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miércoles, 13 de julio de 2016

DOS EPIGRAMAS, DOS


La Plaza Mayor de Chinchón. de Teppei Sasakura


¡LA MÁS BONITA
DEL MUNDO!

Dicen, quienes la conocen,
Que la Plaza de Chinchón,
Entre todas las del mundo,
Es, sin duda, la mejor.

Es escenario de cine,
Famoso coso taurino
Comedor de restaurantes...
Punto de encuentro de amigos.

Pista de baile en las fiestas,
De las procesiones, broche,
Sala de juegos de niños...
Bar de copas por la noche.

Pero a diario se queda,
Lo digo con sentimiento,
En vulgar aparcamiento
Reservado para coches.



ENVIDIA.

Ando medio enamorado
De una mujer singular,
Aunque opinan mis amigas
Que me vuelvo a equivocar.

Dicen que es cejijunta,
Algo bizca y con bigote,
De cara, poco agraciada;
De tipo, parece un saco,
Pues no es alta ni delgada.

En el andar, poco airosa,
Contrahecha, patizamba;
Mucho genio, mal carácter
Y, más bien, poco graciosa.

Poco clara en el hablar,
Porque se atasca y cecea;
Lo que les lleva a olvidar
Que una mujer, aunque fea
Suele tener su atractivo,
Pues la suerte que ella tiene,
Las más guapas la desean.


jueves, 18 de febrero de 2016

MIS LIBROS DE RELATOS.





Posiblemente, donde más cómodo me sienta, como escritor, es haciendo relatos cortos, pequeños cuentos, que se me van ocurriendo, y después los voy publicando en el blog. 
Antes, porque a mi me gustaba escribir desde pequeño, los iba guardando en cuadernos y carpetas, y es posible hasta que alguno de ellos se me llegase a perder.
Y es que se me ocurren muchas historias, y es que hay que pensar que la mente humana se comporta muchas veces de forma extraña. A lo mejor la de todos no, pero la mía, sí.
Cuando me siento delante del ordenador, y hay en la pantalla un documento de Word en blanco, a veces que se me ocurren cosas muy raras, que no sé quien me las puede poner en la cabeza, y entonces las escribo, y cuando termino casi no las reconozco, me parece que las hubiera escrito otra persona o que mi mente estuviera abducida por alguien demasiado loco o con una imaginación desmesurada.
Yo, cuando ocurre esto, procuro poner un poquito de humor, o una pizca de ternura o un pellizquito de sensibilidad, para que esas cosas tan inverosímiles tenga su algo de atractivo.

Y después, incluso, parece que no me quedan mal del todo. En ocasiones he mandado algunos de estos cuentecillos a certámenes literarios y ¡hasta me los han premiado! Que es lo que yo me digo: ¡Hay gente “pa to”!



Con estos relatos o pequeños cuentos, he ido, con el tiempo, haciendo varias recopilaciones. Son de temas muy variados y no he llegado a publicar ninguno de ellos. Pero si queréis conocerlos, todos ellos están en este blog del Eremita. Sólo tenéis que "pinchar" en las "portadas" que están en el margen izquierdo y podréis acceder a ellos.
Incluso, a lo mejor, hasta os gustan.
Eso espero.

lunes, 4 de enero de 2016

"LÍNEA 10 [HORMIGAS AFRICANAS]" DE ANDRÉS MORALES ROTGER, PRIMER PREMIO DEL CONCURSO "RAFAEL MIR" DE CÓRDOBA.




Mi amigo Andrés Morales Rotger, del que ya he publicado alguno de sus escritos, ha conseguido el primer premio en el Concurso de Relatos “Rafael Mir” de Córdoba, con este relato titulado LINEA 10 (HORMIGAS AFRICANAS). Os le ofrezco para que también vosotros seáis partícipes de este bella historia.









Un collar de cauris vale en el top manta de la línea naranja 90 céntimos. Un libro de iniciación a la lectura 18 euros. Sin tener en cuenta el valor de la inversión, Seydou Traoré tendrá que vender 20 collares para adquirir un libro.


Se postra de rodillas, toca con las palmas la humedad del pavimento y hace el gesto de pasarse la palma de una mano sobre el dorso de la otra, como si se estuviese lavando. Seydou Traoré purifica su rostro con esa agua lustral que le regala el rocío y levanta ambas manos a nivel de los oídos. Vuelve las palmas planas al cielo abierto; los dedos juntos. Sin duda Al-lah escucha a quien lo alaba. Allí, pegado a las escaleras de la línea 10 es el lugar ideal para que Seydou extienda su manta de motivos étnicos; de negros y grises y blancos africanos. De brazaletes y collares y ajorcas y zarcillos hechos de nostalgia y conchas de cauris ensartadas con pelo de elefante.
—Es imposible sobrevivir aquí sin saber leer —Tongo Bagayoko, negro de trencitas rastafari, zapatos sin cordones y un irrebatible y arrogante destello de altivez en el rostro, se ofrece para enseñarle a leer—. Es como seguirle el rastro a las hormigas, Seydou: aprenderás rápido.
Tongo Bagayoko vivía a orillas del Mayo-kebbi, a siete veces siete tiros de flecha de Seydou Traoré. Pero el día en que, por arponear un pez ballesta, el río Mayo lo engullera en sus aguas más oscuras, Bagayoko interpretó que el alma del río lo repudiaba. Conque vendió su canoa, le regaló a Seydou el arpón y la pértiga, se despidió de sus padres y abandonó la aldea en busca de alimento. Tenía pocos años, mucha hambre y unas prodigiosas dotes para amenizar los festejos con ese lirismo tribal y salvaje con que palmeaba el tambor. A cambio de un camastro y dos comidas lo contrataron de vacíaceniceros en la boîte de un céntrico hotel en Bamako. Pero dos años después, a consecuencia de la revuelta del 21 de marzo, el hotel fue arrasado por las milicias y la sala de fiestas reconvertida en cantina para las tropas. Del desastre, Tongo Bagayoko pudo salvar una chaqueta naranja, un calzón a listas anchas y un saxo soprano que abandonara a la carrera la orquesta del hotel. Y con el dinero y los víveres que pudo reunir se embarcó de polizón en un contenedor vacío. Tenía 17 años y un nuevo nombre: a partir de entonces se haría llamar Mongo. Mongo que según él significa enorme. Soy enorme en lo mío, aclara al referirse a su música negra. Él es Mongo, Mongo Jerry.
—Mucho barato, uno euro. —Un dinosaurio y un niño se han detenido frente a la manta. El niño señala un collar sin soltar el dinosaurio, fascinado por el reflejo fragmentado de los cauris; esas conchas africanas que en el Sahel sustituyen a las monedas en el trueque. La madre apremia al pequeño dinosaurio—. Sólo 90 céntimos para ti, ¡escucha!
—Escucha bien, Seydou —el hermano Mongo, el mejor hermano de sus mil hermanos abre la primera página del libro de iniciación a la lectura—: la eme con la a se pronuncia ma.


