sábado, 17 de abril de 2010

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO X.


X


Ese mismo día, pero a la caída de la noche.

-¡Han matado a don Filomeno!
La noticia iba llegando de casa en casa. Nadie podía creerlo pero no había ninguna duda de su veracidad.
-Ha sido por la tarde. Querían entrar en la iglesia y él se ha plantado en la puerta para impedirlo... alguien ha disparado... y el pobre don Filomeno ha caído mortalmente herido... ha logrado arrastrarse hasta el altar mayor y allí, ha quedado tendido sobre las escaleras... sólo entonces han retrocedido... eran más de cincuenta, pero cuando han visto muerto al cura se han ido marchando a sus casas y han desistido de su intención de repetir en la iglesia lo que habían hecho por la mañana en el convento...
Al mediodía había subido don Gregorio, el maestro, a casa del cura para decirle lo que había pasado en el convento de las monjas y para obligarle a salir inmediatamente del pueblo, porque aquí nadie podía garantizar su seguridad.
- Don Filomeno, no debe ser usted tan terco, tiene que hacerme caso y macharse inmediatamente. Ya he preparado un coche que le trasladará a la capital. Allí tendrá donde esconderse hasta ver si podemos garantizar la seguridad en Recondo. Ahora es muy peligroso que se quede aquí.
- ¿No sois vosotros los que mandáis? Tomar las medidas necesarias para evitar que vuelva a ocurrir lo de esta mañana…
- Esto no hay quien lo pare… Ni Fermín ni yo podemos hacernos con las riendas de los acontecimientos y los más exaltados son los que están imponiendo su voluntad. He llegado a pensar que hasta nosotros mismos podemos estar en peligro si nos oponemos a lo que ellos quieren. No sé cómo va a terminar todo esto.
Pero de nada valieron las recomendaciones de su amigo el maestro. Hizo que su hermana utilizase el coche que le había ofrecido para que ella pudiese llegar hasta su pueblo, donde estaría a salvo y cuando ella se marchó, él se fue la iglesia. Cerró las puertas y fue recogiendo todo lo que iba encontrando de valor para esconderlo en el sótano donde había gran cantidad de chismes y era fácil que pudiese pasar desapercibido. Consumió también todas las hostias consagradas, para evitar que las pudieran profanar y se arrodilló delante del Cristo del altar mayor. Instintivamente hizo un acto de contrición y un particular examen de conciencia donde fue desgranando todo lo que había sido su vida. En el fondo de su alma estaba satisfecho de todo lo que había hecho, aunque pensó que este pensamiento podía ser un acto de vanagloria que podía ser pecado. Dio gracias a Dios por todo lo que le había dado y su espíritu quedo calmado.
Fue entonces cuando sonaron los primeros golpes en la puerta. Golpes y voces que retumbaban en las bóvedas de la iglesia y que parecía iban a derribar la puerta. Abrió la puerta y salió al atrio.
- ¿Qué queréis?, insensatos, ¡esta es la casa de Dios!
Su voz se perdió entre el griterío y, a empellones, le hicieron entrar en la iglesia. Abrieron las puertas de par en par y la turba se abalanzó dentro a pesar de que él intentaba detenerlos con los brazos abiertos.
Entonces sonó un disparo. El cura miró a los ojos de su asesino. Fueron unos instantes. Y en esos ojos vio el odio. Un odio que no mostraba ningún arrepentimiento cuando el viejo cura caía herido de muerte.
-¡Yo os perdono!
Posiblemente nadie escucho las últimas palabras del cura que, a duras penas se iba arrastrando por el suelo hasta que llegó a la escaleras del presbiterio, donde quedó muerto.
Alguien se acercó a él, le tocó en el cuello, y movió la cabeza.
-¡Está muerto!
