, aquella mañana me tiré literalmente de la cama y me fui directo al diccionario.

- "Ba"... "be"... "bi"... "biberón"... 

Casi se me cayó el diccionario de las manos... faltaban muchas palabras... eran como si se hubiesen borrado... como si alguien lo hubiese sacudido y muchas palabras se hubiesen caído del libro, tintineando en el suelo como pequeñas cuentas de cristal.

Y se me olvidó la palabra. No era bizca, no. Ni pinza, ni pizca... Era... no; ya no me acordaba. 

Pensé que debía ser que todavía no había tomado el café y yo, de siempre, no había sido nadie sin desayunar. 

Entré en la rutina diaria de la tostada untada con un diente de ajo y un chorrito de aceite, de la loncha de jamón York en una rebanada de pan de molde, porque mis dientes ya no podían con la corteza del pan candeal, y del tazón de leche engañada con un poco de achicoria en que se había convertido, con los años, el tradicional café con leche.

Mientras desayunaba en la cocina no paraba de dar vueltas a la cabeza... no era pizca... ni pinza... Ni por esas, que no podía recordar la maldita palabra. 

Aunque yo lo decía hacer la cama, la realidad es que me limité a estirar las sábanas y la colcha, porque ya no podía agacharme para remeter la ropa, que sólo ofrecía un aspecto presentable los viernes cuando venía la asistenta. 

Un aseo rápido - ese día más- y me vestí para salir a dar el paseo matutino y comprar el pan. Pero antes cogí de nuevo el diccionario. Efectivamente se habían perdido muchas palabras. Estaban la mayoría, las que se usan normalmente... "Alba", "ayuda", "baile", "casa", incluso estaba "diptongo" que hacía mucho tiempo que no escuchaba; pero habían desaparecido todas esas palabras tan raras que nadie dice y que casi nadie sabe su significado, las que a mí me gustaba llamar palabras dinosaurio.

No sabía interpretar lo que ocurría y pensé que podía estar pasando lo mismo en los otros libros. Me fui al Quijote y allí también se habían caído bastantes palabras. Ojeé algunas páginas y de vez en vez había espacios en blanco: "El resto de ella concluían.............. de ............. , calzas de ................ para las fiestas, con sus ............. de lo mismo, y los días de entre semana se honraba con su.............. de lo más fino". Leí, empezando a asustarme. 

Lo bueno que tiene el síndrome del inicio del alzhéimer es que todo se me olvida muy pronto y cuando volví de la calle, puse la tele para no ver cómo se despellejaban en las tertulias, porque yo nunca veo la televisión, aunque la tenga siempre encendida. Es mi única compañía.

A la mañana siguiente me vino a la mente "albahaca" y cuando fui al diccionario se habían perdido todas las palabras con raíz árabe. 

Unos días después fueron los anglicismos y luego los toponímicos. 

En el diccionario y en los libros había, cada vez, más espacios en blanco que avanzaban inexorables. Me parecía ver unos grandes osos polares devorando salmones, con escamas de letras, que intentaban, en vano, nadar contra corriente.

Ya eran muy pocas las frases que estaban completas; posiblemente sólo "mi mamá me mima", "amo a mi mamá" y "Con cien cañones por banda", que era la única poesía que había aprendido de pequeño. 

Me llegué a obsesionar con las palabras que iban desapareciendo de los libros, pero no podía contárselo a nadie. 

A pesar del buen tiempo apenas si ya salía a la calle y pasaba horas y horas asomado a la ventana hasta que la silueta del castillo se diluía en el azul cada vez más oscuro del horizonte. 

Entonces empezaban a encenderse las estrellas, y me entretenía  en contar las que jugaban al escondite, las que tiritaban de calor y se me humedecían los ojos, emocionado, cuando veía las estrellas fugaces, porque pensaba que se iban a pasear con sus amigos por la vía láctea; luego me acostaba y muchas noches olvidaba apagar la televisión.

Otros días me gustaba recordar cuando, siendo aún niño, aparecía el arco iris y las gotas de lluvia me caían sobre la cara y el sol anunciaba que llegaba la bonanza. 

También solía pasar horas acariciando ese pétalo que se había caído de la rosa que moría temblorosa en el vaso lleno de agua con una pizca de aspirina. 

En los días de frío, cuando no era tan viejo, me entretenía en cazar besos perdidos entre los dedos de los niños y los coleccionaba con cuidado para que no se marchitasen. Llegué a tener más de doscientos y hasta los ponía nombre. Uno lo llamé "lulú" y otro "copito"; al último le puse "luciérnaga", porque era de una niña con luz en los ojos; pero el que más me gusta es "pimpollo", porque fue el primero que me tiró mi nieta, hace ya mucho tiempo, cuando todavía no sabía decir mi nombre. 

Una mañana, a la semana siguiente, vi que había perdido las palabras esdrújulas y en poco más de un mes, no me quedaban palabras con más de cuatro letras. 

Tenía "luz", "niño", "amor", "pan", pero ya no estaba "mariposa", ni "pájaro", ni "amapola", aunque todavía me quedaba "flor". Claro que no me importaba, porque las palabras que se habían caído de los libros yo las había olvidado. 

Ya no sabía que significaba "dolor", ni "recuerdo", ni "esposa", y unos días después, tampoco "hijo"; porque sólo me quedaron las palabras de dos letras.

Por eso, sólo decía "yo" cuando los médicos me preguntaron mi nombre. Y es que "Zósimo" fue una de las primeras palabras que olvidé, porque era esdrújula, porque hacía mucho tiempo que nadie me llamaba y porque en la tele nunca se oía un nombre tan raro.

Cuando mis hijos entraron en casa para hacer la testamentaría, todos los libros tenían las páginas en blanco, aunque ellos no se enteraron porque sólo buscaban las cartillas de la Caja de Ahorros".


Nota: Para que no tengáis que buscarlo, “binza” es la capa o película exterior de la cebolla. Dios tendría que haber dotado, también, a los hombres de una binza protectora