Como Maryama, la viudita con quien Seydou Traoré se cruzaba cuando bajaba al río, portando sobre el cojín de cuero una vasija en la cabeza. Maryama, la viudita virgen, cuarta esposa de un veterano pescador que falleció la noche de bodas por un exceso de savia de palma, de estofado de cabra, calabazas humeantes de arroz y mojama triturada de pez ballesta; ese polvo de pescado seco tan apreciado por los hombres de río para el fortalecimiento del impulso seminal. La eme con la a, ma. Como Maryama, la viudita del pescador que falleciera en su desaforado intento por encontrar ese pececillo que ocultaba su esposa junto a la ingle. Por su desenfrenado empeño en no dejar espacio sin recorrer, rincón sin acariciar, fibra sin lamer, secreto sin profanar en busca de ese tatuaje en forma de pez de la recién casada. Lo mató su empeño y el exceso de ungüento de pez ballesta en su pene hinchado. Lo mató eso. Eso fue lo que lo acabó, por más que las mujeres del poblado comentaran a la luz de la lumbre que Maryama se desnudaba en la ribera las noches sin luna, cuando el pez ballesta salta del río y se transforma en un príncipe de piel blanca, cabello rubio y una luz gris azulada en los ojos. Por más que comentaran que el Príncipe le secó el alma al viejo para robarle la muchacha. Pero Seydou no cree en rumores. Yo no creo ni en príncipes ni en cuentos de hoguera.
—Hago yo todo con manos mías; uno euro. —La usuaria de la línea 10 se prueba el zarcillo izquierdo. Elegancia y equilibrio en los gestos, alguna duda, ropa impecable, probablemente muy cara, se mira, se estudia en un espejo que Seydou le tiende, decide probarse la pareja del zarcillo, manos largas y estrechas, aspecto muy cuidado, son sencillos pero exóticos, cumple 67 y es de una belleza inquietante, muy muy sencillos—. Sólo 90 céntimos para ti, último precio.
—Es muy sencillo: como ensartar un collar de cauris, como ensartar un pez ballesta, como seguirles el rastro a las hormigas legionarias. Atiende. —Seydou Traoré tiene la mirada cautiva de las palabras del hermano Mongo. Nada le ilusionaría más que interpretar en qué se traduce esos rastros de hormigas sobre el papel. El mejor hermano de sus mil hermanos que faenaban en el Mayo-kebbi despliega el libro y lee lentamente—: la ere con esa letra viperina como lengua de serpiente se pronuncia ry.
Suena como Maryama. Como cuando Seydou conjugaba su nombre. Siempre en los labios, como cuando regresaba de la pesca y ella bajaba por agua; cuando el calor empezaba a quemarle la mejilla izquierda y la luz era un cristal azul en el cielo. Con el sol todavía horizontal el pescador ha reconocido la cántara de Maryama aproximarse, la decisión de unos pasos por la tierra roja y fría y húmeda aún; recta como un mástil. Así eran las cosas por entonces: el sol sangrante del amanecer, la muerte flotando en el aire del morral donde agonizan los peces, la cántara de agua sobre un cojín de sueños, la prohibición de abordar sin más a una mujer, la mucha sed de Seydou Traoré, la mucha sed que le provocaba el cuerpo de la viudita, la desnudez negra y brillante de su piel, las pesadas bolas de ámbar entre los pechos, su simpatía altanera y los labios levantados, como ofreciéndose a la espera. Así eran las cosas durante el día. Pero en las noches sin luna, no. Con la luna nueva los hombres no se hacen a la pesca. Tampoco las mujeres acuden al río si no les apremia la necesidad de agua. Aun así, unos pies descalzos se encaminan a la ribera portando sobre el cojín de cuero una vasija en la cabeza. En un tramo de playa se arrodilla en la arena y deposita la cántara. Acto seguido se despoja del bubú; ese a modo de pareo policromado que lucen las mujeres del Sahel. Hace acopio de agua ahuecando las dos manos y bebe tres veces. Después se refresca las mejillas, los pechos, el vientre. Maryama se tiende como una venus de ébano junto a las aguas, deseosa de entregarse una vez más a la procacidad del pez ballesta, del cual dicen se manifiesta en forma de hombre blanco a quien se atreve a desvestirse cuando el agua corre oscura. Sin temer a las sombras pobladas de gritos, Maryama espera al príncipe de piel blanca, cabello rubio, y esa luz gris azulada en los ojos con que lo describen aquellas que lo vieron. Y lo espera sin miedo porque en la noche africana los animales y los dioses actúan y aman como cualquier miembro de la aldea. Pero Seydou Traoré no se inquieta. Es un hombre que nunca se ha cuestionado la afición de la viuda por dormir desnuda las noches sin luna. Seydou está enamorado. Y los enamorados no se cuestionan según qué cosas.
Así eran los días y así eran las noches a orillas del Mayo-kebbi.