Todos quedaron inmóviles. Era la primera víctima y era el cura. Y además todos sabían que era una buena persona que siempre les había ayudado. Los de la parte de atrás de la iglesia fueron los primeros en salir, después, poco a poco todos les fueron siguiendo y a los pocos minutos sólo quedaba el cadáver de don Filomeno, tendido boca abajo en las escaleras del altar mayor. Fuera, la mayoría se había ido dispersando y sólo un grupo de los más exaltados había subido a la torre de la iglesia. Cortaron las maromas que ataban las campanas y las tiraron a la calle desde lo alto del campanario. La campana grande, la que se utilizaba en las fiestas patronales, la Navidad, la Pascua y el Corpus Cristi, quedó partida en dos y el badajo se soltó de la campana rebotando sobre el suelo. Las otras dos más pequeñas, las que tañían para avisar el comienzo de los actos religiosos y los entierros, quedaron con grandes rajas que las dejaban completamente inservibles, sólo aptas para ser fundidas de nuevo. Desde abajo, un grupo vociferante de jóvenes, autoproclamados revolucionarios, festejaban la caída de cada una de las campanas, con gritos y vivas a la revolución y mueras a los fascistas y a los militares golpistas. El vino y el aguardiente, que no paraban de pasar de mano en mano, iban apagando los últimos residuos de remordimiento que pudiesen quedar a los que se habían conjurado para limpiar el pueblo de los reaccionarios enemigos de la república.
Los nuevos cargos municipales no eran capaces de controlar a los responsables del Comité Político Revolucionario que estaban decididos a imponer su justicia en el pueblo. Felipe, el Regalao, Isidoro, "Pelopincho", Julián, el "Negro" y Joaquín el Mangas, formaban la cúpula ejecutiva del Comité Político y habían planificado su plan de acción, sin tener en cuenta las recomendaciones de Fermín el Alcalde y de don Gregorio, el maestro, que intentaban infructuosamente controlar los acontecimientos y habían llegado, incluso, a amenazarles con denunciarles ante las autoridades gubernamentales.
Los del Comité sabían que su capacidad de maniobra sería escasa cuando se normalizase la situación. Por lo tanto era necesario moverse con rapidez para poder consumar sus venganzas personales lo antes posible.
-El primero debe ser don Nicomedes, el del Solar. Ese cabrón tiene que pagar por lo que le hizo a mi novia…
-A tu novia y a otras más… esta noche hay que hacerle pagar por todas sus fechorías…
-Luego también don Enrique, el antiguo alcalde…
-Y don Atenodoro, el administrador de Correos., que le debo quinientos reales y así saldo la deuda…
-Vamos a sus casas, hay que cogerles desprevenidos…
Había pasado ya la medianoche. Escogieron diez guardias de asalto de total confianza, les facilitaron armamento y munición suficiente, les dejaron muy claro que nunca deberían contar a nadie lo que viesen esa noche y salieron camino de la calle Grande para detener a don Enrique. No había nadie por la calle. Cuando se iban acercando a la puerta, colocaron a varios guardias en las esquinas para evitar que nadie pudiese acercarse de improviso. No había ninguna luz encendida en la casa. Dieron varios golpes con el llamador, sin recibir ninguna respuesta.
-¡Abran la puerta si no quieren que la derribemos...!
No contestó nadie. De nuevo se repitieron las llamadas, ahora también con la culata de un fusil, pero con el mismo resultado.
Alguien acercó un hacha y una barra de hierro. A los pocos minutos la puerta estaba descerrajada y los cabecillas con cinco guardias de asalto entraron en el zaguán de la casa. Todo estaba completamente a obscuras. Dieron al interruptor de la luz que había cerca de la puerta. Se encendió una bombilla en el portal y otra en el inicio de la escalera que subía a la planta de arriba, pero seguía sin haber ni rastro de los propietarios.
Cuando se cercioraron que no había nadie en la casa, encendieron todas las luces para hacer una concienzuda búsqueda de todo lo que pudiese haber de valor. No había duda que los dueños habían abandonado la casa precipitadamente porque se habían dejado prácticamente todo. En los cajones de la cómoda encontraron las joyas de la señora. Había dinero en un cajón de la mesa del escritorio de don Enrique… cubiertos de plata, candelabros de bronce y figuritas que podían ser también de plata… El hacha que les había servido para romper la puerta, la emplearon también para destrozar los muebles del comedor y del dormitorio. Con los papeles hicieron un montón en medio del patio y lo prendieron fuego…Allí habían terminado y había que continuar, porque la noche era corta y la tarea larga. Cuando salieron de la casa, en el centro del patio sólo quedaba un pequeño rescoldo con las brasas de la hoguera que estaba a punto de apagarse.
