sábado, 1 de agosto de 2015

LA AGENDA DE DON EDELMIRO.


Ya hace muchos años que me jubilaron. Un día me llamó mi jefe y me dijo:
- Mira, Edelmiro, ya estas un poco mayor, y es mejor que te jubiles. 
Y, yo que siempre he sido muy obediente, me jubilé.
Lo primero que hice, fue guardar la agenda en el cajón del olvido. Después, jubilé yo el despertador y me quité el reloj de pulsera. 
Cuando trabajaba tenía delante, encima de la mesa del despacho, el calendario para saber el día en que vivía y no se me pasaba ni el cumpleaños de los amigos ni el de toda mi familia. Desde que me jubilé solo me acuerdo del cumpleaños de mi mujer (por la cuenta que me tiene) y del santo de mi amigo Pepe, pero solo los años en que es fiesta el día de San José.
Pero resulta que desde hace unos meses he tenido que rescatar  la vieja agenda, aunque ahora su ritmo no lo marcan los compromisos laborales sino los médicos y en cierta medida, los nietos.
Antes, tenía la costumbre de ir quitando las hojas del calendario y así veía como iba pasando el tiempo según disminuía el tamaño del taco el calendario, y cuando llegaba el fin de año era un ritual el anotar en el nuevo todas la fechas que debía recordar. Ahora, como a mi mujer no le gustan los calendarios de pared, solo puedo saber la fecha en que vivo viendo el teletexto de la televisión, pero hay muchos días que no lo miro y solo veo como pasa el tempo cuando tengo que cambiar el blister de las pastillas del colesterol. 
Otra de las cosas que también tiene la jubilación es que ya no hay vacaciones. Antes era todo un rito planificar las vacaciones en la oficina y después de saber las fechas que te habían asignado, organizar el tiempo entre la playa y la casa del pueblo, procurando que las fiestas del patrono fuesen intocables, porque no se podía faltar a la procesión del Santo.


También he tenido que rescatar el reloj de pulsera porque también me han recetado otras seis pastillas al día y ahora tengo que estar pendiente del reloj para que no se me pase la hora.
Lo más fácil para saber cuanto falta para terminar el mes es que las pastillas de la tensión vengan en un envase de treinta pastillas así, cuando tengas que cambiar la caja, ya se sabe que ha pasado otro mes.
Pero lo que mas me preocupa es que no voy a tener mas remedio que rescatar el despertador. Acabo de llegar del reumatólogo y me ha dicho que si quiero que me deje de doler la pierna, tengo que despertarme cada cuatro horas para hacer unos ejercicios de flexiones que dice me irán muy bien para las articulaciones. 
Por más que he mirado en las aplicaciones del móvil no he encontrado una que sirva para avisarme a las horas que yo quiero, y no tengo mas remedio que volver a utilizar el viejo despertador, al que por cierto, he tenido que volver a ponerle pilas nuevas.

jueves, 30 de julio de 2015

EL BALÓN DE MIGUELITO.


Miguelito era pobre y no tenía balón de fútbol. En realidad en aquel pueblo de la posguerra casi nadie tenía balón. Solo el nieto del señor diputado provincial, que para su cumpleaños le regalaron un balón de reglamento. 
Y después del colegio, Arturito, el feliz propietario de tan preciado juguete, encabezaba la comitiva de chavales hasta llegar a las eras del Llano, donde se celebraban aquellos memorables partidos de fútbol. 
La ceremonia se repetía día tras día. Primero era colocar unas piedras junto a los cabases, que serían los límites de las porterías. Después, Arturito y su mejor amigo que era Andresito "El pelao", echaban "a pies" para escoger a los componentes de sus respectivos equipos.
Casi siempre ganaba el dueño del balón, y si estaba, escogía a Raúl, que era su segundo mejor amigo, para formar el equipo "Azul". Luego le tocaba escoger al "Pelao", que capitaneaba el equipo "Encarnao", y se decidía por Miguelito, que para eso era el que mejor jugaba. Y así, hasta que se completaban los dos equipos de ocho jugadores, porque las eras no daban para mas. Luego quedaban dos suplentes por equipo, por si alguien se tenía que marchar, y los demás ya se podían ir hasta el día siguiente, a ver si había más suerte o venían menos niños al partido.
Miguelito nunca jugaba en el equipo azul, porque su relación con Arturito nunca fue demasiado buena. 
Y resulta que un día Miguelito regaño con "El Pelao" en el recreo y cuando llegaron a las eras fue comprobando lo que era que fuesen escogiendo, uno a uno, a los niños que estaban a su lado y que no le eligieran ni para suplente.
Se marcho a su casa, dando patadas a todas las piedras que se encontraba por el camino, y estuvo una semana sin volver por las eras, hasta que hizo las paces con el capitán de los "encarnaos" que le prometió que al día siguiente seria el primero al que escogería. Aunque no se lo dijo, era porque que desde que el no jugaba no habían logrado ganar ni un solo partido a los azules.
Y desde ese día Arturito le tomo mas tirria si cabe, porque Miguelito le ganaba todos los partidos.
Tanto que le veto para siempre y amenazó a su mejor amigo de relevarle en el puesto de capitán, si volvía a escoger a Miguelito.


