sábado, 17 de abril de 2010

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPITULO VII.

VII

Al año siguiente.


El Consejo Local de Primera Enseñanza, se venía reuniendo una vez al mes. Antes de proclamarse la República, cuando se llamaba Junta Local de Instrucción Pública, apenas si lo hacían dos veces al año y su cometido no era más que los asuntos de orden disciplinario con los maestros. Ahora los representantes de los padres de los alumnos tenían más peso en el Consejo y aunque el Ayuntamiento no había querido nombrar a su representante, las nuevas leyes les conferían poder para intervenir en la política educativa del pueblo. Eso era, al menos, lo que decía la teoría. En la práctica nada, o casi nada, había cambiado. Habían llegado a Recondo dos nuevos maestros enviados por el Ministerio para paliar la penuria educativa del pueblo. Pero el ayuntamiento debía pagar los alquileres de las clases en distintas casas particulares, porque sólo disponían de un aula municipal. Ante la presión que ejercieron los padres, no solo no alquilaron dos nuevas aulas, sino que dejaron de pagar las cuatro que tenían alquiladas, alegando que no disponían de fondos por habérselos gastado en las reformas que se habían realizado en la del ayuntamiento. Los propietarios avisaron al Consejo, amenazando seriamente con no dejar entrar a los niños a las clases.
José García López, era tundidor de paños y dueño del último batán que había quedado en el pueblo. Al no estar el representante del Ayuntamiento fue elegido presidente del Consejo, del que formaba parte en representación de los padres. Era un hombre apacible y educado pero aquella noche había llegado al límite de lo que su paciencia podía soportar.
-No he logrado conseguir del Alcalde ni el compromiso de que van a intentar buscar una solución… Yo presento ahora mismo mi dimisión. ¡Esto es intolerable! Además me han dicho que este año tampoco van a participar en la conmemoración del aniversario de la república, que nosotros podemos hacer lo que queramos pero que con ellos no contemos… y por supuesto, que tampoco disponen de fondos para colaborar en la celebración… El no ha dicho celebración, ha dicho "vuestra fiesta", recalcando bien las palabras….
Don Filomeno, el cura, procuraba siempre mantener un tono de ponderación para calmar los ánimos y evitar enfrentamientos:
-No te pongas así, José. Lo que ellos quieren es que nosotros nos demos por vencidos… Pero no lo van a conseguir… Debemos seguir los cauces establecidos… Si no quieren hacernos casos, lo comunicamos al Servicio de Inspección y que ellos actúen… A ver quién gana al final…
-Usted don Filomeno es amigo de ellos, ¿por qué no intenta ponerles en razón… O es que no quiere que le identifiquen con nosotros?
-No seas injusto Gregorio. Tú mejor que nadie sabes que me la estoy jugando, dejando que mi sacristía sea vuestra estafeta… Hay que seguir teniendo paciencia…
- Lo que pasa es que ellos no pueden permitir que nuestros hijos tengan formación. Ellos pretenden que sean unos analfabetos como nosotros para así poderles seguir mangoneando… Pero que como me llamo Fermín, esto se va a terminar…
Había terminado la reunión y se habían quedado los cuatro en la clase donde se había celebrado la reunión del Consejo. José, Fermín, don Gregorio y el cura. De los asuntos propiamente educativos se llegó a los de política general y al análisis de la situación que se estaba viviendo en el país. Don Gregorio estaba muy preocupado. En las reuniones que mantenía periódicamente con las fuerzas republicanas de Recondo había podido percibir que el grado de exaltación era cada día mayor. Al grupo se iban uniendo cada vez más personas que poco o nada tenían en común con las ideas republicanas. Y el problema es que cada vez tenían mayor poder a la hora de la toma de decisiones. Había advertido un creciente anticlericalismo y una actitud demasiado beligerante contra los que hasta ahora ostentaban el poder.
-Don Filomeno, debe tener cuidado, si esto se pone feo debe marcharse de Recondo. No podemos garantizar su integridad. Hay muchos incontrolados que son capaces de hacer cualquier barbaridad…
- Yo pienso que exageras, Gregorio. Aquí me conocen todos, siempre he procurado ayudar al que lo necesitaba, no creo que nadie pueda querer hacerme daño a mí…
- Que así sea, pero creo que es necesario que consigamos organizarnos y lograr mantener el orden entre los nuestros… En el Ayuntamiento no podemos contar con nadie, aunque han cambiado al alcalde, y parecía que Hipólito era más dialogante, al final siguen mandando los mismos y cada vez adoptan posturas más provocadoras…
Don Gregorio se había hecho maestro por vocación. Por vocación y por tradición familiar. Su abuelo había sido compañero de Francisco Giner de los Ríos y había participado activamente en la creación de la Institución Libre de Enseñanza. Así que el joven Gregorio, cuando terminó los estudios se incorporó a la Enseñanza pasando por distintos pueblos hasta llegar a Recondo, porque él siempre había defendido una escuela en la que se educase a los niños atendiendo a su capacidad, su actitud y su vocación, y no a la situación económica de sus padres.
Cuando se proclamó la II República y se crearon las Misiones Pedagógicas para divulgar la cultura en los pueblos de la España profunda, donde jamás había llegado, pensó que había llegado la culminación de su ideal pedagógico y que sería posible la plena emancipación de las clases oprimidas cuando tuviesen verdadero acceso a la educación. Pero estaba viendo cómo en Recondo se estaban poniendo todas las trabas posible para que este sueño se hiciese realidad. Él como el cura, había llegado muy joven a Recondo.
Durante unos años vivió en la casa de don Ramón y doña Matilde, dos maestros que no tenían descendencia y que le acogieron como un verdadero hijo. Luego se casó con la novia de toda la vida y alquilaron una pequeña casa que intentaron acondicionar lo mejor posible con los pobres emolumentos que recibía del estado y las cada vez más escasas aportaciones de los alumnos a los que impartía clases particulares.
Desoyó los consejos de sus viejos anfitriones y las recomendaciones de su esposa y no se reprimía a la hora de expresar sus ideas, lo que le fue ocasionando demasiadas antipatías, sobre todo, entre la restringida élite local, que se veía acosada por esas ideas revolucionarias del maestro, lo que en la práctica se concretó en una drástica disminución de su alumnado particular. En cambio, era muy apreciado por los alumnos y se había ganado el respeto y la admiración del resto de pueblo. Aunque inicialmente no se había querido implicar directamente en la política, poco a poco se había ido convirtiendo en el ideólogo de las fuerzas republicanas. Era, además, el asesor de confianza de Fermín que le respetaba y nunca tomaba una decisión sin antes consultarla con él.