Decidieron dividirse para terminar antes con las detenciones y evitar que se pudiesen avisar unos a otros. Para unos la siguiente parada era la Administración de Correos, los otros se dirigieron a "el Solar".
Estaba cerca de la plaza, pero cuando la cruzaron tampoco había nadie. Sin duda que la mayoría de los habitantes de Recondo esa noche no iban a dormir pero estaban encerrados en sus casas, intentando adivinar lo que pasaba al otro lado de las puertas y de las ventanas.
-Hay que impedir que huyan… Vosotros dos, id por la calle de atrás para evitar que puedan salir por la puerta falsa…
Los golpes de la aldaba resonaron en todo el caserón. Allí tampoco respondía nadie ni había ninguna luz que delatase actividad dentro de la casa. Un guardia de asalto llegó corriendo desde la calle de atrás…
-¡Se escapan por las tapias de la corraliza, venid todos, corred...!
El hijo había sido el primero en saltar la tapia por la esquina más distante de la puerta falsa, y corrió despavorido hasta perderse en la oscuridad de la noche, sin esperar a que su padre pusiese los pies en el suelo…
-Dejad que se marche, el que nos interesa es el viejo…Don Nicomedes se había quedado subido a la tapia sin atreverse a saltar hasta la calle. Para subir desde la corraliza habían utilizado una escalera de mano, pero ahora no tenía más remedio que saltar. Por aquella parte, la tapia no llegaba a los dos metros de altura. Intentó volverse hacia su casa pero uno de los guardias de asalto le cogió por un pie para impedírselo. Tiraron de él y cayó a la calle golpeándose la cara contra las piedras de la acera, aunque el golpe se amortiguó al caer primero sobre el brazo y la rodilla izquierda.
Dentro aún quedaban doña Margara y su hija Sacramento. José, su yerno, había salido al anochecer a casa de sus padres y no había podido regresar a "el Solar" por miedo a las patrullas de milicianos que patrullaban el pueblo.
Las dos mujeres quedaron en silencio, al otro lado de la tapia, sin atreverse a asomarse para ver lo que ocurría en la calle. El viejo, sangrando por una brecha que se había abierto en la ceja izquierda y cojeando por el golpe que había recibido en la rodilla, fue maniatado y así conducido hasta la cárcel que desde hacía unos días se había convertido en la checa del pueblo.
Allí estaba ya don Atenodoro, maniatado y lloroso, aunque aún no tenía ningún signo de haber sido maltratado. En una de las habitaciones se oía el murmullo de conversaciones que a veces subía de tono y se escuchaban voces llamando al orden a los que debía estar allí reunidos. Allí estaban Fermín, don Gregorio, y todos los componentes del Comité Político de Recondo.
- Esto no lo vamos a consentir. Lo de esta mañana en el Convento y lo del pobre cura es intolerable. O deponéis vuestra actitud y os atenéis a las leyes de la República, o tendremos que tomar medidas contra vosotros.
- Aquí manda el Comité Político. Lo dicen bien claro las normas recibidas del Partido. Si tú, Fermín, no estás de acuerdo, presentas la dimisión como alcalde y te marchas a tu casa. Y tú, camarada Gregorio, lo mejor que puedes hacer es dejarte de poliquiterías y aceptar lo que nosotros digamos. Y si no estás de acuerdo… pues te marchas a tu casa y nos dejas en paz, si no queréis correr vosotros la misma suerte que estos cerdos fascistas…
- Pero es necesario hacer las cosas de acuerdo con la Ley. Si ellos son unos traidores que han intentado sublevarse contra la Patria, se les juzga, y cuando se les condene, se ejecuta la sentencia… Pero nosotros debemos respetar la Ley…
- ¿Respetar la Ley con ellos, que nunca la han respetado? Ya era hora que a estos cerdos les llegase su San Martín… y ahora van a pagar por todo lo que nos hicieron a nosotros durante toda la vida.
