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domingo, 28 de junio de 2015

"DOÑA PEPITA" UN RELATO DE JUAN MIGUEL PEREZ, FINALISTA EN EL CERTAMEN DE LA CAIXA Y RNE.




JUÁN MIGUEL PÉREZ LÓPEZ, malagueño, Comandante Emérito de la Gurdia Civil, tiene ya una trayectoria en los certámenes literarios, pues en el  concurso de relato corto “La Guardia Civil, 170 años en 170 palabras” fue galardonado con el segundo premio por su trabajo titulado “Nace porque el camino es azaroso y el campo incultivado”.



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Ahora ha sido finalista del Certamen de Relatos 2015 de la Fundación Caixa y RNE, con el siguiente relato:

DOÑA PEPITA

 Trabajo en la planta baja de un edificio de amplios ventanales. Desde la mesa de mi despacho, veo y escucho el ajetreo de la ciudad: palabras sueltas de los viandantes, el ruido de los vehículos, el ladrido del perro de un vecino, la bocina del conductor impaciente  y a los  gorriones confiados que se posan en el alfeizar, mueven sus cabecillas mecánicamente y saltan al suelo en busca de comida. Todo esto me resulta por rutinario, indiferente,  y casi nada de ello atrae mi atención.


 Pero no, no todo me resulta indiferente. A la una de la tarde de cada día, mi reloj biológico me alerta y por unos momentos me alejo del trabajo que estoy realizando.  Percibo entonces, el familiar ruido que provoca un bastón al golpear el suelo con una cadencia lenta y amortiguada. Instintivamente levanto la cabeza y al momento aparece una figura delgada y frágil. Su pelo, desteñido por las cenizas de los años, está recogido en un moño que sujeta una peineta de concha. Luce  pendientes de aguamarina que chocan con su cara blanca,  surcada por las arrugas de muchos otoños y demasiadas lágrimas. Sin embargo conserva un coqueto toque de suave carmín en sus labios. Viste con ropa de mercadillo, pero la luce con retazos del porte y elegancia que evocan la época anterior a su derrumbe económico y la pena familiar que le dejaron como herencia: pobreza y soledad.
Curioso, un día decido seguirla. La alcanzo detenida frente al semáforo esperando su cambio. Baja con dificultad el escalón de la acera y atraviesa la calle cruzándose con otros peatones que le ceden el paso consideradamente. Aunque la acera es ancha, anda pegada a la pared buscando seguridad. A cada trecho, se detiene como si se tomara un respiro, se vuelve lenta e insegura y mira hacia atrás sin ver, entorna los ojos y mueve la cabeza negativamente; tal vez busca entre la gente al hijo que la droga le arrebató o al marido que fue incapaz de soportar su ausencia.
Camino casi a su altura y el golpeteo de su bastón sigue marcando el ritmo de su paso cansado y viejo.
Se detiene ante una puerta ancha de cristal traslúcido. A la altura de la vista, en la parte derecha hay un placa rotulada donde leo: CÁRITAS y debajo COMEDOR SOCIAL.
  Entra con la confianza que da la costumbre, cuelga su abrigo de paño negro en una de las perchas del recibidor y se dirige hacia el comedor. Huele a comida. Se percibe un murmullo apagado. Al abrir la puerta se encuentra con Sagrario, una de las voluntarias,  mujer gruesa y afable, que la saluda con afecto. Su delantal, de blanco impoluto, es un reflejo de su bondad.
-Doña Pepita, buenas tardes!- ¿Cómo la ha tratado su reuma esta noche?, le pregunta Sagrario. Sus palabras rezuman afecto y delicadeza. Doña Pepita la mira con igual afecto y le contesta con sonrisa. – Esta noche no he dormido bien, el frio no es bueno para lo mío. Prefiero el verano.-  -Siéntese –continua la voluntaria - que ahora mismo le sirvo-.
Recorre el pasillo que forman las mesas saludando con ligeros movimientos de cabeza y se acomoda al final, junto a la ventana. Apoya el bastón sobre la pared y deja su bolso en el suelo, junto a sus pies. Es su sitio, allí se sienta siempre. Le gusta porque ve el patio del Colegio y contempla la alborotada chiquillería que salta, corre, se tira por el tobogán y se ensucia. Evoca su infancia, su colegio con patio de tierra y sin toboganes, con babi de rayas y alpargatas. De Dios haberlo querido, su soledad habría sido borrada por las risas de uno de aquellos nietos.


Siempre comparte la mesa con doña Adelina, que como ella es octogenaria y viuda. La que llega primero espera a la otra para empezar a comer; se conocen desde hace unos años y evidencian sintonía, empatía como se llama ahora. Además, comparten una misma afición, la zarzuela, por lo que sus conversaciones en muchas ocasiones, giran en torno a este género musical.  A Doña Pepita le arrebata el casticismo del Maestro Chueca, con su: Agua, azucarillos y aguardiente, La alegría de la huerta, Gran Vía… cuya letra, a pesar de sus años, recuerda con sorprendente exactitud. Doña Adelina, cuando oye “El barbero de Sevilla” se llena de entusiasmo y la nostalgia le embarga, no en vano la oyó cuando pisó por primera vez un  teatro en compañía de quien luego sería su marido, barbero de profesión,  como se llamaba  entonces a los peluqueros.
Sagrario,  sonriente, deja sobre la mesa dos platos de duralex con la humeante sopa que despierta su apetito. Con parsimonia, Doña Pepita,  despliega la servilleta de papel y  se la cuelga del cuello como un babero. Se arrima cuanto le es posible a la mesa para evitar mancharse, sin embargo, las gotas caen de la cuchara debido al incontrolado temblor de su mano. Durante la comida, que es pausada, conversan animadamente; en estas fechas con la llegada del frío es recurrente el tema de sus achaques: el reuma, la artritis, la tensión…y también, cómo no, sobre  algunos  cotilleos de la tele.
Al acabar, Doña Pepita, se limpia cuidadosamente la boca con la servilleta de papel, saca la barra de carmín  y se retoca los labios. Recoge su bolso, se levanta con dificultad apoyándose en la mesa y toma su bastón. –Hasta mañana si Dios quiere -  se despide de Doña Adelina.
La calle la recibe con un aire que empieza a ser frío para su edad. La llovizna que cae le da al suelo un brillo de espejo viejo, casi reflejo de ella. Su paso ahora es más lento y parece más cansado que a la venida.
Al final de la calle tuerce a la derecha y se detiene en el quinto portal. Buscando las llaves, revuelve el contenido de su bolso.  Abre la pesada cancela y sube al ascensor. Trata de abrir la puerta de su casa con imprecisión, el temblor de su mano no le deja introducir la llave. Tras varios intentos, logra atinar.

