miércoles, 18 de abril de 2012

UN VIAJE EN AUTOCAR CAMINO DE PALENCIA


Hoy en día se puede viajar por España en avión, en coche particular, en tren y en autocar. Este último es posiblemente el medio de transporte más lento. Pero es el medio que te ofrece mayores posibilidades de contemplar el paisaje. 
Ya os he contado en otras ocasiones que cuando hago un viaje en autocar me gusta hacer fotos, lo que representa una cierta dificultad. En esta ocasión, además del paisaje de los campos que presentaban una muestra muy variada de los verdes de los sembrados y los ocres de los barbechos, encendidos por las lluvias caídas en los últimos días, teníamos unos cielos cuajados de nubes que los hacían muy variados.
Esta es la muestra de las fotografías que he tomado camino de Palencia para visitar distintas muestras del arte románico, que os iré mostrando en los próximos días. Pienso que os van a gustar.

martes, 17 de abril de 2012

lunes, 16 de abril de 2012

EL AMO. CAPITULO III


Nicomedes llegó tarde a casa. El viaje desde la capital era largo y ese día no había coche directo a Recondo. Tuvo que coger el tren hasta Aranjuez y desde allí el coche de viajeros que le llevó hasta el pueblo. No había dicho a sus padres que se marchaba a Madrid, pero ellos se lo habían imaginado, porque sabían que la Rosa ya se había trasladado al nuevo pisito, y era lógico que el chico quisiera hacerla una visita. La madre dijo que para ver cómo había quedado todo organizado; el padre sabía que eran otras las motivaciones de su hijo.
Cuando se enteraron que había dejado preñada a la criada se negaron en redondo a que se casase con ella. Él era demasiado joven, sólo tenía veinte años, y ella era pobre. Hacía dos años que trabajaba en casa como criada y planchadora y era una chica alegre y bien parecida. En los últimos meses se había hecho más mujer y hasta el amo viejo se había fijado en ella. Pero a quien no pasó desapercibida fue al señorito Nicomedes. De todos era conocido que desde que cumplió los diecisiete años no había habido ninguna criada que no hubiese pasado por su cama o por el pajar. Pero Rosita se resistía y eso enervó más al joven depredador. La primera vez fue realmente una violación.
Era el día de la matanza del cerdo y ese día todo estaba en desorden. En Recondo, como en casi todos los pueblos de la comarca, hay costumbre de criar uno o dos cerdos en cada casa para garantizarse la carne durante todo el año. Ese día, era día de fiesta y se invita a familiares y amigos, que a la vez de ayudar en la matanza, participan en la comida que se prepara. Una comida abundante a base de los productos del animal que se había sacrificado.
El plato principal son las gachas, que aquí se llaman puches. Se hacen con harina de almortas y el hígado del cerdo cocido y después rayado, a lo que se añaden distintas especias, como pimentón dulce, alcarabea, canela,  ajo machacado y orégano. Se cocinan en una gran sartén que después se pone en el centro del círculo formado por todos los comensales que, de pié, se van acercando a mojar los trozos de pan pinchados en el tenedor o en la navaja. También se fríen los torreznos que son trozos de la falda del cerdo y la sangre que ha sobrado de hacer las morcillas y que se ha dejado coagular. El postre suele ser los últimos melones que aún quedaban colgados en las cámaras. Los mayores se van pasando el porrón de vino tinto que es el complemento ideal para una comida tan fuerte. 
Habitualmente se hace cuando llega el invierno, alrededor de la festividad de San Martín. Ese día, muy temprano se empieza a preparar todo lo necesario. Llega el matachín y los hombres abren la corte para sacar al cerdo. En el patio se ha colocado un banco tocinero y entre cuatro o cinco hombres se inmoviliza al cerdo cogiéndole por las patas y las orejas, mientras el pobre animal inicia sus gruñidos lastimeros, y se le tiende en el banco de costado. El matarife está preparado con un gran cuchillo que le clava en la papada iniciándose una de las escenas más crueles que se pueden presenciar, en la que se mezclan los alaridos y las convulsiones del animal con los gritos de los hombres que tienen que hacer acopio de todas sus fuerzas para evitar que el pobre guarro se zafe de su presa, hasta que se desangra totalmente en un cubo de zinc que se ha colocado junto al banco.
Después, en el centro del patio se hace una gran hoguera con gavillas de esparto sobre la que se tiende al cerdo para quemar sus gruesos pelos y ayudándose con unos tejones se va rascando toda su piel hasta dejarla totalmente limpia de pelo y suciedad. Después, se le cuelga cabeza abajo en una viga del portal, introduciendo una soga por los huesos del culo y se procede a abrirlo en canal para sacar todos los intestinos.
En ese momento se inicia la participación de las mujeres con la poca agradable tarea de limpiar las entrañas del animal con el agua que previamente se ha calentado en grandes barreños, ya que todo se va a aprovechar para hacer las distintas conservas.
El matarife ha preparado varias muestras - un trozo de lengua y otro de las costillas - que se llevan a las dependencias del Ayuntamiento para que sean analizadas por los servicios sanitarios municipales y hasta que no llegan los "consumeros", que así se les llama a los funcionario de la oficina de abastos,  para pesarlo y poner un sello redondo con tinta azul en diversas partes del cerdo como muestra visible de que la carne del animal es apta para el consumo humano, el cerdo permanece colgado abierto en canal.
Cuando, a eso del mediodía, se recibe el visto bueno municipal, se procede a descuartizar el animal y a la preparación de la comida que es el acto social más importante del día: reunirse a comer con todos los amigos y vecinos que de una u otra forma han participado en el rito de la matanza.
Doña Elvira, la señora, no paraba de dar órdenes. Don Esteban, el señor, se mantenía al margen vigilando que cada uno cumpliese con su cometido. Las criadas picaban la cebolla para hacer las morcillas, los criados preparaban los sarmientos y los espartos para después quemar todos los pelos del cerdo. Rosa era la encargada de encender el hogar y poner el caldero grande de cobre para calentar agua. Lo tenía que hacer en la cocina del servicio, junto a las cuadras para no ensuciar la cocina de la casa. Agachada en cuclillas para atizar el fuego, su rostro se iluminaba con los tonos rojizos y amarillos que reflejaban las llamas. Se había quitado la pañoleta porque allí hacía mucho calor y sus brazos se mostraban sonrosados y su piel que era blanca aparecía de color del bronce y textura del terciopelo. Durante unos segundos el señorito, que no tenía asignado ningún cometido y siempre estaba al acecho, llegó a la cocina donde estaba la criada y se quedó en el quicio de la puerta contemplándola. Después vio que nadie estaba por los alrededores y se acercó sigiloso por su espalda. Con la mano derecha tapó su boca y con la izquierda levantó su falda, la puso de rodillas, se abrió los pantalones y la desfloró con torpeza. Ella no sabía lo que estaba ocurriendo, casi no podía respirar, sintió un fuerte dolor en el bajo vientre y un calor sofocante en el rostro, porque su cara había quedado demasiado cerca de la lumbre; cuando pudo darse cuenta de lo que estaba ocurriendo sintió humedad en sus muslos.