Tuvo dos hijos y podía subsistir gracias a las habilidades organizativas de su mujer que, además, se dedicaba a coser para lograr un sobresueldo que les permitiese llevar una vida un poco más desahogada. Pero la situación política en Recondo se hacía cada vez más insostenible. Después de casi cinco años desde que se había proclamado la República, nada, o casi nada, había cambiado en el pueblo. Seguían mandando los de siempre, se desoían las órdenes que llegaban desde los Ministerios de la Nación y no se respetaban las leyes vigentes que chocaban con los intereses de los señores. Sin embargo, algo sí estaba cambiando.
Cada vez eran más los que se atrevían a reclamar sus derechos y poco a poco iban consiguiendo que las autoridades tuviesen que atenerse a lo que marcaban las leyes de la República. Efectivamente, hacía seis meses que don Enrique había presentado su dimisión como Alcalde de Recondo. No estaba dispuesto a seguir acatando la normativa que le llegaba del Ministerio de la Gobernación en materia educativa y laboral. Cuando la huelga de los medidores tuvo que ponerse al lado de los trabajadores y quitar la razón a los propietarios lo que le supuso discutir con los que habían sus amigos de toda la vida. Desde entonces no le hablaban ni don Indalecio ni don Atenodoro y había llegado a tener un enfrentamiento en el Casino con Pedrito Rodríguez que le hacía personalmente responsable de todo lo sucedido. Nadie quería asumir la responsabilidad del cargo y después de varias semanas de entrevistas y negociaciones lograron convencer a Hipólito Martínez para que aceptase el nombramiento.
Poli, como todos le conocían en Recondo, era el propietario de la única herrería del pueblo. Todos le consideraban una buena persona, pero casi nadie valoraba su capacidad intelectual. Era rudo y directo, y no se paraba demasiado en pensar lo que debía de decir. No era, por tanto, lo que el cargo requería en unas circunstancias tan delicadas como se estaban viviendo en la nueva situación política. Pero tenía una cualidad que era muy valorada por los que le animaron a aceptar la vara de mando: Era fácilmente manipulable y cuando tomaba una decisión la llevaba a cabo sin importarle lo que pudiesen decir sus oponentes. Además provenía de una familia humilde que con su esfuerzo había conseguido alcanzar una situación económica desahogada y él pensaba que aceptando este cargo conseguiría ser aceptado en la cerrada sociedad de Recondo. Entre los reunidos había un evidente pesimismo y todos temían que se estaba precipitando una situación dramática, difícil de atajar. Fue don Filomeno quien comentó en voz baja, como pensando para sí mismo.
-Las noticias que llegan de fuera son cada vez más alarmantes….Desde hacía unas semanas era el comentario en todos los mentideros del pueblo. Entre los monárquicos se daba como seguro que ya estaba a punto el levantamiento militar. Habían llegado consignas de cómo había que actuar cuando se produjese el golpe. Aquí en Recondo no había que tomar medidas para tomar el poder municipal, porque todos los concejales eran de los suyos, pero había que estar preparados por si había resistencia civil y los republicanos intentaban tomar el poder. Todos disponían de armas de fuego por si era necesario emplear la fuerza.
Aprovechando una junta ordinaria en el local de la Sociedad de Cosecheros, donde estaban reunidos los principales contribuyentes de Recondo, tomó la palabra don Esteban Pelayo, su presidente:
- No tenemos más remedio que afrontar la situación. Desde que Enrique dejó de ser alcalde, la situación se está deteriorando de día en día. Todos pensamos que se va a producir, por fin, el pronunciamiento militar que impondrá el orden y hará volver las cosas a su sitio. Pero, entre tanto, debemos estar prevenidos. Ahora más que nunca debemos estar unidos y evitar que los republicanos se hagan con el poder en el ayuntamiento. Todos asentían, aunque nadie quería significarse demasiado, porque eran conscientes de que al final todo se llegaba a saber en el pueblo, y lo que allí se dijese alguien lo terminaría contando con todo lujo de detalles.
- Conmigo podéis contar, como siempre. Si hay que hacerles frente con las armas, estoy dispuesto a coger mi escopeta para mantener el orden. No podemos permitir que esos muertos de hambre quieran mandar ahora.
- No debemos precipitarnos, Atenodoro. Ya están las fuerzas de seguridad que sabrán mantener el orden. Nosotros, es mejor que nos mantengamos al margen. Al menos, por ahora.
- Yo propongo, que nos reunamos todas las semanas para evaluar los acontecimientos que vayan aconteciendo. Estoy de acuerdo con don Indalecio, por ahora es mejor esperar…
Por su parte, entre los republicanos había preocupación. No disponían de una estructura jerarquizada y no había nadie que tuviese un control efectivo de la situación. La realidad es que, la mayoría de las veces, prosperaban las tesis de los más exaltados.
En un pueblo como Recondo, donde siempre habían mandado los mismos; donde el nivel cultural de la clase trabajadora era prácticamente inexistente, era difícil encontrar personas capacitadas para hacerse cargo de dirigir a las masas que estaban predispuestas a seguir las consignas más revolucionarias sin pararse a medir sus consecuencias.
Personas como don Gregorio, que había luchado por defender el derecho a la educación de todos, o Fermín que desde el partido comunista había intentado inculcar a los trabajadores la defensa de sus derechos sindicales, se veían ahora sobrepasados por jóvenes que habían llegado a la lucha política sin una base ideológica concreta y en los que había aflorado el odio hacia los ricos y un resentimiento anticlerical que muchas veces eran incapaces de justificar.
Posiblemente el mejor ejemplo de esto era, Felipe "el Regalao", el hijo de la tía Genuina y novio de Juanita. Tenía veintiocho años, era jornalero y no trabajaba para ninguna casa en particular. Decían que era buen trabajador pero de carácter exaltado y pendenciero. Tenía facilidad de palabra y una cierta erudición adquirida por su afición a las novelas de aventuras.
Cuando lo de su novia con don Nicomedes, ante la impotencia de poder tomarse la justicia por su mano, se juró que algún día se vengaría. Desde entonces se afilió al partido socialista y fue consiguiendo imponer sus tesis más radicales.
Sólo en una cosa estaban de acuerdo los dos bandos. Si se producía un pronunciamiento militar había que controlar el poder en el pueblo. Había que requisar todas las armas y ponerlas a disposición de los suyos. Y sobre todo, había que poner a buen recaudo a los cabecillas del bando contrario. Y para eso era necesario prepararse y organizar un minucioso plan de acción.