Al abrir la puerta le espera la soledad y  “Conde”, como llama a su gato; él se roza contra sus piernas con el rabo levantado y  ronroneando como muestra de bienvenida y contento. Doña Pepita se desviste, se pone la bata y las zapatillas y se sienta en la butaca. La ventana le deja ver el paso de las nubes plomizas cargadas de llanto. Enciende la televisión. “Conde” salta y se coloca en su regazo. Son las tres y es la hora de las noticias. A los cinco minutos su gato y ella duermen. La soledad se aleja por un rato, quizá empujada por una ensoñación que hace años era realidad.
Desde aquel día, salgo a la puerta y la espero en la calle donde conversamos unos minutos. Ha surgido una  amistad que me produce ternura y la saludo con un beso que ella agradece complacida. -Gracias, me dice cuando se aleja,  eres muy amable-.

Temo el día  que el golpeteo de su bastón, solo lo escuchen su hijo y su marido. Pero me compensará saber, que su soledad, habrá terminado para siempre.

viernes, 26 de junio de 2015

"HUESOS DE SANTO". UN RELATO DE LUCIANO MONTERO.



Nacido en Oviedo, Luciano Montero es doctor en Psicología y titulado en Psicología Clínica por la Universidad Complutense de Madrid, así como titulado en Periodismo. Su tesis doctoral versó sobre la motivación escolar. Desarrolla su actividad profesional en el campo de la educación especial. Desde 1987 es asesor psicológico y colaborador fijo de la revista Ser Padres Hoy, donde escribe acerca de los más diversos temas relacionados con la familia y la educación. Ha impartido cursos de formación a padres y profesores.






El Pasado día 18 de junio fue premiado con un accesit en el Certamen de relatos patrocinado por la Caixa y RNE, por su relato "Huesos de Santo" Le vemos recogiendo ese premio en el Caixa Forum de Zaragoza de manos del Director de Radio Nacional de España.


"HUESOS DE SANTO"

Papá era un santo.
Lo de siempre, dirán ustedes. Sí, ya sé que es muy frecuente decir eso cuando se habla de un difunto. Cuando las personas, sobre todo si son muy queridas y cercanas, ya no están en este mundo para darnos la lata, somos propicios a llenarlas de virtudes. A fin de cuentas ya no van a incordiarnos más con sus defectos, así que ¿qué nos cuesta quedar bien? Además hablar mal de un muerto, y más si se trata de un familiar, parece que da mal fario. Es como si temiésemos que se nos pudiese aparecer cualquier noche a pedirnos explicaciones.
Pero hechas estas salvedades, sigo afirmando que de verdad mi padre era lo más parecido a un santo. Era un ser bondadoso y apacible hasta decir basta. Además - y guárdenme ustedes el secreto, porque esto nunca se lo he dicho a nadie- en el fondo estoy convencido de que yo era su hijo preferido. Esa íntima convicción me llenaba de orgullo. Tanto era así que siempre he estado dispuesto a hacer lo que fuera por cumplir cualquier deseo suyo.


Lo que sí había que reconocerle a papá es que a veces era un poco extravagante. Le gustaba decir cosas chocantes, y uno siempre se quedaba con la duda de si las sentía de verdad o si simplemente las soltaba para ver el efecto que causaban en los demás. Porque otra cosa que había que reconocerle a papá es que era un poco socarrón.
Una de sus extravagancias me llamaba particularmente la atención. Se trata de que en más de una ocasión le oí decir lo siguiente:
“Me gustaría perdurar en mis descendientes, pero no sólo en sus recuerdos y en sus genes, también en sus estómagos. Cuando muera me gustaría ser devorado en una fiesta familiar. No puedo imaginar nada más tierno y entrañable”.
Cuando decía eso yo le miraba atentamente, espiando cualquier guiño, cualquier gesto de broma, de complicidad. Pero parecía decirlo muy serio y hasta se le veía conmovido. Con papá algunas  veces no sabías a qué atenerte.
Aquí conviene aclarar que mi progenitor era el patriarca de una  dinastía de cocineros. Aunque esto no alcance a explicar del todo su peculiar idea de la inmortalidad, quizás pueda ayudar a  comprender un poco tales fantasías, un tanto canibalescas,.
El caso es que ni siquiera los santos, ni tampoco los que se les parecen, duran eternamente, al menos en esta vida, y papá no iba a ser una excepción. Se murió poco antes del Día de Difuntos, consumido el pobre por el vicio del tabaco, que era su único defecto. Mis hermanos y hermanas, cocineros todos –éramos una familia bastante numerosa- llegaron para los funerales desde diversos puntos del país, algunos incluso del extranjero.


Todos lloramos a papá  pero fui yo quien me empeñé en ser el depositario de sus cenizas. Nadie se extrañó ni me discutió ese privilegio. A fin de cuentas todos sabían que yo era su ojo derecho, y además era yo quien había permanecido a su lado y le había cuidado hasta el final.
Después de la incineración y consumadas las exequias nos reunimos en una comida familiar. En realidad fue más bien un banquete porque, para una vez que nos juntábamos todos desde hacía varios años, la ocasión lo merecía, y a papá seguro que le habría parecido bien. Como todos éramos expertos en cocina, cada quien aportó su grano de arena para mayor lucimiento de aquel agasajo culinario a la memoria del difunto.
Ya he aclarado que todos los hermanos éramos cocineros, pero olvidé decir que mi especialidad es la repostería. Les brindo la receta, es un secreto:
“Se hacen los cilindros de mazapán y se glasean. Luego se introduce la crema a base de canela y cenizas del difunto”.
Los nietos fueron desde luego quienes más los disfrutaron. Mi mujer dijo: “Este año te han salido deliciosos, con  ese toque de tabaco y canela.  Qué sofisticado eres”.


Saqué la cabeza por la ventana y miré al cielo. Papá me sonreía allá en lo alto.


miércoles, 24 de junio de 2015

"EL RELEVO". UN RELATO DE JOSE RAMÓN MORANT.



José Ramón Morant firma con el seudónimo de Pepe Paris, tiene 67 años y vive en Oviedo. Este es el momento en que, el pasado día 18 de junio, el Director de Radio Nacional de España le entregó en Caixa Forum de Zaragoza el trofeo del accesit con que fue galardonado en el Concurso de Relatos organizado por la CAIXA Y RNE.