El desgarrador gruñido del cerdo anunció que no tardarían mucho en llegar para recoger el agua caliente. Él la soltó, ella se volvió y vio cómo se subía los pantalones.
- No se te ocurra decir a nadie lo que ha pasado, si no quieres que hoy mismo te despida mi madre.
Se secó las lágrimas y simuló que continuaba con la tarea de calentar el agua. No tardaron en llegar las otras criadas a por el agua, pero ninguna notó nada y ella permaneció en silencio. Cuando después pudo lavarse en su cuarto y dejó limpio de sangre el trapo que había utilizado, se sentó en la silla, se tapó la cara con las manos y lloró durante un largo rato, sin atreverse a pensar en lo que había ocurrido. Cuando se calmó un poco, se lavó la cara,  se atusó el pelo, recompuso el semblante y se acercó donde las demás seguían haciendo los preparativos de la matanza.
- Vaya, Rosita, por fin apareces. ¿No sabes que hoy hay mucho que hacer?
Al día siguiente Nicomedes se las arreglo para poder hablar con ella a solas.
- Rosita, me gustas mucho. Te pido perdón por lo de ayer. Pero es que no me pude reprimir, estabas tan guapa a la luz de la lumbre… Me gustaría demostrarte que me gustas de verdad… Otro día nos tenemos que ver a solas de nuevo y te lo voy a demostrar. Tú eres especial y representas algo importante para mí.
Ella sabía que era mentira. Había oído contar que lo mismo había ocurrido con otras criadas jóvenes en los últimos años. Pero no se atrevió a decírselo a nadie, por vergüenza y por el miedo a que la pudiesen despedir y quedarse sin el jornal que tanto necesitaba la familia.
- Por favor, déjeme en paz, señorito. Yo no soy de esas… y si no lo hace más, yo no se lo diré a nadie… si insiste, se lo diré a la señora.
La amenaza pareció hacer sus efectos y en las semanas siguientes el joven Nicomedes no se volvió a acercar a la criada; bien es verdad que ella estaba muy atenta y evitaba cualquier oportunidad de poderse quedar a solas con él.