FIN DEL CAPÍTULO.
El capítulo VIII el próximo sábado, dia 21 de noviembre.
¡No te lo puedes perder!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPITULO VIII


VIII

A finales de la primavera del 36.


Aquella noche a finales de la primavera, después de cenar como era costumbre, se reunió la familia en el corredor del patio. Ya se habían marchado los criados y doña Margara había dicho a sus hijos que su padre tenía que darles una noticia.
Dos Nicomedes había estado quince días en la capital. Cuando ya todos estaban sentados, doña Margara salió de su habitación con un cofre de cuero que depositó encima de la mesa, delante de su marido que estaba sentado en la banca de madera. Trescientas setenta y cinco mil pesetas en monedas de oro.
Siguiendo los consejos de su asesor había vendido sus mejores fincas; prácticamente todas las que tenían algún valor. Sólo se habían quedado con la casa de Recondo y algunas tierras, la mayoría de secano, de las que no disponía de las escrituras. El precio había sido sensiblemente más bajo de lo que se podría haber conseguido en situación normal, pero consideraba que había hecho una buena venta. En ese cofre estaba todo su patrimonio. Allí estaban los desvelos de varias generaciones, las muchas horas de trabajo de sus abuelos y, por qué no decirlo, los trapicheos y las artimañas para hacerse con las propiedades y las fincas de los que no habían sabido defender lo que heredaron de sus mayores. Allí estaban también las tierras desamortizadas a los nobles y a las órdenes religiosas que llegaron a sus manos por saber estar en el sitio oportuno y saber comprar las informaciones necesarias cuando era preciso. En el cofre estaba depositada casi toda su vida. Era imprescindible guardar el secreto.
Nadie debía saber que se había realizado la venta. Los compradores eran unos inversionistas que no se harían cargo de la propiedad hasta la sementera del año siguiente y, por tanto, nadie se debía enterar de que ya las fincas no eran de su propiedad. Pero, sobre todo, era de vital importancia que nadie supiese lo del oro. En ello estaba su futuro económico y posiblemente hasta su propia vida. El padre les fue contando cómo la situación política en la capital era extremadamente delicada. Era de dominio público que los militares estaban preparando un pronunciamiento y el gobierno a duras penas lograba mantener el orden.
- No, no es que hayamos vendido las fincas porque pensemos que vaya a haber una revolución. Pero desde que se proclamó la República no se ha dejado de hablar de expropiaciones. Dicen que "el campo para quien lo trabaja" y cosas por el estilo. No podíamos arriesgarnos. Cuando las cosas vuelvan a su cauce, volveremos a invertir nuestro dinero... Y si es necesario nos lo podemos llevar con nosotros...
-Vuestro padre dice que si la situación se deteriora nos podríamos ir a la capital, porque allí nadie nos conoce y podemos pasar desapercibidos... Pero yo no pienso marcharme de esta casa. Lo que hay que hacer es no meterse en líos... Eso va por ti Nicolás... y no entrar en controversias con nadie... Aquí en Recondo se están tomando las medidas necesarias para mantener el orden... Pero, además, ya sabéis dónde están las escopetas de caza y las dos pistolas... si es necesario yo no dudaré en utilizarlas para defender mi casa y mi familia...
El tema y el tono de la conversación contrastaban con la placidez de la noche. Como había refrescado un poco, doña Margara entró a su habitación para coger una toquilla y echársela por los hombros, trajo también otras dos para sus hijas. Era agradable ver a toda la familia reunida. Sacra había traído de la cocina un plato de repápalos y Nicolás sacó la botella de aguardiente. Los hijos no habían entendido muy bien la decisión de sus padres, pero ninguno de ellos se atrevió a dar su parecer. José, por supuesto, tampoco.
Ahora todos, alrededor de la mesa, parecían adorar el cofre lleno de monedas de oro. Nunca habían visto tanto dinero junto.
-Padre, ¿puedo tocarlas?
Aunque la luz del farol no alumbraba demasiado, sí era suficiente para arrancar unos reflejos dorados de las monedas que ejercían una hipnótica fascinación sobre todos ellos. La mayoría eran monedas de 20 y 100 pesetas, con ley de 900 milésimas; las primeras acuñadas en el año 1904 y las segundas en el año 1897, ambas con la efigie de Alfonso XIII. Pero también había monedas antiguas; de cuatro escudos del reinado de Fernando VII, y de dos y cuatro escudos, del tiempo de Isabel II. Todas ellas estaban en perfecto estado y muchas de ellas aparentaban no haber estado nunca en circulación.
Al cabo, doña Margara se levantó, cerró el cofre y se volvió de nuevo a la habitación.
-Está guardado en la caja fuerte, detrás del armario... pero de esto, ya sabéis, ¡ni una palabra a nadie!
La caja la habían empotrado en el muro del dormitorio cuando hicieron la reforma para su boda. Disponía de dos llaves y una combinación que sólo conocían ellos dos y Sacramento, la mayor. Después habían colocado delante un pesado armario de nogal y para llegar a la caja era necesario quitar una tabla móvil del fondo, hábilmente disimulada. Nadie que no conociese su existencia daría con ella. Allí se guardaban la escrituras de las casas y de las fincas, las joyas de la madre y dinero en efectivo que nunca faltaba en la casa. Ahora también las monedas de oro en el cofre de cuero.
En los días siguientes todo pareció calmarse; tanto que los padres consintieron en que Petronilita fuese a pasar la temporada de veraneo a casa de sus padrinos en Denia, un pequeño pueblo de pescadores en la provincia de Alicante. Allí estaría tranquila y podría disfrutar de los baños de mar que tan bien le venían para no constiparse en invierno. Este viaje se venía repitiendo casi todos los años y duraba cerca de dos meses. Solía volver para las fiestas patronales de Recondo que se celebraban a mediados del mes de Agosto. Antes la acompañaba también su hermana, pero desde que ella se casó, hacía ya siete años, iba ella sola a casa de sus parientes. Allí fue donde también Nicolás se recuperó de aquella enfermedad.
Doña Margara siempre mandaba unos presentes para toda la familia, y enviaba una generosa aportación económica, que además de sufragar los gastos de la muchacha era una buena ayuda para la no muy boyante economía familiar de sus primos. Prepararon la maleta con sus ropas y dos días después montaban su padre y ella en el tren que les llevaría a la capital. Después ella cogería el expreso hasta Alicante, donde la esperaba uno de sus primos para llevarla al pueblo con sus padres.
Cuando despidió a su hija en la estación, se fue a casa donde Rosa le esperaba. Esta vez sólo se quedaría un par de días, y a ella le gustaba hacerle agradable su estancia. Rondaba ya casi los sesenta, pero Nicomedes la solía comparar con Margara, y en la comparación salía sobradamente beneficiada la amante, y no solo por los escasos dos años en la diferencia de edad, sino sobre todo porque Rosa había vivido sólo para satisfacerle, se había preocupado de cuidar su cuerpo para que él siempre la encontrase atractiva y como no había tenido que trabajar nunca, había llegado a esta edad con un porte saludable y una figura todavía apetecible para los hombres. Aunque había engordado desde que le llegó la menopausia, su carne todavía era prieta y sabía vestirse con un estilo de elegante provocación que tanto agradaba a su amo. De poco más de metro sesenta y cinco de altura; morena, aunque hacía ya varios años que tenía que teñirse las canas, le gustaba dejar que la melena cayese sobre sus hombros.