—No plástico. Todo conchas del desierto; uno euro. —Él y ella son los últimos de la última entrega del metro en aparecer por la boca de la L10. Él, setenta y dos, pensionista; disfraza la flojedad de piernas mirando de frente y alto; se vence hacia la manta haciendo un esfuerzo. Ella, agarrada a la bolsa de la compra, peinado corto, ahuecado, rulero; le increpa al hombre por perder tiempo revolviendo collares y pulseras, como si se hubiese echado una amante a su edad, hombre de Dios, para qué quieres tú unos zarcillos africanos—. Hoy vendo barato, dejo a 90 céntimos; para señora.
—Y ahora presta atención, Seydou —el único hermano de sus mil hermanos que viste chaqueta naranja y calzón a listas anchas se vence hacia la manta sin esfuerzo, flexible, para mostrarle a Seydou Traoré el libro de lectura—: la a y la ma ya las conoces. Juntas se leen ama.
Las letras finales de Maryama. Porque al final Seydou decidió esperar como una sombra a que la aguadora cruzara frente a él, al igual que hicieran desde hace mil eternidades los hechizados de amor. Y así ha sido desde siempre, porque el agua y la mujer son fuentes de vida. Por eso en el Sahel la mujer debe ser abordada cuando baja por agua a la orilla. En cualquier otra circunstancia son totalmente inaccesibles. Y por eso hay una sombra que aguarda la mirada transparente de la viuda y su vasija de agua; que se debate entre el temor y la esperanza con intención de regalarle el refrescante fruto del baobab, un obsequio interesado con sabor a mezcla de melón y miel, a cambio del cual, Seydou pretende que la muchacha le sacie esa sed que nadie sino ella le provoca. Junto a algún camino o árbol del recuerdo Seydou Traoré espera la mirada de unos ojos habituados a los colores calientes. Contiene el aliento. El tiempo se vuelve silencio mientras la pesada bola de ámbar se pierde entre los senos de Maryama. Contiene el aliento y espera. Acaricia el cintillo de la buena suerte que trae en el pulso a fin de forzar el destino. Seydou Traoré necesita beber agua buena de Maryama, le suplica, le ruega, le pide, le exige, le suelta como un zarpazo de león en medio del silencio. Tiene sed. Tengo sed. Y a este silencio le sigue otro silencio. El silencio de la savia corriendo por las ramas más bajas del baobab, de los aullidos de un mono, del pájaro Kalao cuyo concierto desconcierta a Seydou hasta el punto de no escuchar sus propias palabras. Seydou Traoré tiene mucha sed. Tengo sed, repite hasta conseguir escucharse a sí mismo. Y el asombro le asoma a los ojos al comprobar que la cuarta viuda del pescador le permite alzar los brazos, robarle la cántara, y saciar con su agua esa sed inextinguible que lo estaba consumiendo. El agua buena de Maryama en la boca, el agua de Maryama en los labios, el agua salpicándole los párpados. Seydou levanta la cara y mira a la muchacha de frente. Y sin dejar de mirarla, derrama el resto de agua, separa las manos y deja que la vasija se astille contra el suelo ante la sorpresa de los árboles desnudos. El tiempo se detiene con una gota de agua a punto de saltar de las pestañas. No hay vuelta atrás: Seydou Traoré ha roto la cántara de una mujer y antes de que se apague de nuevo la luna debe pedirla en matrimonio. Estoy obligado, Maryama.
—Barato, barato, barato. Mucho barato: sólo uno euro. —La melena de una mujer casi guapa se queda a curiosear junto a la manta. Trenca camel. Piernas insolentes, fibrosas, con una cicatriz en la rodilla. La chica casi guapa y su mochila de estrellas no consiguen evadirse de los hipnóticos destellos del nácar. La chica de la cicatriz le pregunta si tiene zarcillos decorados con delfines blancos—. Tú mira todo. Yo sólo conchas de cauris: 90 céntimos.
—Ahora tú solo; lee. —Mongo Jerry, el primer hermano de sus mil hermanos que huyera de la aldea y desembarcara con un saxo soprano en los jardines de Al-lah le anima a intentarlo—. Si unimos los rastros, las hormigas legionarias nos dibujarán su nombre completo: Ma·ry·ama.
Estoy obligado, Maryama. Estoy obligado, padre. Seydou Traoré sigue día tras día el rastro de la viudita. Pero se engaña: la cántara sólo se rompe una vez y, mal que le pese, ella es viuda. Lo enseñan las palabras con conocimiento de los ancianos. Se lo recalca su padre: Maryama fue la cuarta esposa de un veterano pescador. Se lo recuerda sin miramientos ni sonrisas: una viuda que consuela su soledad en el río. Seydou desvía la mirada y vierte dzan en el cuenco. La bebida le baja amarga al corazón. Echa más savia fermentada de palmera al cuenco y lo escupe a los cuatro vientos, a fin de obtener de sus antepasados la bendición para abandonar la aldea. Aprieta fuerte los párpados. Llora despacio. No hay elección: el tiempo entre él y ella quedará sin inaugurar. Tal vez sea bueno que llore. Porque antes de que la luna se apague de nuevo se despedirá de Maryama, le confiará todo su excedente de amor en un beso y partirá hacia un piélago de islas cercanas a la costa africana. Y de allí, con la ayuda de Al-lah —exaltado sea—, irrumpir en el azar de otro tiempo y otro continente, dejando atrás el ruido que hace la vida al alejarse de ella.
—Tú guarda dinero tuyo —el revuelo de una falda se detiene con intención de comprar. Pero Seydou Traoré ya ha doblado la manta de motivos étnicos y se dispone a cargar la mochila de brazaletes y collares y ajorcas y zarcillos hechos de nostalgia y conchas de cauris ensartadas con pelo de elefante. Orienta el cuerpo en dirección opuesta a la puesta del sol; las manos ligeramente alzadas, cruzadas delante del pecho, y recita la oración del atardecer ante el aleteo de unos párpados, la mirada confusa, el pelo mojado y un rostro de mujer sin maquillar. Bahá'u'lláh. Nada sucede si no es por Su voluntad—. Seydou no nada vende después de rezo de oración.
El sol se recoge, la añoranza aumenta y las heridas sin cicatrizar quedan encerradas entre los paréntesis del tiempo. De bajada a la línea naranja se encuentra con el aliento cálido de la estación y con el empuje desconsiderado de cuatro jóvenes sudaderas de algodón, calzón de camuflaje y página de sucesos, que saltan los escalones y el torno del billetaje como si practicaran en el gimnasio. Y más allá del torno, el torrente de caras descaradas y resignadas, caras de aburrimiento y vitales, distraídas e intensas, de intolerancia y comprensivas, humanitarias e indiferentes. Y también algunas de rechazo y otras de una compasión primitiva. Y entre todas las caras una cara más. La terrible luz de una sonrisa y la admirable oscuridad de un rostro entre las caras del vestíbulo donde un saxo soprano canta en lo más alto del llanto, como el pájaro Kalao cuando se enrama. Seydou Traoré se mete en el vestíbulo naranja donde su hermano Mongo deja volar a su aire el BIRD OF PARADISE de Charlie Parker, por detrás de un sombrero hongo que lo mira boca arriba entre unos zapatos viejos sin atar. Baja a la línea 10, se mete entre las caras, entra en el vestíbulo y saluda al primer hermano de sus mil hermanos que huyera del país con 17 años, un saxo alto y un calzón a listas anchas. Y con gesto cómplice agarra el sombrero hongo y lo pasea ante las mil caras que forman coro en el vestíbulo, aplaudan su música o no, toleren o no la energía negra y asfixiante de su rostro; lo pasea hasta enrasarlo de monedas y más monedas de agradecimiento hacia el hermano sin cuya ayuda nunca consiguiera descifrar el rastro de las hormigas; cualquier cosa por su hermano Bagayoko, ese hermano entre mil hermanos que de un tiempo acá se hace llamar Mongo y que, según él, significa enorme. Soy enorme en lo mío, aclara al referirse a su música negra. Lo que hiciese falta por su hermano Mongo Jerry.
Y con el aleteo sonoro del pájaro Kalao, el vendedor de collares descenderá las escaleras hasta que se diluyan los últimos acordes y permanezcan sólo el recuerdo de Maryama en la distancia. Recuerdos dibujados en los desconchones de un trastero en el sótano; de siluetas de nubes y animales en las paredes. Del fruto con sabor a mezcla de melón y miel, de las ramas más bajas del baobab, de los aullidos de un mono, del pájaro Kalao. Dibujos en los desconchones con forma de un cojín de cuero en la cabeza, de pedazos de vasijas en el suelo. De animales mitológicos como el pez ballesta que salta del río y se transforma en un príncipe de piel blanca, cabello rubio y una luz gris azulada en los ojos. Eso es lo que Seydou veía en la pared cuando la miraba fijamente: nubes y dibujos reflejados en la región más profunda y selvática del pensamiento. Dibujos de la viudita virgen; cuarta esposa de un pescador fallecido. Desconchones que estirado en su camastro le acercan la presencia de Maryama, desnuda en la ribera las noches sin luna. Nadie sino él puede imaginar cuánto hiere la distancia. Y a quien no entienda lo que eso significa no vale la pena que Seydou Traoré se moleste en explicarlo.