Y llegaron las Navidades. El día de Reyes encima de la silla de su cuarto encontró un paquetito pequeño en el que ponía con letras mayúsculas: Para Rosita. En principio no se atrevió a abrirlo; después se decidió, y muy nerviosa, rompió el papel que lo envolvía y abrió la caja de cartón: Un frasco de agua de colonia imperial de “Perfumería inglesa S. Romero Vicente”, con otra notita, también con letras mayúsculas que se veía que habían sido escritas apresuradamente: “Sólo es una muestra de mi aprecio”.
Desde el día de la matanza se había negado a pensar en aquello. Así parecía que nunca había ocurrido, sin embargo su madre debió notar algo.
-¿Qué te pasa, Rosa, te noto algo rara; te ha ocurrido algo?
- No, madre, no es nada; debe ser que estoy un poco constipada, pero no me pasa nada.
- Tú no eres así; desde hace unas semanas te noto como algo triste, ¿no te habrá hecho algo el señorito?
- ¡Qué cosas tienes, madre, de verdad, no me pasa nada!
Cuando marchó su madre y se quedó sola, como era de lágrima fácil, empezó a llorar. No era por el daño que sintió entonces; no era porque no iba saber qué decir al Julián, si se enteraba de algo; no era por el qué podría decir la gente, ni siquiera por el disgusto que sabía que se iba a llevar su padre; era que, sin querer, había llegado a pensar que realmente le gustaba al señorito, y que ella no iba a ser como las demás criadas. Pero fue un pensamiento que quiso quitarse inmediatamente de la cabeza. Ella sabía que se estaba engañando y que él sólo quería aprovecharse de ella.
Ahora, con la cajita de colonia en la mano, sintió como un escalofrío y corrió a esconderlo en la mesilla donde ella guardaba sus pocas pertenencias, sin atreverse a abrir el frasquito, no fuesen a descubrirlo por el olor.