Había conservado la mirada pícara de cuando era joven y una simpatía que le había hecho popular en el barrio donde todos la apreciaban. Muy pocos conocían su situación familiar y la mayoría pensaba que su marido debía ser marino o algo por el estilo que le obligaba a pasar grandes temporadas fuera de casa. Sus hijos conocieron la situación cuando tuvieron edad para entender que el señor que llegaba de vez en cuando por casa con regalos para ellos y que se acostaba en la cama con su madre, era realmente su padre, pero que no podía casarse con ella porque tenía otra familia, otra mujer y otros tres hijos a los que nunca habían llegado a conocer. Ahora eran ya mayores y tenían una vida propia. Rosita, la mayor, se había casado hacía cuatro años, aunque su padre no pudo asistir a su boda; a la familia del novio les dijeron que estaba de viaje fuera de España y que le había sido imposible llegar para la ceremonia. Genaro, el pequeño, también se había casado el año pasado con la hija del dueño de la cerería donde trabajaba. Vivían en un pisito que les había comprado su suegro cerca de la Catedral, junto a la tienda de velas que regentaba su mujer.
Desde entonces Rosa vivía sola en la casa que le habían comprado los padres de Nicomedes cuando se quedó embarazada. Entonces se la escrituraron a su nombre; esa había sido la condición, y desde ese momento no le faltó nunca una generosa paga que le ingresaban todos los meses en una cartilla en la Caja de Ahorros. Ahora, desde que sus hijos ya no vivían en casa, las visitas del amo eran más frecuentes. Pero no por satisfacer sus urgencias amatorias como antes, sino porque aquí se encontraba a gusto y tranquilo, y sobre todo sin tener que estar constantemente simulando un personaje que en nada se parecía a su verdadera personalidad. Aquí podía mostrarse déspota, altanero, despiadado, caprichoso, incluso cruel, porque su Rosa le aguantaba todo. Y es que ella se había llegado a enamorar perdidamente de él. Tenía un amor sincero, entregado y servil que nunca exigía nada a cambio. Aquí estaba alejado del ambiente cerrado de Recondo en donde tenía que interpretar el personaje del señor serio y respetable, donde tenía que simular una moralidad intachable, hacer una vida de cristiano piadoso e incluso presidir las fiestas del Santo Patrono de cuya cofradía era presidente.
En ocasiones le afloraban sus instintos y salía a relucir su verdadero carácter lo que en muchas ocasiones le había ocasionado graves enfrentamientos no solo con sus criados sino, incluso, con sus amigos y con su propia familia. Estos incidentes le habían ido granjeando, durante toda su vida, no pocos enemigos, y si todavía algunos le respetaban era más por el miedo que le tenían que por algún sentimiento de afecto. En el pueblo, además, tenía que soportar los "castigos" que Margara le imponía cuando sus desmanes alcanzaban una notoriedad que podía empañar el buen nombre de la familia, como había ocurrido, hacía unos años, con su criada Juanita. Claro que lo que él llamaba "castigos" no llegaban a más de no dirigirle la palabra, esconderle los puros por la noche, cuando no podía salir a comprarlos porque habían cerrado el estanco y nimiedades por el estilo. Tan solo en una ocasión le obligó a dormir fuera de la alcoba conyugal durante dos semanas.
Y es que aquella vez se pasó de la raya. Hacía ya muchos años. Su hija Sacra había cumplido los veinte años y aquella tarde estaba lavándose en un barreño que había colocado en medio de la cocina, para tener a mano el agua que calentaba en el fogón. El había visto los preparativos y se las ingenió para espiarla detrás de una de las ventanas que daba al patio. Aunque no era muy agraciada de cara, estaba desarrollando un cuerpo bien proporcionado del que destacaba un pecho firme y demasiado exuberante para su corta edad. Cuando ella estaba completamente desnuda entró en la cocina y se quedó de pie, mirándola...
-Yo no me tengo que morir sin tocar un día esas tetas tan hermosas que Dios te ha dado...Ella gritó, asustada; llegó la madre y los siguientes quince días él durmió en una cama turca que había en la sala de la planta baja.
Aquí, con Rosa, no tenía que disimular, porque ella era su confidente a la que podía contar todas las aventuras y desventuras de su vida amorosa. Cuando le escuchaba, en vez de sentir celos, se alegraba porque él así era feliz. Además pensaba que ella era la que había salido mejor parada. Su vida había sido plácida, un poco solitaria, sí, pero había podido dedicarse a sus hijos, y a satisfacer a su amo cuando quería venir a visitarla. Y en el fondo, pensaba, que él era un infeliz. Un señorito maleducado, al que sus padres, como nuevos ricos que eran, le habían dado todos los caprichos. Y como lo había conseguido casi todo se llegó a obsesionar con el sexo, que era lo único que sus padres no le podían facilitar. Al principio era insaciable, pero poco a poco, todo empezó a cambiar.
Aún recordaba Rosa aquella primera vez, hacía ya muchos años. Había llegado él con una muñeca y una pelota para los niños. Después de cenar y cuando los chicos se durmieron, ella se puso el camisón transparente que a él tanto le gustaba y se tendió en la cama mostrando toda su exuberante sensualidad. Él se empezó a desnudar contemplándola a la luz tenue de una bombilla sobre la que había colocado un paño rojo, pero, a pesar de su excitación, no logró conseguir una erección en toda la noche.
-No te preocupes, amo, estarás cansado…
Pero en los días siguientes volvió a ocurrir lo mismo. Desde entonces ella tenía que suplir sus insuficiencias orgánicas, aplicando todos los conocimientos amatorios que había aprendido en sus conversaciones con una vecina profesional con la que había hecho una buena amistad.
Años después, él llegó a confesar que sólo conseguía la erección cuando forzaba a las criadas de la casa, y eso no en todas las ocasiones… Lo que él le gustaba era que se resistiesen, que luchasen; sólo entonces, cuando él lograba dominarlas por la fuerza, podía penetrarlas… Con Margara la cosa era diferente. No sabía ya los años que no habían tenido relaciones íntimas… Además ella nunca se atrevería a hacer lo que le hacía Rosa…
- Lo que tienes que hacer es decirle lo que tú quieres… Enseñarla a que haga lo que yo te hago… ¿Por qué esto te gusta, no? Pues enséñala…
Pero eso era poco menos que imposible… ella era su santa esposa y nunca permitiría que se comportase como una vulgar ramera… Eso ni hablar…
Rosa, al principio, le llamaba señorito, pero terminó llamándole amo porque sabía que a él le gustaba y porque era lo que había oído siempre en casa, pues así le decía a su padre su propia madre. Nunca se atrevió a llamarle por su nombre. Pero tampoco permitió nunca que su hija Rosita quedase a solas con su padre.
Esa noche, cenaron en el Riscal. Por la tarde había estado en el Rialto donde daban, en sesión continua, dos películas recién estrenadas, "Morena clara", y "Currito de la Cruz", protagonizada por el famoso torero Antonio García "Maravilla". Terminaron dando una vuelta por la Gran Vía para tomarse un "coctail" en la barra de Chicote. Había que celebrar la llegada del verano y despedirse, porque ya no pensaba volver hasta después de las fiestas patronales de Recondo.
FIN DEL CAPÍTULO.El capítulo IX el próximo sábado, dia 28 de noviembre.
¡No te lo puedes perder!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPITULO IX