El tren lo escupe en la última estación de la L10, cuando en el vagón sólo viajan el hueco de los asientos vacíos y los puños prietos de Seydou contra las cuencas de los ojos. Sale a la noche y asciende la última cuesta de esa última calle donde no se acerca el transporte y no hay más vida que un par de nubes de mosquitos pegados a la luz de dos farolas. A sólo doscientos metros de la segunda farola con luz se perfila una sombra de cemento. Seydou está a un solo tiro de flecha cuando siente un estremecimiento en el estómago. Piensa en esa carta que espera y nunca recibe. Cada día piensa en esa carta. Y si bien Maryama no escribe, hay una escuela en la misión. A orillas del Mayo-kebbi había una escuela – misión – hospital y un hombre rubio de complexión anglosajona y alzacuellos blanco que leía y escribía y administraba el bautismo a las muchachas como ella. Seydou está a menos de un tiro de flecha del portal y su ilusión en llamas le repite que hoy recibirá esa carta con que sueña cada día. Hoy la recibirá; seguro.
Empuja la puerta sin cerradura, desciende las escaleras, deja a un lado la penumbra del pasillo y abre su cuartito trastero al fondo del semisótano. Un aullido ancestral rebota en las nubes y dibujos de las paredes, en la silla junto al jergón, en un vaso vacío y en los verdes, amarillos y rojos de una bandera de papel clavada con cuatro chinchetas entre dos desconchones. Seydou Traoré abre el sobre. Lo besa. Son diez líneas repletas de una escritura minúscula, picuda y prolija, escritas por la mano blanca del hombre que bautiza a las muchachas.
Seydou Traoré lee en voz alta.
Seydou Traoré relee sin voz.
Lee entre lágrimas.
Las hormigas legionarias le dicen que el vientre de Maryama crece con una fuerza increíble. También le dicen que el hombre del alzacuello regresará pronto a su país.
Las hormigas que caminan sobre el papel se huelen que la criatura tendrá la piel blanca, el cabello rubio y una luz gris azulada en los ojos.  
Tse Okary no quiere saber leer.

martes, 28 de julio de 2015

EL REGRESO


Cuando ella regresó, yo ya no estaba allí.