sábado, 14 de abril de 2012

jueves, 12 de abril de 2012

EL AMO. CAPITULO II


En el mismo rellano, en la puerta número uno,  vivía el señor Cosme y la señora Enriqueta, un matrimonio mayor, a quien le dieron el piso a cambio del cincuenta por ciento del solar del edificio que era de su propiedad. Vivían solos, porque los hijos eran ya mayores y se habían ido a vivir al ensanche.
En el número uno de la segunda plata, vivía don Emilio, un señor de unos cincuenta años que estaba soltero, a quien cuidaban el señor Braulio y la señora Susana, su esposa, a los que había cedido una habitación a cambio de sus servicios de limpieza y la comida. Después se enteró que era sastre especializado en trajes de torero y que los vecinos le apodaban “Figurines”.
Y en la número dos de esta planta, vivía Julita, que era la mantenida de don Bernardo, un industrial cerero que tenía un comercio junto a la Colegiata de San Isidro, en la calle de Toledo. Venía a verla los martes y los jueves, pero nunca se quedaba a dormir toda la noche. Ella también solía recibir algunas visitas masculinas el resto de los días, pero siempre con mucha discreción y no se le conocía ningún escándalo.
En la tercera planta de esta misma escalera, había dos viviendas que se habían reservado los constructores del edificio y que dedicaban al alquiler, por lo que por allí pasaban distintos inquilinos, que iban variando periódicamente.
En el bajo había un taller de zapatería de viejo, que regentaba el señor Justino, viudo y con cinco hijos, todos varones, que trabajaban con él en el taller. No paraba de entrar gente a traer o llevarse el calzado. El mayor de los hijos, Silverio, debía tener unos veinticinco años, moreno, apuesto y además muy simpático, siempre con una sonrisa en la boca y un requiebro en los labios. Sin duda era un inmejorable reclamo para la clientela femenina. No tenía acceso desde la calle, y los clientes tenían que acceder desde el portal.
En el otro local de la planta baja del edificio, que sí tenía puerta a la calle, había una bodega, que también era taberna, en la que se despachaba vino a granel. El vino llegaba desde la Mancha y desde Arganda, Recondo y Navalcalnero. También se vendía un buen vermú; sifón y agua de gaseosa en envases retornables. Este negocio daba un ambiente bullicioso a esa parte de la calle, aunque a veces los vecinos se quejaban del ruido que en ocasiones se prolongaba más de lo deseado. El señor Severiano que regentaba el local y al que ayudaba la señora Remedios, su esposa, no se había devanado demasiado los sesos para buscar un nombre a su establecimientos y sobre la puerta había encargado un cartel en el que sólo se leía “Bodega”.Hasta aquí llegaba cada semana el tío Francisco “Bigotes” para traer el vino de las bodegas de Recondo, después de hacer el reparto en otras bodegas de la zona y en el Mercado de la Cebada.
Cuando Rosa llegó con sus padres para organizar la casa, se había traído legumbres, aceite, huevos, harina, algunas frutas, pasta de la que hacía su madre, algunas conservas de tomate en botellas de vino, patatas y un poco de la matanza: unas morcillas, algo de tocino, unos chorizos y un buen trozo de paletilla. Tenía que estar bien provista por si el Amo venía a visitarla.  Además ayer, cuando él vino, dejó en un sobrecito los ciento ochenta reales correspondientes al mes, según había convenido, a razón de seis reales diarios, que era el sueldo de los mozos de la casa, y un poco más de lo que ganaba cuando era la criada en la casa de los padres del amo.
Tenía que salir a comprar el pan, la leche y un poco de carne, porque hoy iba a poner un cocido para comer, y así la sopa le podría valer para la cena, incluso le quedaría también para comer mañana. Cogió tres reales del sobre que había guardado en lo que ella decía su caja fuerte que no era otra cosa que una lata cuadrada de conserva de carne de membrillo, donde también había guardado su cédula y el documento que le había firmado el Amo, autorizándola a vivir en la casa. No tenía muy claro cuales serían los precios en la capital, pero estaba segura que con los tres reales tendría suficiente.
Cogió el capacho. Se echó la toquilla por los hombros, porque la mañana era fresquita; se santiguó,  cerró la llave de la puerta, bajo los dos tramos de escalera y salió a la calle. Lo de santiguarse era una costumbre que tenía arraigada del pueblo, donde las mujeres tenían la costumbre de hacerlo cuando salían de las casas, y estaba mal visto si alguna no lo hacía.
Todo le era extraño. No conocía a nadie ni nadie parecía fijarse en ella. En varias ocasiones estuvo a punto de saludar a dos señoras que se cruzaron con ella, como también estaba acostumbrada en el pueblo, pero allí nadie saludaba a nadie. Se dirigió hacia la Plaza de San Marcial; unas puertas más abajo había una tienda de ultramarinos, pero no pasó; quería explorar la zona. Cuando llegó a la plaza, cambió de acera y subió hacia la Plaza de Santo Domingo.
Una mercería en el número 21 que se anunciaba como la “Pettite Parisienne”, tenía tres blusas para señora en el escaparate junto con varias muestras de bordados, “entredoses” y botones cosidos en unos cartones de color negro. Se paró un momento, pero siguió su paseo. Enfrente una frutería y a cincuenta metros la “Panadería Vienesa”. Entró. No era como las panaderías de Recondo, donde sólo había pan candeal. Allí había “vienas”, barras, panecillos, bizcochos y el olor inconfundible del pan recién salido del horno.
- Buenos, días. Una barra de pan… pequeña.
- Buenos días… señora, ¿La quiere más o menos cocida?
La dependienta dudó en llamarla señora o señorita. Por su cara hubiera dicho señorita, pero se fijó en su vientre algo abultado, y ya no dudó en saludarle con una amplia sonrisa.
- Bien cocida, por favor.
- ¿Es nueva, por aquí, no? 
- Si, ayer mismo llegué a Madrid. Vivo ahí abajo, en el número diez. ¿Qué le debo?
- Son cinco céntimos. Bienvenida, y espero verla a menudo por aquí.
Al salir le llamó la atención un calendario con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, igual que uno que había en su casa, con el año 1898 sobre la orla de la corona, y estaban tachados todos los números del mes de mayo hasta el día veinticinco.
Dos puertas más arriba, la “Lechería”, donde pidió un cuartillo de leche, que le pusieron en la lechera de zinc que sacó del capacho. Su madre había dicho que en su estado era necesario que todos los días tomase un vaso de leche, porque ahora tenía que tomar calcio para que el niño saliese fuerte y sano. Pagó los diez céntimos y se fijó como el lechero no apartaba los ojos de su tripa, aunque bien pudieron ser figuraciones suyas y no dijo nada.