IX


Por la mañana, el día 21 de julio de 1936.

Un grupo de unas cincuenta mujeres y no más de cuarenta hombres se había reunido en la plaza; no eran más de las diez de la mañana. Habían acudido a la convocatoria del Comité Revolucionario del Frente Popular de Recondo. Dos días antes, toda la Corporación Municipal con el alcalde al frente, había presentado la renuncia a sus cargos, haciéndose cargo del gobierno municipal los componentes de la lista republicana que se había presentado a las últimas elecciones municipales y que no había obtenido ninguna representación. Como cabeza de lista aparecía Fermín García de la Cruz, más conocido en el pueblo como "El Zapatones". Ante la negativa a continuar en sus puestos los cargos electos, el señor secretario del ayuntamiento dictaminó que esta era la única solución viable a la crisis abierta por la dimisión de la junta de gobierno del ayuntamiento. Aunque se había hecho una consulta al Ministerio, no se había recibido respuesta, ya que los acontecimientos que se estaban viviendo en la capital apenas si permitían a las autoridades a dedicarse a otros asuntos que no fueran los de organizar a las fuerzas armadas para intentar contrarrestar el alzamiento militar.
Por tanto, los pueblos iban quedando en manos de las autoridades locales y en la mayoría de los casos, como estaba ocurriendo en Recondo, bajo la voluntad de los más exaltados. Porque el verdadero poder político y efectivo lo ostentaba el Comité del Frente Popular. Para ellos era imprescindible el control de todas las fuerzas efectivas del pueblo. Se pusieron al habla con el Comandante de Puesto de la Guardia Civil para conocer su posición en la nueva situación política que se había planteado. Aunque confirmaron su total adhesión a la legalidad de la República, se les indicó que debían mantenerse al margen de los acontecimientos y solo actuar cuando fuese requerida su presencia por las autoridades locales, porque no estaban convencidos de que su fidelidad fuese sincera.
Una de las primeras medidas que adoptaron fue requisar todas las armas que estaban en manos de particulares contrarios a la república. Se formó un pelotón de requisamiento que fue pasando casa por casa para que les entregasen voluntariamente las armas de fuego y las escopetas de caza. Si en algún sitio no querían colaborar o estimaban que les ocultaban algún arma, no dudaban en efectuar un concienzudo registro hasta descubrir todas las armas ocultas. Se recogiendo un total de 117 unidades. A continuación se procedió a entregar las armar a los particulares adictos al régimen, principalmente a los afiliados a partidos políticos y organizaciones sindicales, entregándose un total de 198 armas, entre escopetas, revólveres, mosquetones, pistolas, carabinas, tercerolas y fusiles. De esta forma se había organizado un pequeño ejército popular, formado por voluntarios de total adhesión a la república, que no dudarían en usar las armas que había recibido, para defender el orden y mantener a raya a los facciosos partidarios del fallido pronunciamiento militar que habían iniciado varios militares en el protectorado de Marruecos al mando de un joven general llamado Francisco Franco.
Se formaron escuadrones de vigilancia para evitar que nadie saliese del pueblo, con la orden expresa de disparar si fuera necesario. El nuevo alcalde publicó un bando declarando el estado de excepción y prohibiendo la salida del pueblo, fijando que se debían pedir autorización expresa los que quisieran ir a trabajar en la vega que distaba diez kilómetros del pueblo. Los hombres y mujeres congregados en la plaza empezaron con gritos de "vivas a la república" y "muerte a los fascistas" pidiendo la presencia de las autoridades. Desde el balcón del Ayuntamiento el nuevo alcalde arengó a los reunidos y les animó a defender la libertad constitucional republicana. Informó que la insurrección militar había fracasado en la capital y en las ciudades más importantes de la nación, y que sólo había tenido algún respaldo en la zona de Andalucía, pero que se esperaba que breves días las fuerzas leales a la república lograrían reducir a las tropas rebeldes. Poco después salía de la casa consistorial un grupo de voluntarios, fuertemente armados, con pañuelos rojos al cuello, precedidos por una gran bandera republicana que sólo desde hacía dos días había ondeado en el mástil del balcón del ayuntamiento. Hasta entonces las autoridades de Recondo se habían negado sistemáticamente a que la tricolor ondease oficialmente en el pueblo.
Al mando, Felipe "el Regalao" , el hijo de la tía Genuina, un joven jornalero que desde hacía ya cinco años se había afiliado al partido socialista, distinguiéndose desde un principio por sus posiciones radicales, su furioso anticlericalismo y un odio nunca disimulado a los amos.
-¡Al convento... hay que echar del pueblo a los curas y a las monjas..!
Ahora el grupo de manifestantes había crecido considerablemente y por la calle Real se encaminaron hacia el convento de las monjas de clausura. Los gritos contra los fascistas y los vivas a la república se mezclaban con algunos disparos que de cuando en cuando hacían los recién nombrados guardias de asalto. Detrás de las ventanas y tras los visillos de los balcones se podía adivinar a las aterrorizadas gentes de Recondo, que ni se atrevían a salir a las puertas de sus casas.
Llegaron a la puerta del convento. La guardesa salió precipitadamente al oír los golpes violentos del llamador. Quedó aterrorizada al ver las caras desencajadas y llenas de ira de esa gente, a los que conocía desde hacía tiempo, pero que ahora vociferaban y proferían amenazas de muerte contra ella y contra las pobres monjas que desde una de las ventanas de la clausura veían como aquella turba había llegado ya a las puertas del claustro.
-Di a esas mujeres que tienen media hora para salir del convento. Se pueden marchar donde quieran pero que no se les ocurra llevarse nada, porque las vamos a registrar cuando salgan... y tú márchate también si quieres que no te pase nada...
Felipe abrió de una patada la puerta de la capilla. Amparados en el anonimato del tumulto, cada cual iba cogiendo lo que estimaba de valor. Los candelabros de plata y bronce, las vasos sagrados de la sacristía, la sillería del coro; arrancaban los dorados de los altares. Alguien se atrevió a romper la puerta del sagrario y desparramó las ostias por el suelo.
El Remigio se había puesto una casulla dorada y se paseaba haciendo simulacros de bendiciones a diestro y siniestro.
María "la Huertana", una mujer de ya casi sesenta años, se había puesto un hábito de monja y se levantaba los faldones enseñando las bragas, jaleada por un grupo de jóvenes que gritaban a su alrededor. En el centro de la iglesia se iba amontonando todo lo que nadie había considerado de valor. Libros. Sobre todo, los libros. Los de oraciones de las monjas, los breviarios del capellán, pero también los libros de música, incluso algunos antiguos, con bellas miniaturas pintadas a mano, a los que nadie les había dado el más mínimo valor.
Las imágenes de San Francisco de Asís y la de Santa Clara, tallas de madera que podían ser de finales del XVII, rodaron por los suelos y fueron a parar al montón de los desechos. Un crucifico que podía ser de marfil y unos ángeles de escayola siguieron el mismo camino...
Nadie pudo decir, después, quién había encendido la antorcha. Los libros viejos fueron la mejor yesca y a los pocos minutos una pira ardía en el centro de la nave de la capilla que había fundado el señor conde, allá por el año mil seiscientos y pico. Las llamas prendieron en los paños del altar y de allí pasaron al retablo. Las columnas de madera que había diseñado Churriguera parecían que se iban retorciendo cada vez más. El cuadro de la Inmaculada de Lucas Jordán que presidía todo el conjunto, se volatilizó en unos segundos. Poco a poco los asaltantes habían ido saliendo de la capilla para registrar el resto del convento. Las monjas no se atrevieron a coger nada de sus pocas pertenencias y salieron lo más deprisa que pudieron. Varias eran del pueblo y fueron a sus casas, repartiéndose a las hermanas forasteras que no tenían donde ir. Dos horas después la guardesa, su marido y varios vecinos que se atrevieron a llegar al convento cuando se marcharon los asaltantes, habían conseguido apagar el fuego.
Todo era negro por el humo. Todo se había perdido. Imágenes, cuadros, libros, ornamentos, cálices... en fin, todo. En un rincón, ennegrecida también por el humo, una pequeña tabla de unos cincuenta centímetros de ancho por casi un metro de alto, con la parte superior redondeada. Había sido la puerta del tabernáculo y tenía pintado un bello cuadro de Alonso de Arco que representaba al Buen Pastor. Apenas si se veía la pintura pero sólo tenía dañadas algunas partes de los bordes. Felisa, la guardesa, lo limpió con un pico de su delantal y pudo comprobar que iba apareciendo la figura de Jesús y el cordero. Lo abrazó contra su pecho y se lo llevó para esconderlo en el fondo de la alacena de su casa. Para ella había sido un milagro que mitigó el dolor que había sentido viendo todos los incomprensibles acontecimientos que había vivido sin poder explicarse los motivos.
FIN DEL CAPÍTULO.
El capítulo X el próximo sábado, dia 5 de diciembre.
¡No te lo puedes perder!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO X.