Anduve perdido mucho tiempo corriendo por entre penas y ansiedades hasta que se me secaron las lágrimas que no me había dado tiempo a derramar, mientras el tren me llevaba de una estación a otra, con la esperanza vaga y desesperada de volverla a encontrar.

De ella nunca supe nada. Desde que se marchó, parecía que se había volatilizado en el aire y solo me quedaba su recuerdo en las viejas fotografías que seguían colgadas en las paredes desoladas de mi alma. Paredes que iban cayéndose en desconchones de humedad y de tristeza y que pedían a gritos una mano de pintura o, al menos, una impregnación del optimismo que un día compré en una tienda de drogas al por mayor y que almacenaba en mi alacena en espera de que llegaran tiempos mejores.

Y eso después de tantos y tantos años de felicidad. Nos conocimos cuando aún nuestras mentes eran vírgenes y nuestros cuerpos resplandecían de juventud y del amor alegre que solo nace entre amantes inocentes. Aunque todos nos habían advertido que lo nuestro no tenía futuro, nosotros cerramos nuestros oídos a los malos presagios y solo escuchábamos los cantos de sirena que a diario entonaban nuestros corazones.

Con su cebolla y mi pan caminamos juntos y ninguno de los dos sentíamos el hambre de la necesidad porque nuestros espíritus se sustentaban solo de promesas etéreas y de las sensaciones que nuestros sentidos nos iban descubriendo en el lento recorrido por nuestros cuerpos que despertaban día a día al conocimiento de unas nuevas experiencias que ninguno de los dos había soñado que pudieran existir.

Y nuestros espíritus fueron perdiendo su virginidad y nuestros cuerpos se acostumbraron a las caricias que poco a poco se iban mecanizando, hasta que mis besos perdieron el calor y en sus ojos se fue apagando la luz. 

Y ella pensó que así ya no podía vivir. Una madrugada, cuando entre la bruma de la montaña se desperezaban los todavía fríos rayos del sol, ella desapareció de mi casa y de mi vida. Ni una nota garrapateada en una hoja de cuaderno, ni una palabra antes, que pudiese presagiar su adiós definitivo del día siguiente. Nada. Quizás una mirada de soslayo que se escapó de sus ojos o el rictus de melancolía que se deslizó por sus labios, pero que yo, ayer, no supe interpretar. Y yo dormí esa noche envuelto en las redes de la monotonía y en el limbo de la rutina en que se había convertido nuestra otrora ilusionada convivencia. Después el lecho ya frío y las sábanas apenas sin arrugas que en un principio no parecían decirme nada. Luego faltó el olor a pan tostado y a café humeante; el sonido de su cantar y el sonar saltarín de sus pasos que apenas si parecían tocar el suelo. Y después sólo silencio. Luego incertidumbre, desconcierto, incredulidad. Al final, una dolorosa sensación de culpabilidad y desesperación. Nadie había visto nada. No faltaba nada y de su mesilla de noche solo había desaparecido la cinta de su pelo, pero había dejado el anillo que yo la regalé aquel primer aniversario cuando todavía la pasión se podía adivinar en la mirada de sus ojos.



Y pasaron días, horas de angustia, minutos y segundos que parecían eternos y esperanzados de sus noticias que nunca llegaron. Meses después, mi largo peregrinaje por tierras desconocidas y lugares lúgubres sin noticias suyas. Ni una carta, ni una llamada, ni un mensaje, nada. Sólo una vez alguien me dijo haberla visto paseando por una playa entre olas de espuma y olor a salitre. Cuando yo llegué, ella ya no estaba allí ni nadie supo darme noticias de su estancia junto al mar.

Y poco a poco el tiempo fue borrando de mi memoria su pelo y su figura. Sus ojos se fueron apagando y sus manos se iban desvaneciendo como diciendo adiós camino del horizonte. Sus labios habían perdido la color y el olor de su cuerpo se había ido escapando por las rendijas de mi memoria. Sólo quedaba su olvido desdibujado entre las hojas de un diario que encontré camuflado en los papeles del escritorio y que ella abandonó cuando ya nuestro amor había dejado de ser importante para ella.

Con el tiempo perdí toda esperanza y cuando mi vida dejó de tener sentido, convine que era hora de morir.

Años después, cuando ella añorando tiempos pasados decidió regresar, yo ya no estaba aquí.


A María Antonia, que no tiene que regresar, porque nunca se fue. En un día muy especial para ella. Con amor.

martes, 30 de junio de 2015

"GOTAS DE LLUVIA", DE LUISA FERNANDEZ MIRANDA, RELATO GANADOR DEL CONCURSO DE LA CAIXA Y RNE

El representante de la Caixa entrega a Luisa Fernandez Miranda, de Madrid, el primer premio del Certamen de Relatos 2015.

"Mi padre y yo solíamos ir a pescar en los amaneceres de primavera, cuando el sol tarda en despertar, mostrándose, de pronto, a un lado de la carretera. 