Pasaron algunos años y los Chocolates Dulcinea empezaron a regalar muñecas "giselas" para las niñas y balones de reglamento para los niños si se conseguía hacer la colección completa de los equipos de fútbol de la primera división. Desde entonces Miguelito, cuando consiguió los cromos de Zarra, Puchades y Kubala, que eran los más difíciles, ya tuvo su balón de reglamento y pudo jugar al fútbol todos los días, sin depender ni de Arturito ni de su amigo Andresito "El Pelao"

martes, 28 de julio de 2015

EL REGRESO


Cuando ella regresó, yo ya no estaba allí.

Anduve perdido mucho tiempo corriendo por entre penas y ansiedades hasta que se me secaron las lágrimas que no me había dado tiempo a derramar, mientras el tren me llevaba de una estación a otra, con la esperanza vaga y desesperada de volverla a encontrar.

De ella nunca supe nada. Desde que se marchó, parecía que se había volatilizado en el aire y solo me quedaba su recuerdo en las viejas fotografías que seguían colgadas en las paredes desoladas de mi alma. Paredes que iban cayéndose en desconchones de humedad y de tristeza y que pedían a gritos una mano de pintura o, al menos, una impregnación del optimismo que un día compré en una tienda de drogas al por mayor y que almacenaba en mi alacena en espera de que llegaran tiempos mejores.

Y eso después de tantos y tantos años de felicidad. Nos conocimos cuando aún nuestras mentes eran vírgenes y nuestros cuerpos resplandecían de juventud y del amor alegre que solo nace entre amantes inocentes. Aunque todos nos habían advertido que lo nuestro no tenía futuro, nosotros cerramos nuestros oídos a los malos presagios y solo escuchábamos los cantos de sirena que a diario entonaban nuestros corazones.

Con su cebolla y mi pan caminamos juntos y ninguno de los dos sentíamos el hambre de la necesidad porque nuestros espíritus se sustentaban solo de promesas etéreas y de las sensaciones que nuestros sentidos nos iban descubriendo en el lento recorrido por nuestros cuerpos que despertaban día a día al conocimiento de unas nuevas experiencias que ninguno de los dos había soñado que pudieran existir.

Y nuestros espíritus fueron perdiendo su virginidad y nuestros cuerpos se acostumbraron a las caricias que poco a poco se iban mecanizando, hasta que mis besos perdieron el calor y en sus ojos se fue apagando la luz. 

Y ella pensó que así ya no podía vivir. Una madrugada, cuando entre la bruma de la montaña se desperezaban los todavía fríos rayos del sol, ella desapareció de mi casa y de mi vida. Ni una nota garrapateada en una hoja de cuaderno, ni una palabra antes, que pudiese presagiar su adiós definitivo del día siguiente. Nada. Quizás una mirada de soslayo que se escapó de sus ojos o el rictus de melancolía que se deslizó por sus labios, pero que yo, ayer, no supe interpretar. Y yo dormí esa noche envuelto en las redes de la monotonía y en el limbo de la rutina en que se había convertido nuestra otrora ilusionada convivencia. Después el lecho ya frío y las sábanas apenas sin arrugas que en un principio no parecían decirme nada. Luego faltó el olor a pan tostado y a café humeante; el sonido de su cantar y el sonar saltarín de sus pasos que apenas si parecían tocar el suelo. Y después sólo silencio. Luego incertidumbre, desconcierto, incredulidad. Al final, una dolorosa sensación de culpabilidad y desesperación. Nadie había visto nada. No faltaba nada y de su mesilla de noche solo había desaparecido la cinta de su pelo, pero había dejado el anillo que yo la regalé aquel primer aniversario cuando todavía la pasión se podía adivinar en la mirada de sus ojos.