X


Ese mismo día, pero a la caída de la noche.

-¡Han matado a don Filomeno!
La noticia iba llegando de casa en casa. Nadie podía creerlo pero no había ninguna duda de su veracidad.
-Ha sido por la tarde. Querían entrar en la iglesia y él se ha plantado en la puerta para impedirlo... alguien ha disparado... y el pobre don Filomeno ha caído mortalmente herido... ha logrado arrastrarse hasta el altar mayor y allí, ha quedado tendido sobre las escaleras... sólo entonces han retrocedido... eran más de cincuenta, pero cuando han visto muerto al cura se han ido marchando a sus casas y han desistido de su intención de repetir en la iglesia lo que habían hecho por la mañana en el convento...
Al mediodía había subido don Gregorio, el maestro, a casa del cura para decirle lo que había pasado en el convento de las monjas y para obligarle a salir inmediatamente del pueblo, porque aquí nadie podía garantizar su seguridad.
- Don Filomeno, no debe ser usted tan terco, tiene que hacerme caso y macharse inmediatamente. Ya he preparado un coche que le trasladará a la capital. Allí tendrá donde esconderse hasta ver si podemos garantizar la seguridad en Recondo. Ahora es muy peligroso que se quede aquí.
- ¿No sois vosotros los que mandáis? Tomar las medidas necesarias para evitar que vuelva a ocurrir lo de esta mañana…
- Esto no hay quien lo pare… Ni Fermín ni yo podemos hacernos con las riendas de los acontecimientos y los más exaltados son los que están imponiendo su voluntad. He llegado a pensar que hasta nosotros mismos podemos estar en peligro si nos oponemos a lo que ellos quieren. No sé cómo va a terminar todo esto.
Pero de nada valieron las recomendaciones de su amigo el maestro. Hizo que su hermana utilizase el coche que le había ofrecido para que ella pudiese llegar hasta su pueblo, donde estaría a salvo y cuando ella se marchó, él se fue la iglesia. Cerró las puertas y fue recogiendo todo lo que iba encontrando de valor para esconderlo en el sótano donde había gran cantidad de chismes y era fácil que pudiese pasar desapercibido. Consumió también todas las hostias consagradas, para evitar que las pudieran profanar y se arrodilló delante del Cristo del altar mayor. Instintivamente hizo un acto de contrición y un particular examen de conciencia donde fue desgranando todo lo que había sido su vida. En el fondo de su alma estaba satisfecho de todo lo que había hecho, aunque pensó que este pensamiento podía ser un acto de vanagloria que podía ser pecado. Dio gracias a Dios por todo lo que le había dado y su espíritu quedo calmado.
Fue entonces cuando sonaron los primeros golpes en la puerta. Golpes y voces que retumbaban en las bóvedas de la iglesia y que parecía iban a derribar la puerta. Abrió la puerta y salió al atrio.
- ¿Qué queréis?, insensatos, ¡esta es la casa de Dios!
Su voz se perdió entre el griterío y, a empellones, le hicieron entrar en la iglesia. Abrieron las puertas de par en par y la turba se abalanzó dentro a pesar de que él intentaba detenerlos con los brazos abiertos.
Entonces sonó un disparo. El cura miró a los ojos de su asesino. Fueron unos instantes. Y en esos ojos vio el odio. Un odio que no mostraba ningún arrepentimiento cuando el viejo cura caía herido de muerte.
-¡Yo os perdono!
Posiblemente nadie escucho las últimas palabras del cura que, a duras penas se iba arrastrando por el suelo hasta que llegó a la escaleras del presbiterio, donde quedó muerto.
Alguien se acercó a él, le tocó en el cuello, y movió la cabeza.
-¡Está muerto!
Todos quedaron inmóviles. Era la primera víctima y era el cura. Y además todos sabían que era una buena persona que siempre les había ayudado. Los de la parte de atrás de la iglesia fueron los primeros en salir, después, poco a poco todos les fueron siguiendo y a los pocos minutos sólo quedaba el cadáver de don Filomeno, tendido boca abajo en las escaleras del altar mayor. Fuera, la mayoría se había ido dispersando y sólo un grupo de los más exaltados había subido a la torre de la iglesia. Cortaron las maromas que ataban las campanas y las tiraron a la calle desde lo alto del campanario. La campana grande, la que se utilizaba en las fiestas patronales, la Navidad, la Pascua y el Corpus Cristi, quedó partida en dos y el badajo se soltó de la campana rebotando sobre el suelo. Las otras dos más pequeñas, las que tañían para avisar el comienzo de los actos religiosos y los entierros, quedaron con grandes rajas que las dejaban completamente inservibles, sólo aptas para ser fundidas de nuevo. Desde abajo, un grupo vociferante de jóvenes, autoproclamados revolucionarios, festejaban la caída de cada una de las campanas, con gritos y vivas a la revolución y mueras a los fascistas y a los militares golpistas. El vino y el aguardiente, que no paraban de pasar de mano en mano, iban apagando los últimos residuos de remordimiento que pudiesen quedar a los que se habían conjurado para limpiar el pueblo de los reaccionarios enemigos de la república.
Los nuevos cargos municipales no eran capaces de controlar a los responsables del Comité Político Revolucionario que estaban decididos a imponer su justicia en el pueblo. Felipe, el Regalao, Isidoro, "Pelopincho", Julián, el "Negro" y Joaquín el Mangas, formaban la cúpula ejecutiva del Comité Político y habían planificado su plan de acción, sin tener en cuenta las recomendaciones de Fermín el Alcalde y de don Gregorio, el maestro, que intentaban infructuosamente controlar los acontecimientos y habían llegado, incluso, a amenazarles con denunciarles ante las autoridades gubernamentales.
Los del Comité sabían que su capacidad de maniobra sería escasa cuando se normalizase la situación. Por lo tanto era necesario moverse con rapidez para poder consumar sus venganzas personales lo antes posible.
-El primero debe ser don Nicomedes, el del Solar. Ese cabrón tiene que pagar por lo que le hizo a mi novia…
-A tu novia y a otras más… esta noche hay que hacerle pagar por todas sus fechorías…
-Luego también don Enrique, el antiguo alcalde…
-Y don Atenodoro, el administrador de Correos., que le debo quinientos reales y así saldo la deuda…
-Vamos a sus casas, hay que cogerles desprevenidos…