Pero aquel día no era primavera. Me desperté envuelta en sudor en medio de la noche y oí a un pájaro golpearse contra la ventana. No llegué a verlo,  me lo imaginé negro en medio de la  noche. Fue más tarde, mucho más tarde cuando encontré su cuerpo ya sin color. El aire era caliente, las sábanas  estaban  húmedas y yo estaba esperando. 
Esperando sus pasos silenciosos, cada ruido, cada movimiento de la casa me despertaba. Pero siempre era ella, mi madre,  la que se movía antes del amanecer. Sabía que recorría la casa, sintiéndose dueña absoluta, cuando él dormía, al otro lado de su cama. Caminaba descalza. Yo contenía la respiración, mientras me llegaban los sonidos  de la puerta del cuarto de baño, al abrirse y cerrarse, de la cocina; los grifos, el del vaso posándose en el fregadero. Debí de quedarme dormida, sin dejar de oír sus pasos adentrándose en mis sueños. 
Él nunca entraba a verme. Pero aquella noche entró. 
Por la mañana me desperté al oírle andar con paso firme pero ligero. Llamó con los nudillos en  la puerta de mi dormitorio. Yo solía contestar con la voz aún de  sueños y luego le oía alejarse hacia la cocina; pero esa noche, casi mañana, sin escuchar mi respuesta, entró. Me quedé quieta, con los ojos cerrados, esperando que me dijera algo. Debió de contemplarme en silencio  durante unos instantes y sentí su mirada a través de mi cuerpo cubierto por la sábana. No me dijo nada, salió y  nos encontramos en la cocina. Me vestí rápido. Me puse pantalones cortos. Tenía carne de gallina en las piernas, pero no me cambié. Deseaba salir en seguida. 
Tal vez la blusa, la blusa es demasiado, demasiado…me dijo, pero  se paró de pronto, nunca supe demasiado qué. Durante mucho tiempo pensé en lo  que  le hubiera gustado decirme y no me dijo.  No volví a ponérmela después de ese día. Tenía un encaje en el cuello, quizá por eso le pareciera cursi, o solo inapropiada para ir a pescar.  Pero yo me sentía favorecida llevándola, Me miró mucho o quizá me lo pareció. Desayunamos en silencio, con urgencia.



Miramos los dos al cielo. Sabíamos que el sol aparecería en el momento y donde tendría que aparecer. Salimos de la casa y puso la caña y todas las demás cosas de  pesca en el maletero del coche. Justo cuando lo abría no me dejó ayudarle, como en otras ocasiones. Me mandó sentar en el asiento delantero, como siempre, a su lado.  No me di cuenta hasta mucho después, -cuando tuve que reconstruir una y otra vez todo lo que sucedió aquel día, para conservarlo intacto-, que no me había dejado ver qué más había en el maletero. 
Entra en el coche, me dijo, y yo me recosté, a gusto, entrando en calor. 
Mientras conducía me gustaba mirarlo y sentir su olor. No olía a colonia, ojalá hubiera olido, la hubiera buscado por todas partes. Era un olor a piel morena, a piel al sol, a luz, a calor.
Me extrañó que condujera callado, cuando normalmente iba hablándome de cualquier cosa para que no me durmiera, para que aprendiera a ser una buena copiloto. Yo le miraba de reojo la arruga que acaba de descubrirle  junto a los labios. Después, al recordarlo,  me imaginé que allí, en aquel pliegue, había dejado prendidas todas las palabras que tenía que haberme dicho y no me dijo. No hubo canciones, ni confidencias,  tampoco le conté nada, como en otros días de pesca, sólo canturreé alguna canción sin que él me acompañara. 
Por fin, detrás de una curva vimos la explanada de siempre. Aún era de noche. 
Al salir él no prendió el cigarrillo que llevaba en la mano. Lo retuvo durante un buen rato, dándole vueltas en la mano, mirando al horizonte, aún oscuro. Caminamos juntos, mirando hacia delante. Fue justamente  cuando oí el clic del mechero cuando aparecieron los primeros destellos del sol. Vi su cara, sin palabras, llena de pensamientos, cada vez crecían más sus gestos. donde depositaba el silencio. Ese silencio que se llevó lejos. 
Aquel día no me aproximé a él. Tuve miedo de que le dijera algo que no le gustara, de que mirara el reloj y moviera el aire tibio, de que me dijera ya está, como otros días, vámonos, se nos hace tarde.  Tal vez nos  quedamos más rato del normal, allí sentados, hasta que el sol salió del todo y ya no había más secretos. O quizá lo recuerdo así. 
Algo tendría que decirte, me dijo de pronto y luego se calló de nuevo.
Aquella frase se me ha quedado gastada de tanto recordarla, aunque  tal vez se quedó en mi memoria, mutilada, rota, quizá no la dijera nunca, o fue otra frase. O tal vez no llegó a decir nada. 
Todavía era muy de mañana cuando llegamos a nuestro sitio. Había una pareja con el cuerpo mojado, se les notaba alegres y enamorados. Me fijé en las gotas de sus cuerpos que el sol hacía  brillar. La visión de aquellas dos personas, ajenas a nosotros, me produjo un escalofrío, como cuando uno se acerca a algo que desconoce y a la vez le atrae. 
Él   los observó mucho tiempo, sin decir nada. Su cara se  apagó, como si contemplara una escena triste. Pero de pronto, sonrió cuando empezaron a recoger sus cosas. Los hemos echado me dijo en susurro. Pensé que quería estar a solas conmigo. Yo no dejaba de mirarle  y él de mirar más allá, a través  de alguna ventana abierta en el paisaje. 
Estamos  solos,  me dijo con una mirada brillante, cuando se marcharon. La voz le sonó ronca. Luego la excitación de la pesca me condujo solo al fondo del agua, donde trataba de divisar algún movimiento.
Aquella mañana pescamos muchos peces, más de lo habitual y yo veía cómo nuestras cestas se iban llenando. 
No descansamos como otros días, para tomar bocadillos. Esta vez debió de olvidarse hacerlos, o no quiso. No le dije que quería comer o tal vez ni lo deseara. Fue ya algo tarde, cuando el sol hacía rato que había dejado de estar en lo alto cuando empezó a recoger, diciéndome que nos íbamos a comer. Tampoco me di cuenta hasta mucho más tarde, cuando todo había pasado, de que de nuevo me impidió acercarme al maletero. 
Paramos a comer en un restaurante cercano, al otro lado del río. Allí habíamos  estado otras veces para que él tomara café o un wisky. 
Aquel día, mientras comíamos,  me miró mucho y me acarició la mano, poniéndose cada vez más serio. Apenas comió, yo sí, tenía hambre y me concentré en la trucha, que iba cortando, plateada, casi viva. La imaginé nadando por el río, y me pregunté  cómo se habría dejado pescar. La fui abriendo despacio, como si dentro escondiera algún secreto. Separé, como él me había enseñado, la raspa de la carne rosa, rosa asalmonada, y de la piel crujiente. Fue la última trucha que comí en mi vida. 
Él pidió dos wiskies, uno después de otro;  nunca me olvidé del ruido que hacía el hielo en el vaso. Bebía despacio, muy pensativo, sin dejar de mirarme y sin dejar de acariciarme la mano y la mejilla, con el revés de la suya, quizá imagine la gente que somos novios, se me ocurrió pensar. 
Al beber, sus ojos se le iban encendiendo y yo sentía la trucha revolviéndose en mi estómago. Casi se volvió a hacer de noche allí, él haciendo ruido con los hielos, y yo con ganas de vomitar el pescado que se deslizaba a través de todo  mi cuerpo. 
Luego todo pasó deprisa. Regresamos por otro camino distinto al de otras veces. Cuando llegamos a una estación desconocida bajó del coche, sacó un billete, solo uno, para  el autocar que me llevaría  a casa. Me ayudó a subir en el autobús y me besó en las dos mejillas, apretándome contra él.