Este es su relato premiado, que ha titulado:

 EL RELEVO



“Lo importante no es el destino, es el viaje”, citaba a menudo mi amigo Héctor. Le apasionaba viajar. Y narraba muy bien cada viaje, con ingenio y entusiasmo; pero solo lo que él quería y cuando le apetecía. Eso era antes, porque ahora… Amigos desde la infancia, toda la vida mantuvimos una relación hasta que, poco a poco, las baldosas de su memoria se fueron desencajando convirtiéndose en un montón de piezas de un puzle imposible.
Hay un viaje en especial que nos ha unido mucho y que me gustaría contar. Debo confesar que parto de una serie de islotes, fruto de la confianza de Héctor, previa al naufragio, disfrutada durante gratos paseos y frente a cálidos chatos de vino. Islotes que he intentado enhebrar como cuentas de un rosario, con el inconveniente añadido de la poda involuntaria que mi propia memoria puede haber provocado. Bien, intentaré reproducirlo lo mejor posible.
Su objetivo era Tendal, en el Norte, cruzando la cordillera por el puerto de Acebal. Desde el inicio el tiempo fue malo y empeoró conforme avanzaba el viaje. Cerca de las estribaciones de la Cantábrica la climatología era bastante cruda y la policía de tráfico, en un control, le conminó a poner las cadenas.
Llevaba unas prestadas para la ocasión, pero como el analfabeto que lleva una estilográfica. La amabilidad de un camionero le facilitó pasar la prueba. Inició el ascenso del puerto integrando una pequeña caravana que, cada poco, se detenía para eliminar la nieve helada que se acumulaba en los faros, parabrisas y guardabarros de los vehículos. La ventisca no le permitía aprovechar la lentitud de la marcha, que en otras circunstancias hubiera servido para deleitarse del paisaje y rememorar los hitos de aquel trayecto tan conocido por él: el Mirador del Águila, las ruinas de la cementera o la siempre viva pintada del PK 523 (Bety, amorín, / te quiere tu Alvarín), tan atractiva e intrigante. La tormenta dificultaba cada vez más la singladura y al llegar a Acebal la situación era ya insostenible. El pueblo, más bien pequeño, estaba saturado: no quedaba ni una cama libre. Le recomendaron volver atrás, apenas quinientos metros, y tomar el desvío hacia Zajos, poco más de un kilómetro. Pero tenía que hacerlo ya, aprovechando una tregua, antes de que el temporal borrara las trazas de la carretera.




Encontró con facilidad la fonda –Casa El Zurdo, bar en el bajo y habitaciones en la planta– de este pueblo de tres escasas calles. Apenas arrimar el coche, bajar y preguntar –tenían habitación–y la trapeada arreció de nuevo.
La situación y el ambiente empujaron al viajero a cenar temprano: sopas de ajo, filete de choto y arroz con leche le animaron cuerpo y espíritu. Pero al subir a la habitación la cosa cambió: la tímida calefacción no había logrado atemperar mínimamente el medio y la sensación térmica lo hacía desagradable en grado sumo. Impresión que se vio incrementada al meterse entre las sábanas, tiesas, heladas… intratables. Héctor escapó escaleras abajo; en el bar, alumbrado apenas en una esquina, no había un alma, pero alertado por sus movimientos, el dueño apareció en el umbral de la puerta de la cocina adyacente.
–¿No puede dormir? –preguntó con tono amable, al tiempo que señalaba una mesa–; siéntese ahí, junto a la estufa.
–Gracias. Está muy frío arriba.
El Zurdo, que no debía bajar de los ochenta años, alcanzó una botella  de Veterano, dos vasitos de Duralex una caja de hojalata y, con andar lento y renqueante, se acercó a la mesa y se sentó frente al huésped. Así empezó una agradable velada, colmada de placentera conversación, aguardiente y galletas de manteca, con la salamandra como único testigo. Sobre los anillos candentes de ésta, un cazo de porcelana, mediado de agua con hojas de eucalipto, humedecía y aromatizaba el ambiente.
El tiempo, con todas sus variantes, marcó el inicio de la charla: Para nevadas las de antes; ahora – nada, hombre, nada–, cuando hay alguna mediana, no dura dos días… Algún suceso curioso: Una vez hubo tal nevasca que, para dar tierra al cuerpo de una vecina fallecida, tuvieron que transportar la caja al cementerio en una carreña tirada por una yegua percherona. Pero quizás la anécdota más singular fue la de la “nevada del pastor”, acaecida en un lejano verano y pronosticada por un vaquero lugareño que decidió, con acierto, subir a las brañas a recoger el ganado en contra de la opinión de los vecinos.
El paisano llevaba casi todo el peso del coloquio y el forastero se limitaba a intercalar vocablos sueltos o breves preguntas; lo cierto es que aquél era un narrador ameno y, a pesar de la edad, poco inclinado a las batallitas. La plática continuó por derroteros hacia el costumbrismo comarcal, la lucha entre la tradición y lo novedoso,... Aquellos núcleos aislados, de esencia rural, abocados a unaenorme.
–Hablando de carreteras –terció Héctor–, siempre me llamó la atención esa pintada, rotulada en el talud de un desmonte de la carretera del puerto, que se ha conservado incólume, año tras año, a pesar de la lluvia, la nieve y la helada. ¿Cómo se produce ese milagro? Me refiero a la de Bety y Alvarín.
–Bueno… no hay milagro, cada cierto tiempo el rótulo se ha repintado –respondió El Zurdo. Y un pálpito, reforzado por el nombre leído en el impreso clavado tras la puerta de la habitación, empujó a Héctor a lanzarse.
–Álvaro, porque usted se llama Álvaro, ¿verdad?, ¿quién es Bety? –El Zurdo quedó en suspenso, pero la emoción del recuerdo, favorecida por el brandy viejo, le destapó el alma que empezó a desnudar ante aquel viajero.
–Bety fue la mujer más maravillosa que pisó estas tierras. Vino, con otros estudiantes, de una universidad holandesa. Se enamoró de estas montañas y… se quedó.
–Y usted se enamoró de ella.
–…Sí. Era inteligente, trabajadora, alegre, femenina y… preciosa.
–¿Y qué pasó?
–Destacaba demasiado aquí, imagínese este pueblo y en aquella época, atrasado y aislado. Yo era muy tímido; por una parte pensaba que era mucha mujer para mí y por otra que no la podía dejar escapar. Decidí declararme delante de todo el mundo y se me ocurrió pintarlo en la carretera general, airear mi amor de esa manera.
–¿Y funcionó?
–Funcionó, pero me las hizo pasar canutas. Me cogió por delante y… ¡vaya bronca! Me explicó lo que era una carta abierta dirigida a alguien, el deber de hacerla llegar a ese alguien, y... Yo la escuchaba acojonado y embelesado a la vez. Cuando acabó el rapapolvo me agarró la mano, tiró de mí, dijo “mi Alvarín” y me dio un beso.
–¿Y después?
–Unos meses de noviazgo y una escapada a Holanda para casarnos; aquí, de aquélla, era imposible: o pasabas por la iglesia o… nada. Siguieron unos años duros pero muy felices, tuvimos una hija y después Bety nos dejó, un cáncer se la llevó. Quedamos muy solos.
–Pero… ¿la inscripción del puerto?
–La he mantenido viva… hasta ahora; apenas puedo caminar, estoy sentenciado a una silla de ruedas, y el letrero se borrará definitivamente, es triste pero… no hay otra.
–Álvaro, usted tiene un recuerdo muy hermoso que le alimenta la vida, es lo más importante, consérvelo –manifestó Héctor con un gran sentimiento de solidaridad.
–Conviene que duerma unas horas, por la mañana puede que se abra el puerto. Su habitación ya estará más caliente –dijo el posadero levantándose y dando por finalizada la velada–; y gracias por su compañía.