Había pasado ya la medianoche. Escogieron diez guardias de asalto de total confianza, les facilitaron armamento y munición suficiente, les dejaron muy claro que nunca deberían contar a nadie lo que viesen esa noche y salieron camino de la calle Grande para detener a don Enrique. No había nadie por la calle. Cuando se iban acercando a la puerta, colocaron a varios guardias en las esquinas para evitar que nadie pudiese acercarse de improviso. No había ninguna luz encendida en la casa. Dieron varios golpes con el llamador, sin recibir ninguna respuesta.
-¡Abran la puerta si no quieren que la derribemos...!
No contestó nadie. De nuevo se repitieron las llamadas, ahora también con la culata de un fusil, pero con el mismo resultado.
Alguien acercó un hacha y una barra de hierro. A los pocos minutos la puerta estaba descerrajada y los cabecillas con cinco guardias de asalto entraron en el zaguán de la casa. Todo estaba completamente a obscuras. Dieron al interruptor de la luz que había cerca de la puerta. Se encendió una bombilla en el portal y otra en el inicio de la escalera que subía a la planta de arriba, pero seguía sin haber ni rastro de los propietarios.
Cuando se cercioraron que no había nadie en la casa, encendieron todas las luces para hacer una concienzuda búsqueda de todo lo que pudiese haber de valor. No había duda que los dueños habían abandonado la casa precipitadamente porque se habían dejado prácticamente todo. En los cajones de la cómoda encontraron las joyas de la señora. Había dinero en un cajón de la mesa del escritorio de don Enrique… cubiertos de plata, candelabros de bronce y figuritas que podían ser también de plata… El hacha que les había servido para romper la puerta, la emplearon también para destrozar los muebles del comedor y del dormitorio. Con los papeles hicieron un montón en medio del patio y lo prendieron fuego…Allí habían terminado y había que continuar, porque la noche era corta y la tarea larga. Cuando salieron de la casa, en el centro del patio sólo quedaba un pequeño rescoldo con las brasas de la hoguera que estaba a punto de apagarse.
Decidieron dividirse para terminar antes con las detenciones y evitar que se pudiesen avisar unos a otros. Para unos la siguiente parada era la Administración de Correos, los otros se dirigieron a "el Solar".
Estaba cerca de la plaza, pero cuando la cruzaron tampoco había nadie. Sin duda que la mayoría de los habitantes de Recondo esa noche no iban a dormir pero estaban encerrados en sus casas, intentando adivinar lo que pasaba al otro lado de las puertas y de las ventanas.
-Hay que impedir que huyan… Vosotros dos, id por la calle de atrás para evitar que puedan salir por la puerta falsa…
Los golpes de la aldaba resonaron en todo el caserón. Allí tampoco respondía nadie ni había ninguna luz que delatase actividad dentro de la casa. Un guardia de asalto llegó corriendo desde la calle de atrás…
-¡Se escapan por las tapias de la corraliza, venid todos, corred...!
El hijo había sido el primero en saltar la tapia por la esquina más distante de la puerta falsa, y corrió despavorido hasta perderse en la oscuridad de la noche, sin esperar a que su padre pusiese los pies en el suelo…
-Dejad que se marche, el que nos interesa es el viejo…Don Nicomedes se había quedado subido a la tapia sin atreverse a saltar hasta la calle. Para subir desde la corraliza habían utilizado una escalera de mano, pero ahora no tenía más remedio que saltar. Por aquella parte, la tapia no llegaba a los dos metros de altura. Intentó volverse hacia su casa pero uno de los guardias de asalto le cogió por un pie para impedírselo. Tiraron de él y cayó a la calle golpeándose la cara contra las piedras de la acera, aunque el golpe se amortiguó al caer primero sobre el brazo y la rodilla izquierda.
Dentro aún quedaban doña Margara y su hija Sacramento. José, su yerno, había salido al anochecer a casa de sus padres y no había podido regresar a "el Solar" por miedo a las patrullas de milicianos que patrullaban el pueblo.
Las dos mujeres quedaron en silencio, al otro lado de la tapia, sin atreverse a asomarse para ver lo que ocurría en la calle. El viejo, sangrando por una brecha que se había abierto en la ceja izquierda y cojeando por el golpe que había recibido en la rodilla, fue maniatado y así conducido hasta la cárcel que desde hacía unos días se había convertido en la checa del pueblo.
Allí estaba ya don Atenodoro, maniatado y lloroso, aunque aún no tenía ningún signo de haber sido maltratado. En una de las habitaciones se oía el murmullo de conversaciones que a veces subía de tono y se escuchaban voces llamando al orden a los que debía estar allí reunidos. Allí estaban Fermín, don Gregorio, y todos los componentes del Comité Político de Recondo.
- Esto no lo vamos a consentir. Lo de esta mañana en el Convento y lo del pobre cura es intolerable. O deponéis vuestra actitud y os atenéis a las leyes de la República, o tendremos que tomar medidas contra vosotros.
- Aquí manda el Comité Político. Lo dicen bien claro las normas recibidas del Partido. Si tú, Fermín, no estás de acuerdo, presentas la dimisión como alcalde y te marchas a tu casa. Y tú, camarada Gregorio, lo mejor que puedes hacer es dejarte de poliquiterías y aceptar lo que nosotros digamos. Y si no estás de acuerdo… pues te marchas a tu casa y nos dejas en paz, si no queréis correr vosotros la misma suerte que estos cerdos fascistas…
- Pero es necesario hacer las cosas de acuerdo con la Ley. Si ellos son unos traidores que han intentado sublevarse contra la Patria, se les juzga, y cuando se les condene, se ejecuta la sentencia… Pero nosotros debemos respetar la Ley…
- ¿Respetar la Ley con ellos, que nunca la han respetado? Ya era hora que a estos cerdos les llegase su San Martín… y ahora van a pagar por todo lo que nos hicieron a nosotros durante toda la vida.
- ¿Qué pensáis hacer con esos que habéis traído?
- Mejor es que no lo sepáis, lo mejor que podéis hacer es marcharos a vuestras casas… dejadnos solos… si no veis lo que pasa, no tendréis remordimientos… porque ahora, parece, que os habéis olvidado de todo lo que decíais no hace mucho tiempo…
Los dos se marcharon. Sabían lo que iba a pasar; no estaban de acuerdo, pero no se atrevieron a enfrentarse con sus camaradas que estaban decididos a zanjar, de una vez por todas, los viejos agravios que habían tenido que sufrir de los que ahora tenían detenidos.
Durante veinte interminables minutos habían dejado solos a los dos detenidos, atados a la silla donde estaban sentados. Ninguno de los dos se había atrevido a decir nada, tan sólo se miraban trasmitiéndose todo el horror que estaban sintiendo en esos momentos.