Hija, me dijo, algún día iré a buscarte. No dejes que tu madre…, no continuó la frase.  Le vi alejándose, mientras  le miraba por la ventanilla.   


O tal vez no pude verle  porque la lluvia me lo impidiera".     


domingo, 28 de junio de 2015

"DOÑA PEPITA" UN RELATO DE JUAN MIGUEL PEREZ, FINALISTA EN EL CERTAMEN DE LA CAIXA Y RNE.




JUÁN MIGUEL PÉREZ LÓPEZ, malagueño, Comandante Emérito de la Gurdia Civil, tiene ya una trayectoria en los certámenes literarios, pues en el  concurso de relato corto “La Guardia Civil, 170 años en 170 palabras” fue galardonado con el segundo premio por su trabajo titulado “Nace porque el camino es azaroso y el campo incultivado”.



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Ahora ha sido finalista del Certamen de Relatos 2015 de la Fundación Caixa y RNE, con el siguiente relato:

DOÑA PEPITA

 Trabajo en la planta baja de un edificio de amplios ventanales. Desde la mesa de mi despacho, veo y escucho el ajetreo de la ciudad: palabras sueltas de los viandantes, el ruido de los vehículos, el ladrido del perro de un vecino, la bocina del conductor impaciente  y a los  gorriones confiados que se posan en el alfeizar, mueven sus cabecillas mecánicamente y saltan al suelo en busca de comida. Todo esto me resulta por rutinario, indiferente,  y casi nada de ello atrae mi atención.


 Pero no, no todo me resulta indiferente. A la una de la tarde de cada día, mi reloj biológico me alerta y por unos momentos me alejo del trabajo que estoy realizando.  Percibo entonces, el familiar ruido que provoca un bastón al golpear el suelo con una cadencia lenta y amortiguada. Instintivamente levanto la cabeza y al momento aparece una figura delgada y frágil. Su pelo, desteñido por las cenizas de los años, está recogido en un moño que sujeta una peineta de concha. Luce  pendientes de aguamarina que chocan con su cara blanca,  surcada por las arrugas de muchos otoños y demasiadas lágrimas. Sin embargo conserva un coqueto toque de suave carmín en sus labios. Viste con ropa de mercadillo, pero la luce con retazos del porte y elegancia que evocan la época anterior a su derrumbe económico y la pena familiar que le dejaron como herencia: pobreza y soledad.
Curioso, un día decido seguirla. La alcanzo detenida frente al semáforo esperando su cambio. Baja con dificultad el escalón de la acera y atraviesa la calle cruzándose con otros peatones que le ceden el paso consideradamente. Aunque la acera es ancha, anda pegada a la pared buscando seguridad. A cada trecho, se detiene como si se tomara un respiro, se vuelve lenta e insegura y mira hacia atrás sin ver, entorna los ojos y mueve la cabeza negativamente; tal vez busca entre la gente al hijo que la droga le arrebató o al marido que fue incapaz de soportar su ausencia.
Camino casi a su altura y el golpeteo de su bastón sigue marcando el ritmo de su paso cansado y viejo.
Se detiene ante una puerta ancha de cristal traslúcido. A la altura de la vista, en la parte derecha hay un placa rotulada donde leo: CÁRITAS y debajo COMEDOR SOCIAL.
  Entra con la confianza que da la costumbre, cuelga su abrigo de paño negro en una de las perchas del recibidor y se dirige hacia el comedor. Huele a comida. Se percibe un murmullo apagado. Al abrir la puerta se encuentra con Sagrario, una de las voluntarias,  mujer gruesa y afable, que la saluda con afecto. Su delantal, de blanco impoluto, es un reflejo de su bondad.
-Doña Pepita, buenas tardes!- ¿Cómo la ha tratado su reuma esta noche?, le pregunta Sagrario. Sus palabras rezuman afecto y delicadeza. Doña Pepita la mira con igual afecto y le contesta con sonrisa. – Esta noche no he dormido bien, el frio no es bueno para lo mío. Prefiero el verano.-  -Siéntese –continua la voluntaria - que ahora mismo le sirvo-.
Recorre el pasillo que forman las mesas saludando con ligeros movimientos de cabeza y se acomoda al final, junto a la ventana. Apoya el bastón sobre la pared y deja su bolso en el suelo, junto a sus pies. Es su sitio, allí se sienta siempre. Le gusta porque ve el patio del Colegio y contempla la alborotada chiquillería que salta, corre, se tira por el tobogán y se ensucia. Evoca su infancia, su colegio con patio de tierra y sin toboganes, con babi de rayas y alpargatas. De Dios haberlo querido, su soledad habría sido borrada por las risas de uno de aquellos nietos.