Ya llegando a la Plaza de Santo Domingo, entró en “Carnecería Tomás” que ofrecía lustrosas piezas de carne colgadas en los ganchos que había encima del mostrador. El que debía ser el señor Tomás saludó con la vista cuando la vio entrar, aunque siguió atendiendo a las dos señoras que ya estaban en la tienda. Cuando terminó con ellas, y luciendo su mejor sonrisa, se dirigió a ella.
- ¿Qué le puedo poner a esta jovencita, tan guapa, a la que no conozco?
- Sólo quiero mitad de cuarto de carne de vaca… de morcillo, si puede ser…
- Por supuesto que puede ser. Las señoras tan jóvenes y tan guapas, aquí en  Casa Tomás, pueden pedir lo que quieran y si no lo hay, lo fabricamos, faltaría más.
Pagó los treinta y cinco céntimos que le pidió el carnicero y salió un poco azorada sin atreverse a mirar hacia atrás, donde el señor Tomás se recolocaba el lápiz en la oreja izquierda y hacía un guiño malicioso al ayudante que estaba despiezando un costillar de cordero, mientras hacía signos del abultamiento de la tripa de la muchacha, y musitaba algo así como “que era demasiado joven para estar preñada”, aunque esto ella no lo llegó a oír. 
Al volver a casa, se encontró a la señora Susana, la que cuidaba al sastre, a la que había conocidos unos días antes, cuando llegó con sus padres.
- Hola, hija mía, ¿Cómo te arreglas en la nueva casa?
- Muy bien, señora Susana, me estoy acostumbrando a todo esto, que es nuevo para mí.
- Ayer me crucé en la escalera con tu marido. Es un muchacho muy apuesto, aunque me pareció algo retraído. 
- Sí, es un poco vergonzoso, pero cuando se le conoce, es muy diferente.
- ¿Pero se marchó muy pronto, verdad?
- Sí tuvo que marcharse ayer mismo, por razones de trabajo…
- Pues nada hija, que me alegro que te estés adaptando a la nueva vida… Y ya sabes, si necesitas algo de nosotros, no tienes más que pedirlo.
- Muchas gracias señora Susana, lo mismo le digo…
- Adiós Rosita. Que tengas un buen día.
Abrió la puerta de la casa, la volvió a cerrar cuando entró y fue a dejar las compras en la cocina. Su madre se lo había repetido cientos de veces: “Rosita, cierra la puerta cuando entres, que en Madrid nadie sabe lo que puede pasar”.
Aunque todos la llamaban Rosa o Rosita, en realidad se llamaba Rosario. María del Rosario Buitrago Martínez, aunque sólo su padre la llamaba así. Había nacido en Recondo el quince de febrero de 1877, por lo que hacía tres meses que había cumplido los veintiuno, aunque realmente aparentaba algunos menos.
La noche anterior había puesto en agua un puñado de garbanzos, con un poco de bicarbonato, que pronto se dio cuenta que no era necesario, porque el agua de la capital era mucho mejor que el del pueblo y no era necesario echar bicarbonato. Encendió unos trozos de papel de un periódico atrasado, puso unas tablitas encima y colocó unos troncos de madera en el hogar de la cocina, llenó de agua un puchero de barro y lo puso sobre las llamas. Iba a prepararse un buen cocido con toda la parsimonia del mundo, porque hoy tampoco tenia nada más que hacer.
Ya a la caída de la tarde le dio por llorar. Últimamente se le debían haber aflojado los lagrimales y con poco los ojos se le empañaban de lágrimas. Se había puesto el sol por detrás de los árboles de la plaza de San Marcial y se atrevió a abrir las puertas del balcón de la salita y con las luces apagadas se acodó en la barandilla con la vista perdida en el horizonte que aún teñía de escarlata las nubes que parecían huir del bullicio de la gran ciudad. En el pueblo también le gustaba mirar las estrellas asomada a la ventana de su habitación, pero allí había silencio y aquí mucho más bullicio, sobre todo en estas noches de principio del verano, cuando se empezaban a formar las tertulias en las puertas de las casas, que se prolongaban hasta las tantas. Muchas noches ésta iba a ser su compañía, aunque tardaría muchos años en incorporarse ella también a la reunión con los vecinos.
Sólo tenía veintiún años, antes no había salido del pueblo y siempre se había sentido acompañada y segura con sus padres y con su hermana. Aquí sola, tenía miedo y tenía horror a meterse en la cama y dar vueltas y más vueltas sin lograr conciliar el sueño. Además, por las noches siempre tenía mal cuerpo y algunas veces tenía que levantarse porque en la duermevela tenía sueños espantosos en los que un monstruo que se parecía al Amo, quería sacarle el niño de su vientre. Luego se calmaba y dormía tranquila hasta el día siguiente.
Notó que sentir el frescor de la anochecida en su cara le hacía bien y así estuvo hasta que el relente de la noche aconsejaba cerrar la ventana y prepararse el plato de sopa que le había quedado de la comida.
En la sobremesa le dio por pensar que posiblemente la situación no fuese tan mala. ¿Qué era lo que ella podía esperar de la vida? Su padre jornalero, su madre criada lo mismo que ella y su hermana. El Julián, que iba detrás de ella, también jornalero y sus padres, unos muertos de hambre.  En uno o dos años se hubieran casado y se habrían ido a vivir con sus suegros en una casa inhóspita y teniendo que cuidar a los viejos y a los hijos que irían llegando uno cada año; eso si no tenía que seguir sirviendo en casa de los señores porque no siempre había jornal en el campo. No, realmente la vida que parecía tenerla reservada el destino no era demasiado atractiva. Sin embargo ahora; sí, estaba sola, no conocía a nadie y posiblemente nunca volvería al pueblo; pero tenía una casa acogedora, un sueldo seguro sin tener que trabajar, sólo estar dispuesta para cuando el amo quisiera venir a visitarla… realmente no era una situación peor que la que podría haber tenido en Recondo.
Recordó también lo que le había dicho su madre cuando volvieron de la casa de los padres de Nicomedes.
- Hija, no es que me alegre de lo que te ha pasado, pero tampoco es para hacer un duelo de ello. Mira, para los pobres, eso de la honra y de la dignidad son finezas que no nos podemos permitir. Eso queda para los ricachones que tienen que pensar en el qué dirán para pavonearse entre los de su clase.
Nosotros nos tenemos que conformar con no pasar hambre. Y esto, en el fondo, hija mía, puede ser una suerte, porque nos podemos aprovechar de esta  oportunidad que nos presenta la fortuna. Porque, si lo piensas bien, esto ha podido ser para ti una suerte.
Tu padre ha sabido sacar provecho de la situación y el acuerdo es ventajoso para nosotros, y eso gracias a que su soberbia no podía permitir que su honra quedase en entredicho. Al fin y al cabo el muchacho es agradable, parece que te aprecia y seguro que no te faltará de nada. ¡Ea!, niña, que hoy puede haber sido un buen día para ti.
No sabía si era por la sopa calentita que acababa de tomarse, o por estos pensamientos, pero se sintió de mejor humor, y pensó que su niño tendría más oportunidades aquí, al fin y al cabo era el hijo de Nicomedes Gómez Carretero, el único heredero de uno de los más importantes terratenientes de la comarca. Esa noche descansó de un tirón y no se despertó hasta que empezó el bullicio mañanero en la calle. 