–Gracias por… el coñac –respondió el huésped, mirando a los ojos a su interlocutor–, uno de los más sabrosos que he tomado.
Tras una tornadiza noche de invierno vino una mañana muy diferente. Héctor, con la bolsa en la mano bajó al bar. Álvaro no estaba, le atendió su hija. Desayunó y marchó. Conservó puestas las cadenas en el coche hasta la carretera principal, una vez allí las quitó y prosiguió su viaje.
A los pocos días cuando, de regreso, Héctor volvió a pasar por el puerto de Acebal, se detuvo en el PK de la pintada. Cubierta en parte por la nieve, se veía muy decolorada, con carencia total de significado para todo aquel que no la conociera con antelación.
Tendal, donde Héctor y yo habíamos trabajado durante años y conservábamos buenas amistades, continuaba siendo un objetivo de nuestros viajes, juntos o por separado. En ellos, al pasar por el puerto de Acebal, no dejaba yo de observar la frescura del poema de Alvarín. Conociendo ya el origen del mismo, comenté la circunstancia con Héctor quien no le dio mayor importancia: “El hombre habrá contratado un sustituto”. Y yo me quedé relativamente satisfecho como me ocurría con las respuestas, siempre tan racionales, de mi amigo.
Al principio, a Héctor no le preocuparon mucho los pequeños problemas de memoria, pero su carácter metódico hizo que lo anotara en su cuaderno verde. Cuando, además, detectó estados de irritabilidad o de tristeza injustificadas, acudió al médico. Una vez diagnosticada la enfermedad, nos lo comunicó a su hermana y a mí. A partir de ahí las cosas se sucedieron con orden pero muy rápidas.
En los mejores estadios escribía o dictaba al magnetófono, de forma frenética en las últimas etapas (su cuaderno verde y el médico le iban marcando la pauta). Nuestra relación se hizo más intensa, si cabe, charlábamos mucho, sobre lo divino y lo humano, aunque el alzhéimer solo era tema de conversación cuando él lo exponía. Lo irreversible de la situación le empujó a tomar medidas, de carácter legal unas, domésticas otras. Me indicó que me hiciera cargo de su biblioteca, grabaciones, fotografías, manuscritos y otros (sus libretas verdes, por ejemplo). Yo llevaba bastante bien la cosahasta el día en que no me reconoció: fue un mazazo terrible, a pesar de saber de su advenimiento.
Después de eso decidí visitarlo a diario (siempre con secretas y… vanas esperanzas).
Antes de su venta, tuve que revisar el coche de Héctor. Mi sorpresa llegó al vaciar el maletero: aparte de los objetos esperables –linterna, bolsa de herramientas, mini botiquín…–, encontré una caja que contenía un bote de pintura blanca para exteriores, una brocha, una botella de aguarrás, unos guantes y unos trapos.
En la actualidad, cuando lo visito, Héctor me mira y parece que me escucha, aunque a veces dudo si siquiera me ve y me oye. Pero yo no cejo, soy un firme creyente del acompañamiento. En cierto momento, en que pensé que pudiera haberse abierto un claro en su mente, le miré a los ojos y, con tono de complicidad, le dije que el grafitero ya tenía sucesor. Juraría que sonrió complacido.
Pepe Paris

lunes, 22 de junio de 2015

"Y EL GANADOR ES..." RELATO DE MANUEL CARRASCO, FINALISTA DEL CERTAMEN DE LA CAIXA Y RNE

 

A nuestros años es difícil encontrar algo donde poner la ilusión. Para mí, una de esas pocas cosas que aun me ilusionan es escribir. 
Porque para mi escribir, es reír, es llorar y es soñar. Volver a los juegos de infancia, y recordar.
Escribir es envejecer sentado junto a una ventana contando miles de estrellas. Es vivir en tiempos futuros que no llegarán; elegir ser hombre o mujer, a mi voluntad.
Escribir es sufrir o gozar; estar solo y soñar con paraísos poblados de valquirias y amazonas. 
Escribir es enamorarte de un gato, poner nombre a un colibrí, explorar el Serengeti, pintar de rosa la aurora; viajar al centro del alma.
Escribir, es fabricar otras vidas. Jugar a ser un poco dios, creando mil universos. 
Poder ser feliz cuando estás en medio de la nada... eso, para mi, es escribir. 


                      
 Fernando Schwartz entrega el trofeo de finalista a Manuel Carrasco.