Y pasaron días, horas de angustia, minutos y segundos que parecían eternos y esperanzados de sus noticias que nunca llegaron. Meses después, mi largo peregrinaje por tierras desconocidas y lugares lúgubres sin noticias suyas. Ni una carta, ni una llamada, ni un mensaje, nada. Sólo una vez alguien me dijo haberla visto paseando por una playa entre olas de espuma y olor a salitre. Cuando yo llegué, ella ya no estaba allí ni nadie supo darme noticias de su estancia junto al mar.

Y poco a poco el tiempo fue borrando de mi memoria su pelo y su figura. Sus ojos se fueron apagando y sus manos se iban desvaneciendo como diciendo adiós camino del horizonte. Sus labios habían perdido la color y el olor de su cuerpo se había ido escapando por las rendijas de mi memoria. Sólo quedaba su olvido desdibujado entre las hojas de un diario que encontré camuflado en los papeles del escritorio y que ella abandonó cuando ya nuestro amor había dejado de ser importante para ella.

Con el tiempo perdí toda esperanza y cuando mi vida dejó de tener sentido, convine que era hora de morir.

Años después, cuando ella añorando tiempos pasados decidió regresar, yo ya no estaba aquí.


A María Antonia, que no tiene que regresar, porque nunca se fue. En un día muy especial para ella. Con amor.

domingo, 26 de julio de 2015

LA MUJER DEL QUESERO ¿QUÉ SERÁ?


Mi admirada Esperanza Aguirre tiene una gran habilidad para estar siempre en candelero. Ahora mismo yo no se por que me ha dado por hablar de ella.
Debe ser porque no paran de ponerla en las teles, unos para alabarla y otros para todo lo contrario, pero el caso es que siempre se esta hablando de ella, aunque sea bien.
 El Partido Popular, tan predispuesto siempre a verter sus culpas en los demás, paradójicamente nunca ha culpado a doña Esperanza de ninguno de sus fracasos, y ella es, posiblemente, una de las que mas daño les haya hecho. No se lo que pensara de esto don Mariano.
Ella, que siempre ha presumido de "destapar" la "Gurtel", y desconocer la "Púnica" ha sido la responsable de captar a todos los que después formaron parte de esas tramas. Ella, cuando se dio cuenta de lo que le venía encima al PP de Madrid por la corrupción, fue la primera en abandonar el barco y dejarle el timón a su "mano derecha" que tuvo que lidiar con ese toro, que le dejo para el arrastre, teniendo que ceder a regañadientes los trastos de matar a Cristina Cifuentes, mientras su mentora quedaba con las manos limpias para luchar -sin éxito- por la alcaldía de Madrid.
Y es que a doña Esperanza le persiguen las manos. La mano derecha, la mano izquierda, la mano limpia y la mano sucia; pero ella nunca se ensucia las manos, aunque en alguna ocasión no le huelan demasiado bien por aquello de tener que manipular los quesos familiares.
Me comentaba un amigo (mío, no de Esperanza) que ella no había metido nunca la mano en el cajón. Y yo no lo pongo en duda ¡válgame Dios!, pero hay personas que no tienen necesidad de ensuciarse las manos abriendo cajones poco recomendables, porque hay quien se los abre, incluso quienes se encargan de envolver su contenido en subvenciones o gratificaciones suntuosas que son mucho más estéticas, aunque no sean demasiado éticas.
Vamos, que se me nota un poco que la Aguirre no me gusta demasiado. Yo que soy de mente abierta estoy esperando que una amiga (mía y también de Esperanza) me llegue a convencer de que el neoliberalismo que preconiza la jefa de la oposición del Ayuntamiento de Madrid, es un sistema que genera bienestar para todos, no solo para los poderosos.
Sinceramente,  creo que lo tiene bastante difícil.