miércoles, 11 de abril de 2012

DIBUJAMADRID EN RUTA:CHINCHÓN.



centro de arte / dibujo / ilustración
MUSEO ABC AMANIEL 29-31. 28015 MADRID [ESPAÑA]
T. +34 91 758 83 79 www.museoabc.es
Colabora
CON ENRIQUE FLORES - 21 y 22 DE ABRIL
Dibujamadrid, en ruta: Chinchón

1- CHARLAS: Durante el fin de semana del 21 y el 22 de abril, Enrique Flores, ilustrador, dará una charla en la casa de la cultura del Ayuntamiento de Chinchón a las 10:30 horas.
2- PASEOS: Tras la charla y durante todo el fin de semana, se recorrerá Chinchón y sus diversos rincones. Este será el momento de dibujar, acompañados siempre de la atenta mirada de Enrique Flores.
3- EXPOSICIÓN: Los dibujos generados en este encuentro formarán parte de una exposición que se realizará en distintos espacios del Ayuntamiento de Chinchón; la casa de la cultura y la Galería Moma V. A finales de septiembre esta exposición sobre los cuadernos dibujados, se trasladará a Madrid, al Museo ABC de dibujo e ilustración.
4- INFORMACIÓN: Museo ABC, calle Amaniel 29-31. 28015. Madrid T.917588379. www.museoabc.es.
Inscripción previa 50 € (opción 1) o 25 € (opción 2).
DIBUJAMADRID EN RUTA: CHINCHÓN ES UNA CONTINUACIÓN DE “DIBUJAMADRID”, ENCUENTRO ARTÍSTICO QUE SE REALIZÓ DURANTE LOS MESES DE MAYO Y JULIO DE 2011, EN DISTINTOS ESPACIOS DE MADRID.
Esta actividad partió de una serie de tertulias organizadas por el Museo ABC, en el que seis ilustradores de reconocido prestigio, realizaban una charla con los asistentes. A este encuentro, le siguió una salida para dibujar por distintos espacios de la capital española y, una exposición en el Museo ABC, que reunió los trabajos realizados por artistas y asistentes.
Con esta idea nace “Dibujamadrid en ruta”, traspasar las líneas de trabajo iniciadas por “Dibujamadrid” a distintos espacios de la comunidad. En esta ocasión, el lugar elegido será Chinchón.

Para más información visitar la página web del Ayuntamiento de Chinchón.

martes, 10 de abril de 2012

ANEMI NOS RECIBE EN SU "SALÓN CON CUADROS"


Anemí Moolhuijsen, para los amigos sólo ANEMÍ, llegó a Chinchón desde Holanda y se quedó a vivir con nosotros en el Nuevo Chinchón. 


Se dedica a la ilustración y a la pintura y ahora ha emprendido una nueva aventura artística y ha abierto UN SALÓN CON CUADROS, en el número dos de la Cuesta de Quiñones. Un nuevo espacio, que se une a los ya existentes,  para promocionar el arte en nuestro pueblo.


Allí ha montado su taller, su escuela de pintura y su pequeña galería de arte, donde nos invita a visitarla.
Yo os animo a hacerlo. Vais a pasar un grato muy agradable viendo sus pintura y charlando un rato con ella.
NO DEJÉIS DE HACERLO.