Y como escribir es soñar, un día soñé que yo erra un superhéroe y escribí el relato que fue soleccionado como uno de los 15 finalistas en el Concurso de Relatos de la Caixa y RNE. Lo titulé:

  "Y el ganador es..." 
Y dice así: 

"Los lunes, miércoles y viernes juego al ajedrez; los martes, jueves y sábados, al golf; los domingos por la tarde veo el partido de fútbol; pero por la mañana sigo siendo el superhéroe que siempre fui. 
Antes de seguir creo que debo hacer alguna aclaración. Ya estoy jubilado de la mayoría de mis actividades. Por ejemplo, yo que jugué al ajedrez con Bobby Fischer, Karpov e, incluso, con José Raúl Capablanca y Graupera -a quien yo mismo bauticé con el sobrenombre de "el Mozart del ajedrez"- , ahora me tengo que conformar con jugar contra el ordenador, lo que me resulta aburrido y tedioso y hasta fastidioso a veces, sobre todo cuando esta máquina infernal me gana en algunas ocasiones. 
Lo del golf es diferente; en eso nunca llegué a ocupar un puesto privilegiado en el ranking, porque empecé a jugar ya de mayor. Hice algunos hoyos con Greg Norman, Jack Nicklaus y José María Olazábal, pero nunca llegué a ser un gran campeón, aunque en honor a la verdad debo confesar, porque muchos no lo saben, que yo fui quien enseño a jugar a Severiano Ballesteros. Ahora juego con la Wi de Nintendo y todavía no he encontrado a nadie que me gane. 
También debéis conocer, para comprender esta historia, que los superhéroes somos inmortales. Y esto sí que es un fastidio. Yo acabo de cumplir los cuatrocientos diez y aunque no me encuentro mal, ya he tenido que casarme ocho o diez veces, ahora no lo recuerdo bien, y llevo ya unos cincuenta célibe, porque a la hora de escoger me he vuelto demasiado exigente. 
Vivo solo y dos veces a la semana viene una asistenta que lo tiene todo muy limpio; pero a lo que íbamos: 
Los domingos por la mañana nos reunimos todos los superhéroes en una cafetería a contarnos nuestras batallitas. Algunos están ya muy mayores; por ejemplo Moisés - que se ha negado en redondo a cambiarse de nombre-, a menos que te descuides, te vuelve a contar cómo se las arregló para separar las aguas del Mar Rojo. A mí ya me lo lleva contado cerca de doscientas veces. 
Lo de los nombres es otra cuestión. De antiguo, cada uno teníamos el nuestro y estábamos todos muy orgullosos de ellos; pero llegaron los americanos y pusieron de moda lo de "Súper", "Increíble", "Maravilloso" y esas horteradas, que aconsejaban sus asesores de imagen, y no tuve más remedio que aceptar el de "Súper Quijano" que me aconsejó mi productor, que es el que se encarga de todo lo concerniente al marketing, que en nuestro oficio se ha vuelto imprescindible. 
Como habrán deducido yo me dedicaba a "desfacer" entuertos, salvaguardar el honor de doncellas indefensas, liberar cautivos, y luchar por las causas perdidas. 
Sólo hay que darse una vuelta por las noticias de los periódicos para ver a donde está llegando el mundo, desde que yo dejé mi vida activa
Y es que los superhéroes mayores ya no actuamos y nos dedicamos sólo a organizar todos los años los premios "Yelmo de Oro" que reconocen los méritos de los que más se han distinguido en las distintas secciones. 
Yo gané uno, ya hace tiempo, con mi "Aventura de los molinos de viento" en la sección de "efectos especiales", en reñida pugna con mi amigo Rodrigo Díaz de Vivar, nominado por su "Batalla ganada después de muerto". El año siguiente gané otro al mejor "guión 
original", esta vez sin apenas oposición, y otro año estuve nominado en la sección de "grandes epopeyas", pero me ganó Ulises con su "Odisea". 
Este año estoy muy ilusionado porque me van a ofrecer el "Yelmo de Oro" a la trayectoria de toda una vida. Aún hoy, en estas ocasiones, no veáis como añoro a don Miguel cuando tengo que escribir el discurso de aceptación.

      Acto de Entrega de Premios en CaixaForum Zaragoza el día 18 de junio de 2015.

viernes, 19 de junio de 2015

ENTREGA DE PREMIOS DEL CONCURSO DE RELATOS DE LA CAIXA Y R.N.E.


Luisa Fernández Miranda, ha sido la ganadora del Concurso de Relatos Escritos por Personas Mayores 2015 de la Caixa

CaixaForum Zaragoza ha acogido este jueves la entrega de premios del Concurso de Relatos Escritos por Personas Mayores de la Obra Social "la Caixa" y RNE. La ganadora de la séptima edición de este certamen ha sido la madrileña Luisa Fernández Miranda, de 64 años, con su relato “Gotas de lluvia”. En esta edición se han presentado más de 1.300 relatos llegados de toda España.

Además, en la presente edición se han concedido dos accésits: uno para Luciano Montero, de 65 años y procedente de Madrid, por “Huesos de santo”, y otro para José Ramón Morant, de 67 años y residente en Oviedo, por “El relevo”. 
  
Fotografía de los premiados y los 15 finalistas del certamen, con los jurados del premio.

A esta séptima edición se han presentado 1.348 relatos. Por procedencia, la mayoría de autores son de la Comunidad de Madrid (386), Cataluña (183), la Comunidad Valenciana (143) y Andalucía (128).

En días sucesivos iré publicando los relatos premiados, así como alguno de los finalistas.

viernes, 12 de junio de 2015

MANUEL CARRASCO, FINALISTA EN EL VII CONCURSO DE RELATOS 2015 DE LA FUNDACIÓN "LA CAIXA" Y R.N.E.


El relato "Y el ganador es..." de Manuel Carrasco Moreno, ha sido seleccionado como uno de los 15 finalistas, entre los 1384 participantes en el VII Concurso de Relatos para personas mayores 2015, que convoca anualmente la Fundación Caixa en colaboración con Radio Nacional de España.
Es la tercera ocasión que Manuel Carrasco consigue esta distinción.
La entrega de premios y la proclamación del ganador tendrá ligar en Caixa Forum de Zaragoza, a las 11 horas del próximo día 18 de junio.


miércoles, 4 de marzo de 2015

"NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD"


UN RELATO DE Andrés Morales Rotger, ganador del XVII Premio Nacional de Cuentos de la Ciudad de Mula 2014.