Siempre comparte la mesa con doña Adelina, que como ella es octogenaria y viuda. La que llega primero espera a la otra para empezar a comer; se conocen desde hace unos años y evidencian sintonía, empatía como se llama ahora. Además, comparten una misma afición, la zarzuela, por lo que sus conversaciones en muchas ocasiones, giran en torno a este género musical.  A Doña Pepita le arrebata el casticismo del Maestro Chueca, con su: Agua, azucarillos y aguardiente, La alegría de la huerta, Gran Vía… cuya letra, a pesar de sus años, recuerda con sorprendente exactitud. Doña Adelina, cuando oye “El barbero de Sevilla” se llena de entusiasmo y la nostalgia le embarga, no en vano la oyó cuando pisó por primera vez un  teatro en compañía de quien luego sería su marido, barbero de profesión,  como se llamaba  entonces a los peluqueros.
Sagrario,  sonriente, deja sobre la mesa dos platos de duralex con la humeante sopa que despierta su apetito. Con parsimonia, Doña Pepita,  despliega la servilleta de papel y  se la cuelga del cuello como un babero. Se arrima cuanto le es posible a la mesa para evitar mancharse, sin embargo, las gotas caen de la cuchara debido al incontrolado temblor de su mano. Durante la comida, que es pausada, conversan animadamente; en estas fechas con la llegada del frío es recurrente el tema de sus achaques: el reuma, la artritis, la tensión…y también, cómo no, sobre  algunos  cotilleos de la tele.
Al acabar, Doña Pepita, se limpia cuidadosamente la boca con la servilleta de papel, saca la barra de carmín  y se retoca los labios. Recoge su bolso, se levanta con dificultad apoyándose en la mesa y toma su bastón. –Hasta mañana si Dios quiere -  se despide de Doña Adelina.
La calle la recibe con un aire que empieza a ser frío para su edad. La llovizna que cae le da al suelo un brillo de espejo viejo, casi reflejo de ella. Su paso ahora es más lento y parece más cansado que a la venida.
Al final de la calle tuerce a la derecha y se detiene en el quinto portal. Buscando las llaves, revuelve el contenido de su bolso.  Abre la pesada cancela y sube al ascensor. Trata de abrir la puerta de su casa con imprecisión, el temblor de su mano no le deja introducir la llave. Tras varios intentos, logra atinar.

Al abrir la puerta le espera la soledad y  “Conde”, como llama a su gato; él se roza contra sus piernas con el rabo levantado y  ronroneando como muestra de bienvenida y contento. Doña Pepita se desviste, se pone la bata y las zapatillas y se sienta en la butaca. La ventana le deja ver el paso de las nubes plomizas cargadas de llanto. Enciende la televisión. “Conde” salta y se coloca en su regazo. Son las tres y es la hora de las noticias. A los cinco minutos su gato y ella duermen. La soledad se aleja por un rato, quizá empujada por una ensoñación que hace años era realidad.
Desde aquel día, salgo a la puerta y la espero en la calle donde conversamos unos minutos. Ha surgido una  amistad que me produce ternura y la saludo con un beso que ella agradece complacida. -Gracias, me dice cuando se aleja,  eres muy amable-.

Temo el día  que el golpeteo de su bastón, solo lo escuchen su hijo y su marido. Pero me compensará saber, que su soledad, habrá terminado para siempre.

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MIS EDICIONES MUSICALES

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SENTIRES. Canta Mª Antonia Moya. Edición remasterizada. 2012. Incluye las canciones siguientes:

AVE MARIA

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De Schubert. Canta María Antonia Moya, acompañada por el Maestro Alcérreca. 2011. Para escucharlo, pinchar en la image.

LA TARARA

LA TARARA
Canta Maria Antonia Moya. Si quieres escuchar la canción, pincha en la imagen

LOS PELEGRINITOS

LOS PELEGRINITOS
La canción de Lorca, cantada por María Antonia Moya, con imágenes de Lucena (Córdoba) Para escuchar la canción pincha en la imagen.

EN EL CAFÉ DE CHINITAS

EN EL CAFÉ DE CHINITAS
La copla de Lorca, cantada por María Antonia Moya, acompañada a la guitarra por Fernando Miguelañez. 1986. Para escuchar la canción, pinchar en la imagen

VERDE, QUE TE QUIERO VERDE

VERDE, QUE TE QUIERO VERDE
Maria Antonia Moya canta el Romance Sonámbulo de Federico García Lorca. Puedes escucharlo pinchando la imagen.

LOS CUATRO MULEROS.

LOS CUATRO MULEROS.
Canta: María Antonia Moya. 1986.Para escucharlo,pinchar en la imagen.

PERFIDIA

PERFIDIA
Canta Maria Antonia Moya, acompañada a la guitarra por Fernando Miguelañez. Año 1986. Para escuchar la canción, pincha en la imagen.

PASODOBLE DE CHINCHÓN

PASODOBLE DE CHINCHÓN
Letra: L.Lezama - Música: Palazón. Canta: María Antonia Moya. 1987Puedes escucharlo pinchando en la imagen

MIS LIBROS DE FICCIÓN. EL AMARGO SABOR DE LAS ROSAS.

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"El amargo sabor de las rosas" Novela. Marzo de 2017

MIS QUERIDOS FANTASMAS

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ENERO 2020. RELATOS Y CUENTOS..PRÓXIMA EDICIÓN

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"La boda" 1996 -2001. Inédito.Para leer el cuento, pincha en la imagen

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Cuentos de Otoño. 2006. Si quieres leer los cuentos, pulsa en la imagen.

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"Los velos de la memoria". Historia del Solar. Edición restringida de 95 ejemplares. Se presentó el 10.1. 2010.

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Los Velos de la Memoria II. El Amo. Edición digital. 2012.

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"Déjame que te cuente"... 2013. Recopilación. Para leerlo, pinchar en la portada del libro.

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