-Tú, "señorito" Nicomedes, vas a ser el primero… ¡Traedle a la sala de interrogatorios!
Felipe el "Regalao", había dado la orden que los dos guardias que le acompañaban cumplieron inmediatamente.
Lo que llamaba sala de interrogatorios era un pequeño cuarto de no más de diez metros cuadrados, sin ventanas, y con solo una puerta metálica de entrada. Había una bombilla con una tulipa colgada del techo, una mesa con un flexo encima, a la izquierda de la entrada, detrás un sillón de madera, y una silla en el centro de la habitación.
-Desnúdale y nos dejas solos…
Aunque era pleno mes de julio, y durante todo el día había hecho mucho calor, ahora en aquel cuartucho lóbrego hacía un poco de fresco, o eso al menos es lo que sintió don Nicomedes cuando se quedó totalmente desnudo, con las manos atadas a la espalda, y de pié junto a la silla del centro de la habitación.
- Bueno, bueno, señorito…
Felipe desenfundó un machete que llevaba colgado al cinturón, lo dejó sobre la mesa y encendió un cigarrillo. Se acercó a él y le soplo el humo a la cara.
-Ahora me vas a contar a mí lo bien que te lo pasaste con mi novia aquel día en tu casa… Me vas a decir lo buena que estaba, lo que te gustaron sus tetas… y cómo te la tiraste… Porque te la tiraste, ¿verdad?
- Por Dios, Felipe, yo no la hice nada…
- Pues no es eso lo que contabas en el Casino… Y además yo no creo en Dios, por lo que me lo tendrás que pedir por otra cosa, si quieres que te deje marchar…
- Por lo que más quieras… Te puedes quedar con la finca que quieras… pero no me hagas daño… ¡por favor!
Había levantado el foco del flexo iluminando su cara. Durante todo el tiempo no paraba de dar vueltas a su alrededor jugueteando con el machete que de vez en cuando acercaba a la cara del viejo.
- La verdad es que estoy por creerte, porque "eso" ya no te debe servir para nada… Y las cosas que ya no sirven… lo mejor es tirarlas…
Sin apenas terminar de hablar, de un solo tajo del machete seccionó todo su órgano viril. Sus gritos se oyeron en todo el edificio de la cárcel, pero nadie entró en el cuarto donde estaban los dos hombres. Cayó al suelo sobre el charco de sangre que manaba con abundancia de su herida. Con el machete también le cortó la cuerda de sus manos y le tiró encima su camisa.
- Tapónate la herida, si no quieres desangrarte…
Apagó las luces y salió de la habitación, dejándole solo, tendido en el suelo y retorciéndose de dolor, pero ya sin apenas fuerzas para seguir gritando. Nicomedes oyó el cerrojo al cerrarse por fuera y a partir de ese momento, totalmente a obscuras no supo el tiempo que iba trascurriendo, traspasado por el dolor que sentía y por la debilidad que se iba apoderando de él por la pérdida de sangre que aún notaba que salía de la herida. Aunque durante su vida apenas si había rezado, ahora se acordó de Dios. No para pedirle perdón ni clemencia porque pensase que iba a morir, sino para recriminarle por haberle abandonado. ¿Qué clase de Dios era, para permitir que esos rojos ateos se ensañasen de esa forma con un buen cristiano, que durante toda su vida había cumplido con los principales mandamientos de su Iglesia…? Iba a misa los domingos, comulgaba por la Pascua… incluso hacía obras de caridad cuando llegaban las Navidades… y era el presidente de la Cofradía del Santo Patrono del pueblo… No había derecho… no podía ser que su Dios le hubiese abandonado… Era verdad que en ocasiones había impuesto su voluntad a los demás, pero eso no era más que la constatación de la superioridad que el mismo dios le había otorgado haciéndole superior a la mayoría de mediocres que le habían rodeado durante toda la vida. No podía entender que esto le pudiese estar ocurriendo a él…que tenía la costumbre de regalar una finca a los criados de la casa cuando se iban a casar… como le habían enseñado sus mayores… Dios se debía haber vuelto loco…
Mientras tanto, Julián "el Negro", se había encargado de ajustar sus cuentas con el otro detenido. Estimó que con un par de golpes por cada duro que ya no le tendría que pagar era más que suficiente. El pobre don Atenodoro quedó también solo y maltrecho en otra de las dependencias de la checa, desde donde había podido escuchar los alaridos de su compañero de cautiverio.
- No podemos dejar rastro de lo que ha pasado. Tenemos que matarlos. Si les dejamos vivos, mañana vamos a tener que dar demasiadas explicaciones… Lo mejor es terminarlo todo esta noche…
Mandaron traer un camión y subieron a los dos detenidos. El Administrador de Correos quedó horrorizado cuando pudo comprobar lo que habían hecho a su amigo, que apenas si se tenía en pié y no paraba de quejarse. Vio como salían del pueblo y se dirigían hacia el camposanto. Cuando estaban a poco más de cincuenta metros de la puerta se detuvieron.
A él le bajaron primero. Un tiro seco, bocajarro en la cabeza, terminó con su vida y su cuerpo se desplomó quedando tendido sobre el polvo blanco del camino.
- Al otro, todavía no, antes vamos a darle un paseo… como a él le gustaba darlos con su tílburi…
Le bajaron a duras penas del camión, le ataron los pies al extremo de una cuerda, sujetando el otro extremo al eje del vehículo.
- ¡Písale a fondo!
Durante doscientos metros el cuerpo del infeliz fue dando saltos, rebotando en los lindazos y con las piedras que había a lo largo del camino. Cuando el camión llegó de nuevo junto a la puerta del cementerio el cuerpo ensangrentado de uno de los señores más importantes de Recondo todavía presentaba alguna leve señal de vida.
- ¡Déjale que sufra un poco más! ¡Que tenga tiempo para pensar en todas las mujeres que violó, en todos los pobres de los que se aprovechó, en todo lo que deja aquí, porque ahora ya no se puede llevar todo lo que robó durante toda su vida. Pero
"El Mangas" se apiadó de él y de un disparo le voló la tapa de los sesos. Estaba amaneciendo. Los cuatro hombres habían terminado de cubrir el hoyo que habían abierto junto a la tapia del cementerio. Pusieron unos matojos de broza encima, para disimular la tierra removida, y cuando entraban en Recondo escucharon el primer canto de un gallo en aquella calurosa mañana de finales de julio.
Felipe, por fin, podía descansar tranquilo porque había hecho justicia y había degustado el sabor de la venganza…el dulce sabor de la venganza.

FIN DEL CAPÍTULO.El capítulo XI el próximo sábado, dia 12 de diciembre.
¡No te lo puedes perder!

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