"Leandra Luz asciende los cinco escalones del estrado, desplaza una pierna hacia atrás y la flexiona; atruenan los aplausos. Desde el centro de la tarima acepta elogios y distinciones en nombre de la poesía femenina de 1846. Del acto da testimonio gráfico un único daguerrotipo, tomado tras siete minutos de paciente exposición, entre cuyos sepias se percibe la tristeza de la poetisa galardonada y la solemne gravedad del presidente de la Academia, ambos con una copa de cava en la mano. No se guarda, sin embargo, constancia de lo acaecido durante la emotiva ceremonia ni del selecto vernissage que se ofreció a continuación. Ni a qué horas Leandra Luzdecidiera recogerse ni cómo fue que encontraron el cadáver de la poetisa en un campo de cruces y lápidas, ubicado a escasa distancia de la población.
De hecho ese mismo día, en la villa donde horas después tendría lugar la entrega de premios, cuando el sol apenas si penetraba los visillos del hotel, la romántica suite nos mostraba a una Leandra Luz desperezándose, con el cabello todavía enredado en la almohada. Nos mostraba el tapizado floral de un sillón de tocador y un corsé estrecho como un reloj de arena, dos zapatos de serpiente marina subidos a sus más íntimos pantaloncitos y, en la mesita de noche, algunos volados, encajes, bordados, cintas, plumas, lazos y un frasco de láudano que la miraba directamente a los ojos. Y en una esquina de la mesita, una nota: Sobre todo no me quieras.
A la poetisa le costó leerla. Un temblor nervioso agitaba sus manos. Cómo imaginar que la autora de las cinco palabras de la cuartilla era la misma persona que había consumido con Leandra la larga fiebre de aquella noche. Imposible dar crédito a lo que leía. Leandra la conocía bien. Después de todo, entre las dos habían incendiado a escondidas las noches de aquel año. Una tras otra desde que la autora de la nota le manifestara que no había venido al mundo para nadie en concreto, y que era absolutamente libre para irse a vivir con quien más le conviniera, hombre o mujer.
Fue su pupila predilecta. Desde el momento en que se presentó en la escuela y pidió que la acogiera junto a las otras muchachas, la chica de la nota en la mesita de noche se convirtió en su favorita. Le bastó con improvisar un poema inacabado mientras bailaban en el aire sus cabellos, utilizando como espejo la sonrisa aprobatoria en la mirada de Luz. Y allí donde no fuera aceptada una ahijada secreta de Isabel II, en ese taller a cuyas conferencias acudía, según las crónicas románticas, lo más granado de la lírica en busca de emociones íntimas e inaccesibles ideales, ingresó la joven que un amanecer escribiría aquel brevísimo adiós en papel memorándum.
Y a partir de casi nada, Leandra Luz la fue inventando. La sueña, la viste, la destruye, la despierta, la rechaza, la reconstruye, la provoca, la retiene a su lado, le oprime una mano, le acerca un beso, le confía un secreto al oído: Antes de componer un solo verso, con la mente y el alma en blanco, has de poner a recitar el corazón y el claustro de tu sexo y hasta los hoyuelos de las corvas y de los tobillos, si fuese necesario. Era allá donde la muchacha del papel en la mesita debía buscar siempre, y ya vería cuán rápido la musa Erato se instalaba en ella y se le manifestaba con sus rimas. La musa siempre cumplía su parte. Y a partir de ahí, sirviéndose de aquellos secretísimos recursos, seguro que la alumna igualaba a la maestra antes de agotarse agosto. Tenía el don. Tan pronto declamaba un poema como improvisaba nuevos versos. Lea Luz supo que tenía ante sus ojos a la futura reina del romanticismo. A la próxima Flor Natural del Círculo de Poesía.


Un algo de absenta y unas gotas de láudano entusiasmaron a una aspirante que se hizo besar hasta saciarse plenamente. Se juraron de manos y boca no separarse nunca. A lo largo de aquel verano de 1846 se las vio juntas por diferentes escenarios, en escandalosa soledad a veces, ocasionalmente en calesa, acompañadas de mucama, dueña, lacayo y cochero. Bebieron agua de todos los ríos y ninguna era más dulce que otra. Caminaron en ropa de baño por la ribera, al amparo de un quitasol y su lánguida molicie, con el propósito de que el diablo no les hurtara la sombra. Se detienen, se arrodillan. A la joven que abandonaría el lecho para escribir una nota le apetece hacerse visible en un remanso, pero el cabello se echa a volar y le hurta su rostro al espejo del agua. Se zambulle entre dos rocas. Sale del regato, se tiende en la grama. Pide a Lea que le recorte la melena para ofrecerla al dios fluvial. En improvisados alejandrinos le suplica éxitos para su protectora en el universo literario. La corriente escucha la plegaria, recoge los mechones y sigue su camino.
—Lo hago por ti, Lea Luz —el cabello corto, mal peinado, en rizos húmedos y muy apretados—. Que el río arrastre mi sacrificio al mar
Dentro de la inmensa noche del último verano de Leandra Luz, el universo era una espaciosa cama de sábanas deshechas tras la incontrolada combustión de sus encuentros. Todo lo contrario acontecía durante las amables sombras del atardecer, cuando el universo se enfriaba entre pórticos antes que ambas mujeres hubieran acabado el té. Enormes mangas hinchadas, lazos suspendidos, los colores rosa de una doncella sonrojada. La chica que se levantaría temprano para garabatear una nota mantiene la taza en alto a la altura de los labios. En el centro de la plaza, una fuente con gorriones y cuatro caños soplan antojos románticos a oídos de la muchacha. El té todavía quema; pero ella cierra los ojos y se apresura a tragarlo.
—Llévame hasta ese campo de cruces y lápidas —la taza se deja llevar plácida hasta el plato. Pero ella no se deja; en ella hay una tristeza rebelde que se extiende frente a sus ojos como un velo de humo—. Quiero conocer dónde descansan los poetas suicidas.
Conozco un lugar; absolutamente romántico —a una señal del maestresala dos camareros se apresuran a retirar las sillas—. Tal vez otro día.
Seis días antes del fallo. Domingo tres de noviembre. En la villa donde se celebraba el certamen, una pareja enamorada recorre con audaz timidez el camino que circunda la tapia prohibida. Los dedos trabados de dos manos que caminan en dirección al camposanto de los suicidas. Acceden por una verja de forja negra. Es una extensión plana, sin colmenas de nichos, sin obra vertical, sin falsas bóvedas. Solamente vegetación espontánea. Sólo mil años de sepulturas, de mármol, de granito lamido por la lluvia, de urnas de barro. Los mil años de silencio desde la fundación de la villa; pero ningún ángel. Ninguna cruz. Tampoco hay perros yacentes, ni palomas ni espadas de fuego en el camposanto de los poetas románticos. Quedan, sí, la hierba salvaje, los cardos, las ortigas y los golpes de maza en algún lugar apartado. Golpes de maceta y cincel y el chirriar de grava por el camino que se abre paso entre tumbas.
Cesan los impactos. Al maestro tallista se le han caído las herramientas de la mano. Se revuelve visto y no visto. Tiene frente a él a dos ánimas; una de ellas cubierta y tocada con un velo de gasa blanca, y la segunda con la cara al descubierto y el cabello cortado a trasquilones, seguramente en penitencia por sus pecados en vida. Tose; escupe. Respira para desalojar el miedo y para vaciar los pulmones de ese polvo de roca que le abrasa la garganta. Al cabo de un instante de luz descomponiéndose a pedazos sobre el blanco hábito de las ánimas, la eternidad se evaporó de golpe y una voz de este lado del mundo le preguntó para quién tallaba la losa.