Para más información, podéis visitar su pagina WEB: http://www.anemim.com/

lunes, 9 de abril de 2012

domingo, 8 de abril de 2012

EL AMO. CAPITULO I


Cuando él salió, cerró la puerta y se quedó con la mano en el pomo, con la vista fija en la mirilla, pero sin atreverse a mirar. Oyó cómo sus pasos se perdían escalera abajo y un poco después el ruido de la puerta de la calle que se cerraba. Luego, nada. Todo quedó en silencio y ella buscó una silla donde sentarse, sin atreverse siquiera a pensar en nada. Estuvo así un largo rato; debían ser las cinco o las seis de la tarde y ella estaba aún con el camisón sin nada más debajo. Tuvo ánimos para acercarse a la palangana, puso un poco de agua del jarro que estaba debajo, y fijó sus ojos en los ojos de aquella mujer que la miraba desde el espejo. Tenía las ojeras marcadas que apenas disimulaban el colorete de sus mejillas y el carmín medio desdibujado de sus labios. Se humedeció la cara con sus manos mojadas y el frescor del agua la hizo volver a la realidad. Tenía calor y se notaba en su piel. Se quitó el camisón y lo tiró sobre la cama; su cuerpo demasiado joven adquirió una luminosidad desacostumbrada. A ella misma le pareció atractivo a pesar de la ya incipiente prominencia de su vientre. Con las manos aún mojadas, se acarició los senos, los brazos y se detuvo en la tripa; le pareció, por primera vez, que algo se estaba moviendo dentro. Estaba muy delgada, y a pesar del poco tiempo, los signos del embarazo eran ya evidentes.
A finales de mayo en Madrid suele hacer calor. Aunque la casa era de construcción moderna, había estado cerrada durante mucho tiempo, con las contraventanas entornadas, y sin ventilación. Hacía sólo dos semanas que había llegado acompañada de sus padres, para hacerse cargo de la casa. Estaba amueblada. Los muebles eran sencillos, pero a ella le parecieron todo un lujo, comparándolos con los que tenían en la casa del pueblo. En una maleta y un hatillo habían traído dos juegos de sábanas y una colcha, una manta de franela, sus dos vestidos de diario y el de los días de fiesta, una bata vieja que le había regalado una vecina, dos o tres mudas de ropa interior, dos jerséis y unos visillos que colocaron en las ventanas de la salita y en la alcoba. Todo lo demás ya estaba allí. El amo se había encargado de prepararlo todo. La verdad es que no faltaba de nada. Los cubiertos, una pequeña vajilla de loza blanca, con tres platos hondos, tres llanos y otros pequeños que le dijo que eran de postre, dos pucheros de barro, unos cazos de zinc, una lechera, dos sartenes y media docena de vasos de cristal con unos pequeños adornos dorados en los bordes. Todo ello colocado en un armario blanco con las puertas verdes que estaba junto al fogón de la cocina.
Tanto a ella como a su madre le llamó la atención la cocina, que decían económica, de hierro, debajo de la que había un recipiente para almacenar la leña. Había una mesa de madera, también pintada de blanco, y dos sillas con el asiento de anea. En un basar encima de la cocina, varios tarros en los que se podía leer: “Sal”, “Azúcar”, “Harina” y “Garbanzos”.
Pero, sin duda, fue la pila del fregadero lo que más llamó su atención. ¡Tenía encima un grifo del que salía el agua con solo abrirlo! No obstante, también había a su lado una pequeña tinajita para acumular agua, porque el suministro no era constante y había veces que faltaba durante algunos días.
Y el lujo de los lujos: el retrete. Un pequeñísimo cuarto con una plancha de cemento en el suelo, con las huellas de dos pies en realce y un agujero en medio, sobre el que llegaba una cañería de plomo, con la terminación aplastada, para que el agua saliese con más fuerza.
Todos estos lujos sobrepasaban con creces sus mayores aspiraciones y contrastaban con las condiciones en las que había vivido en el pueblo.
En un aparte, su madre antes de marcharse dos días antes, le había dicho, sin que lo oyese su padre:
- Hija, sabe Dios, que al principio me diste un gran disgusto, pero, a lo mejor, esto puede ser la suerte de tu vida… ¡Quien sabe! A lo mejor el Amo termina casándose contigo… ¡Tienes que ser lista, hija mía!
La casa estaba en un edificio de tres plantas y piso bajo, en el número diez de la calle Leganitos de la capital. Se había construido unos años antes, cuando se derribaron las  tapias  de  la Montaña del  Príncipe  Pío  y  parte  de  las  de  los  Paúles con lo que se enlazaron las calles de Leganitos y Duque de Osuna con la calle de la Princesa.  Era uno de los edificios que se estaban construyendo en los aledaños de lo que iba a ser la Gran Vía de Madrid, que se estaba proyectando siguiendo las nuevas tendencias de las grandes capitales europeas.
Para la fachada se había utilizado el ladrillo visto, con adornos de cerámica vidriada sobre las ventanas y los balcones y la rejería eran de fundición en hierro galvanizado. Las puertas y ventanas de madera noble y gruesas contraventanas con un nuevo sistema de cortinillas de madera, para regular la entrada de la luz.
Tenía acceso al nuevo alcantarillado recién construido en la zona y el suministro de agua disponía de una red de cañerías de plomo que ofrecían las mayores garantías de salubridad y durabilidad. Además había sido una gran oportunidad porque los padres del Amo lo habían comprado directamente al constructor que era un conocido de la familia. El precio, al contado, fueron diecisiete mil reales, y siempre estuvieron seguros que era una buena inversión.
La puerta de la calle daba acceso a un amplio portal del que partían tres escaleras. La escalera principal estaba en el centro, era amplia con grandes peldaños de madera y una barandilla de hierro de fundición, pintada de negro, con una bola dorada en el primer barrote, que era más grueso que el resto. Esta escalera daba acceso a las viviendas principales que tenían vistas a la calle, y era conocida por todos como la escalera de los ricos. A derecha e izquierda partían otras dos escaleras que accedían a las viviendas interiores, dos por planta, que eran totalmente interiores, con vistas a un amplio patio de luces. Eran las escaleras de los pobres y también daban acceso a las puertas de servicio de los pisos principales.
El patio tenía unos veinticinco metros de largo por catorce de ancho. El suelo era de grandes baldosas de granito prensado, que tenía un leve desnivel desde el perímetro al centro, donde había un gran sumidero con tapa de hierro fundido para evacuar las aguas pluviales. No tenía ningún otro adorno, como no fueran algunos trastos viejos que lo vecinos iban abandonando a su alrededor, hasta que los retiraban los traperos que pasaban por allí de vez en cuando. No había ninguna maceta que pudiera hacer recordar la naturaleza que poco a poco se iba desterrando del centro de la ciudad.