—Tiene dueño la piedra —le habla a través del velo, en uno tono inusualmente bajo, tal vez con la idea de que el artesano estaba hecho al gran silencio de la muerte.
—Aún no trae inscripción, señora. Pero la voy ajustando a la fosa; por adelantar mi labor —sostiene con pulso firme una gorra de visera contra el pecho. Como todos los valientes ha pasado mucho miedo—. Es una piedra que espera propietario.
—Déme precio —la dama más otoñal, absolutamente resuelta, con muchísima seguridad pintada en la boca—. Y labre la siguiente inscripción: 1990-2015; NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD.
—Se me hace a mí que no la entendí bien, señora —le estallan los pulmones en un acceso de tos. Y le insiste a la dama en su confusión con las fechas, por si la voz se hubiera desvanecido con el espasmo—. Sin ofender; pero pienso yo que se equivoca: ¿dijo usted dos mil o mil ochocientos?
Sí, la fecha es correcta. El cantero había entendido bien. Leandra decide apartarse de un sol que ya comienza a molestar. Y no; a Leandra no se le había olvidado el nombre de la persona desaparecida. Sencillamente: no hay ningún nombre que grabar. Nadie se ha inmolado recientemente en el campo de los poetas. NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD reúne unos poemas dedicados a una joven no nacida aún. Un lema, un título. Poesías en cuyos versos vive Leandra Luz antes que la desconocida joven viva. Por eso ha decidido grabar la leyenda del poemario en una losa sepulcral, para conservar durante siglo y medio el recuerdo de sus rimas a buen recaudo.
El tallador queda a solas con el encargo y la compañía pura y grande del sol. Una losa para el año dos mil. Se calza la gorra de visera con ánimo de reanudar el trabajo. Un billete para la vida eterna a nombre de alguien que aún no ha nacido. Toma la maza y descarga un golpe sin convicción. Cuyos abuelos ni siquiera han nacido aún. Sacude la cabeza brevemente y deja caer un segundo golpe, contundente.
—¿Y esa cara? —El inocente enfado de la joven le golpea duro a Leandra en el pecho. Uno más de los silencios con que tan a menudo maltrataba a la maestra. Por lo normal, la chica que echará a correr después de escribir un mensaje se maneja muy mal con los celos. Se niega a enfrentarse a los ojos de su mentora. Todo por otra mujer. No entiende que una extraña de otro siglo le inspire a nadie un manuscrito ganador. Desea llorar hasta el cansancio; disfrutar de la excitación del llanto hasta que se le hinchen los párpados. Y que cuando deje de llorar se reencuentren en la moqueta del hotel, sonriendo de afecto y de ternura y sin el escozor que la atormenta desde la conversación con el marmolista. Que arrastra consigo en ese lugar de la mente donde nunca cicatrizan las quemaduras.
Sobre la moqueta de la habitación reposa un quitasol de mango de marfil y ocho varillas, en cuya cubierta de algodón destacan pálidos motivos florales, acordes con el traje de Leandra. Sobre el silloncito del tocador, las livianas transparencias del vestido y, bajo un embozo de percal blanco, el cuerpo de la escritora enredado a las sábanas, el cabello hacia uno y otro lado de la almohada, pezón sucinto y finísimo vello en el pubis. Un cuerpo suplicante que solicita tregua. Aun así, la muchacha del papel en la mesita tarda en responder a la voz del sexo. No comprende, no le cabe en el alma que haya tantas variedades de amor como de rimas.
—No me mires de ese modo —a Leandra Luz le toma tiempo orientarse en la luz. Hoy no consigue ver más allá de algunos destellos rotos y un rastro de tristeza en las pupilas de su protegida—. Aún sabes muy poco del amor —de lado, sobre un codo, entreabriendo ligeramente el embozo del cobertor—; ven, acuéstate.
Una y otra bajo el cachemir de una única colcha, centímetro de piel contra centímetro de piel. Descubrirla pegada a su lado es prueba concluyente de entrega. Con ella a lo largo de su cuerpo; las cabezas muy próximas sobre la almohada. Pero pronto Leandra descubre que se engaña. La muchacha le hurta la mirada, finge que no la ha rozado. No serán suficientes unos labios que esperan abiertos. Ningún aprecio; juega, sí, con su pelo trasquilado. Se limita a dejarse hacer sin entrega, venciendo beso a beso la tentación de ceder. No se abandonará mientras Leandra Luz persista en su descabellada fantasía. Ambas piernas encogidas bajo el percal de las sábanas, la mano indiferente entre los muslos, y un encarnizado empeño por despedazar cualquier manifestación de afecto. Prolongará su amnesia emocional mientras ella, Leandra Luz, no la reconozca como única y genuina musa de su poemario. Imperturbable.
Se levanta sin despeinarse. Una noche más sin que la maestra haya cambiado de opinión. Una noche más sin que la joven de la cuartilla y el portaplumas claudique. Abandonada al placer de ver cómo Lea Luz no se cansa de recorrer su cuerpo; absolutamente pasiva. Expectante. La última noche. Las rimas que creyera suyas son ahora de una desconocida encerrada bajo las losas del tiempo. De acuerdo, pues. Lo mejor es borrar el amor con un beso mudo, perdido en el aire. Y como ningún beso es eterno, que se quede Leandra con su reata de rimas. Para toda la eternidad.
Una última mirada al espejo. El cabello corto había sobrevivido bien al sueño. Tal vez descubra un rictus amargo en el rostro, pero ningún rastro de los efectos secundarios de las lágrimas. Con pasos de convaleciente postoperatoria, se planta en la puerta y pone medio pie en el pasillo. Pero al instante rectifica. Busca con los ojos algo con qué escribir y cruza el dormitorio. En el buró halla papel con el timbre del hotel y un tintero de vidrio soplado. Junto al recipiente de los polvos secantes hay espacio suficiente para dos plumas de cisne. Levanta el cálamo y, tras un primer ir y venir del papel al tintero y del tintero al papel, la muchacha toma conciencia de ese miedo que husmea los finales de una relación. El ángel de Leandra mira a su mentora fijamente; durante un minuto entero. Vacila. Regresa del tintero y traza sobre el papel unas pocas letras, picudas como púas de rosal.
Sobre todo no me quieras.
Planta cara a la hoja y la embarra con el asco de amarla tanto aún. Ya no me quieras más. Dobla el billete en cuatro y lo coloca sobre la mesa de luz, bajo el frasco de láudano. Y en la mitad de medio segundo abandona ese espacio frío que queda al despedirse. El sonido de la puerta al cerrarse y el resto de un perfume carísimo sobresaltó a Leandra Luz. No puedo seguir contigo. A su lado el hueco que ella había dejado y la lentitud del primer sol arrastrándose por el cachemir. La vida no es sino una separación tras otra.
Leandra Luz no le hace el menor aprecio al papelito bajo el frasco. A esa nota entre la palmatoria, el collar, su diario personal, una arquita con arsénico y el gorro de dormir de la alumna ausente. Suave indiferencia. Hacia ese billete sumergido entre múltiples volados, encajes, cintas, bordados, plumas, lazos y el frasco del maldito láudano que la miraba directamente a los ojos. Despreocupada tibieza. Es más, nada de lo que pudiera escribirle la sorprendería. Lo esperaba. Temía y deseaba ese momento. Y porque deseaba liberarla del chantaje del amor, Leandra la había empujado suavemente fuera de su cama.
Lo prioritario ahora es extender polvos de arroz para rebajar el tono de las mejillas. Olvidarse de la nota. Una línea oscura alrededor de los párpados y remarcar de azul las ojeras, para alcanzar ese aspecto ideal de mujer enferma. Ni una triste mirada al billetito. Rojo intenso para perfilar los labios, en forma de corazón. E ingerir un poco de arsénico a fin de que la piel se muestre extremadamente translúcida esta noche de premios, que quede patente el azul de las pequeñas venas.
Leandra Luz da un paso atrás con intención de echarle una mirada de satisfacción al espejo. Que la ayuda de cámara del hotel dejara el corsé como el cuello de un reloj de arena, para pronunciar más el escote. Satisfecha, se ahueca las enaguas y se acomoda los pechos. Desciende las escaleras, se adorna con el desbordante silencio del hall y toma asiento en la oscuridad del coche que la aleja de las ciento una bujías de gas del hotel. Se acomoda en el coche de punto y ordena ir al salón de plenos de la ciudad, resignada a recoger ese galardón literario que le franqueará el camino hacia la nada. Un último reconocimiento que le permita falsificar el futuro.
Escoltada por una ama de confianza, entra a la platea y ocupa un escaño preferente en la fila cero. Por vez primera en mucho tiempo no halla en el apoyabrazos la mano que antes siempre encontraba. A su lado no se encuentra ya la media melena, la media sonrisa, las medias palabras, la media mirada a medio camino entre la desazón peor simulada y el entusiasmo más espontáneo. Cuando Leandra Luz oye que aclaman su nombre pensaba aún en la joven de la nota; si bien como alguien o algo absolutamente gastado o ausente, como ocurre cuando acaba por acabarse la noche, la voluntad de vivir o el celo de las gatas.
La sala corea el nombre de Luz y ella se encamina al encerado, asciende los cinco escalones, desplaza una pierna hacia atrás y la flexiona. Atruenan los aplausos. Desde el centro de la tarima, acepta elogios y distinciones en nombre de la poesía femenina de 1846 y de su recopilatorio de poemas NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD, dedicado a mis amores de otros siglos. Del acto da testimonio gráfico un único daguerrotipo, tomado tras siete minutos de paciente exposición, entre cuyos sepias se percibe la tristeza de la poetisa galardonada y la solemne gravedad del presidente de la Academia, ambos con una copa de cava en la mano.
Al cabo de dos copas de dorado cava, la poetisa premiada abandonaba la selecta recepción huyendo de su dama de compañía, de los compañeros académicos, de la lírica romántica y del carnaval de vanidades en que se había convertido el vernissage. Y tras un corto trayecto en calesa, Leandra Luz se apeaba en un campo de cruces y lápidas, ubicado a escasa distancia de la población. Ha despedido al cochero que la trasladara del consistorio hasta el campo de los poetas, con instrucciones de no regresar por ella y recomendando discreción por debajo de treinta céntimos de escudo. Desde este momento ya no era ni poetisa romántica ni avanzada periodista ni incandescente mujer de vanguardia. Lea Luz era sólo un par de zapatos poco hechos a caminar por entre hierbas salvajes, cardos, ortigas y el chirriar de la grava. Una mujer en la madrugada silenciosa del cementerio, al pie de una losa anónima perdida en un futuro aún por catalogar.
Leandra Luz avanza la mano y la desliza por la piedra. NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD. Resigue con dedos emocionados el latido de los trazos en la losa. Junto a ella, un ridículo bolso de mano decorado en plata dorada, en cuyo interior guarda una llave, algunos reales y céntimos de escudo, y esos medicamentos que le permiten superar el día a día sin morir totalmente. Se abandona echando hacia atrás el cuello, el cabello descolgado sobre los hombros. Abre los ojos. La luna es un disco de luto blanco. En la mano, el frasco abierto de láudano o tal vez la arquita cuyo arsénico se administraba para alcanzar una palidez casi lunar. La poetisa recién galardonada aprieta con fuerza el frasco y lo acerca lento a los labios. No precisamente para morir, sino para dormir la locura de ciento cincuenta años sin pensar en nadie. Para morir tiene una arquita de madera de laurel, enrasada de arsénico. Hay un lugar impredecible entre la razón y la imaginación, poco antes del largo camino que conduce a la nada. Y Leandra Luz toma conciencia del miedo, justo en el instante que penetra en esa primera fase de suspensión vital. Justo en el momento que comienza a amanecer sobre la lápida. Lo anuncia el canto del gorrión y el frío muerto de la aurora."

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AVE MARIA

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Canta Maria Antonia Moya. Si quieres escuchar la canción, pincha en la imagen

LOS PELEGRINITOS

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La canción de Lorca, cantada por María Antonia Moya, con imágenes de Lucena (Córdoba) Para escuchar la canción pincha en la imagen.

EN EL CAFÉ DE CHINITAS

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La copla de Lorca, cantada por María Antonia Moya, acompañada a la guitarra por Fernando Miguelañez. 1986. Para escuchar la canción, pinchar en la imagen

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