El piso de Rosa, que estaba en la primera planta de la escalera principal, puerta dos, tenía una salita de estar, un dormitorio principal bastante amplio y dos más pequeños, una cocina, una terracita que se podía usar de tendedero, el retrete y un pequeño recibidor. Los pisos eran de baldosas blancas y rojas colocadas en ajedrez, los techos altos con bovedillas y vigas de madera pintadas en verde oscuro, dos balcones, en la salita y el dormitorio, que daban a la fachada de la calle y las demás habitaciones interiores, con ventanas al patio vecinal.
Se vistió despacio. No esperaba ya la visita de nadie y se puso lo que tenía a mano, sin preocuparse demasiado del aspecto que podría tener. Mulló el colchón de lana y estiró la colcha y las sábanas de la cama que estaba revuelta después de la siesta. Recogió los dos platos, los cubiertos y los vasos y los puso en el fregadero, abrió el grifo pero no salió agua y pensó que era mejor dejarlos para después.
Había sido su primer día con el Amo en Madrid, y era el primer día en el que habían podido refocilarse en la cama sin sobresaltos. Las tres veces anteriores habían sido otra cosa. Hoy, cuando él llegó a eso de las once y media de la mañana, le traía una cajita de polvos de colorete, un pintalabios y un camisón de hilo, dijo que se pintase y se pusiese el camisón, la llevó directamente al dormitorio y la poseyó sin contemplaciones y sin miramientos a su estado. Después de comer, en la siesta, todo fue bastante más pausado y ella llegó a sentir algo que podría llamarse satisfacción. Después él se tuvo que marchar a Recondo, porque nadie sabía que había venido a verla a Madrid.
Ya más calmada, cuando el sol empezaba a esconderse entre los visillos, entreabrió una de las contraventanas del balcón de la salita y se sentó enfrente, en una silla junto a la mesa camilla. Estaba sola y empezó a llorar.




NOTA. La novela "EL AMO", es la segunda parte de "LOS VELOS DE LA MEMORIA", por lo que es aconsejable leerla después de la primera parte. Si no la has leído, puedes hacerlo "pinchando" su portada que aparece más abajo, en el apartado de MIS LIBROS DE FICCIÓN.






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MIS EDICIONES MUSICALES

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SENTIRES. Canta Mª Antonia Moya. Edición remasterizada. 2012. Incluye las canciones siguientes:

AVE MARIA

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De Schubert. Canta María Antonia Moya, acompañada por el Maestro Alcérreca. 2011. Para escucharlo, pinchar en la image.

LA TARARA

LA TARARA
Canta Maria Antonia Moya. Si quieres escuchar la canción, pincha en la imagen

LOS PELEGRINITOS

LOS PELEGRINITOS
La canción de Lorca, cantada por María Antonia Moya, con imágenes de Lucena (Córdoba) Para escuchar la canción pincha en la imagen.

EN EL CAFÉ DE CHINITAS

EN EL CAFÉ DE CHINITAS
La copla de Lorca, cantada por María Antonia Moya, acompañada a la guitarra por Fernando Miguelañez. 1986. Para escuchar la canción, pinchar en la imagen

VERDE, QUE TE QUIERO VERDE

VERDE, QUE TE QUIERO VERDE
Maria Antonia Moya canta el Romance Sonámbulo de Federico García Lorca. Puedes escucharlo pinchando la imagen.

LOS CUATRO MULEROS.

LOS CUATRO MULEROS.
Canta: María Antonia Moya. 1986.Para escucharlo,pinchar en la imagen.

PERFIDIA

PERFIDIA
Canta Maria Antonia Moya, acompañada a la guitarra por Fernando Miguelañez. Año 1986. Para escuchar la canción, pincha en la imagen.

PASODOBLE DE CHINCHÓN

PASODOBLE DE CHINCHÓN
Letra: L.Lezama - Música: Palazón. Canta: María Antonia Moya. 1987Puedes escucharlo pinchando en la imagen

MIS LIBROS DE FICCIÓN. EL AMARGO SABOR DE LAS ROSAS.

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"El amargo sabor de las rosas" Novela. Marzo de 2017

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"Los velos de la memoria". Historia del Solar. Edición restringida de 95 ejemplares. Se presentó el 10.1. 2010.

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Los Velos de la Memoria II. El Amo. Edición digital. 2012.

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