- ¿Qué pensáis hacer con esos que habéis traído?
- Mejor es que no lo sepáis, lo mejor que podéis hacer es marcharos a vuestras casas… dejadnos solos… si no veis lo que pasa, no tendréis remordimientos… porque ahora, parece, que os habéis olvidado de todo lo que decíais no hace mucho tiempo…
Los dos se marcharon. Sabían lo que iba a pasar; no estaban de acuerdo, pero no se atrevieron a enfrentarse con sus camaradas que estaban decididos a zanjar, de una vez por todas, los viejos agravios que habían tenido que sufrir de los que ahora tenían detenidos.
Durante veinte interminables minutos habían dejado solos a los dos detenidos, atados a la silla donde estaban sentados. Ninguno de los dos se había atrevido a decir nada, tan sólo se miraban trasmitiéndose todo el horror que estaban sintiendo en esos momentos.
-Tú, "señorito" Nicomedes, vas a ser el primero… ¡Traedle a la sala de interrogatorios!
Felipe el "Regalao", había dado la orden que los dos guardias que le acompañaban cumplieron inmediatamente.
Lo que llamaba sala de interrogatorios era un pequeño cuarto de no más de diez metros cuadrados, sin ventanas, y con solo una puerta metálica de entrada. Había una bombilla con una tulipa colgada del techo, una mesa con un flexo encima, a la izquierda de la entrada, detrás un sillón de madera, y una silla en el centro de la habitación.
-Desnúdale y nos dejas solos…
Aunque era pleno mes de julio, y durante todo el día había hecho mucho calor, ahora en aquel cuartucho lóbrego hacía un poco de fresco, o eso al menos es lo que sintió don Nicomedes cuando se quedó totalmente desnudo, con las manos atadas a la espalda, y de pié junto a la silla del centro de la habitación.
- Bueno, bueno, señorito…
Felipe desenfundó un machete que llevaba colgado al cinturón, lo dejó sobre la mesa y encendió un cigarrillo. Se acercó a él y le soplo el humo a la cara.
-Ahora me vas a contar a mí lo bien que te lo pasaste con mi novia aquel día en tu casa… Me vas a decir lo buena que estaba, lo que te gustaron sus tetas… y cómo te la tiraste… Porque te la tiraste, ¿verdad?
- Por Dios, Felipe, yo no la hice nada…
- Pues no es eso lo que contabas en el Casino… Y además yo no creo en Dios, por lo que me lo tendrás que pedir por otra cosa, si quieres que te deje marchar…
- Por lo que más quieras… Te puedes quedar con la finca que quieras… pero no me hagas daño… ¡por favor!
Había levantado el foco del flexo iluminando su cara. Durante todo el tiempo no paraba de dar vueltas a su alrededor jugueteando con el machete que de vez en cuando acercaba a la cara del viejo.
- La verdad es que estoy por creerte, porque "eso" ya no te debe servir para nada… Y las cosas que ya no sirven… lo mejor es tirarlas…
Sin apenas terminar de hablar, de un solo tajo del machete seccionó todo su órgano viril. Sus gritos se oyeron en todo el edificio de la cárcel, pero nadie entró en el cuarto donde estaban los dos hombres. Cayó al suelo sobre el charco de sangre que manaba con abundancia de su herida. Con el machete también le cortó la cuerda de sus manos y le tiró encima su camisa.
- Tapónate la herida, si no quieres desangrarte…
Apagó las luces y salió de la habitación, dejándole solo, tendido en el suelo y retorciéndose de dolor, pero ya sin apenas fuerzas para seguir gritando. Nicomedes oyó el cerrojo al cerrarse por fuera y a partir de ese momento, totalmente a obscuras no supo el tiempo que iba trascurriendo, traspasado por el dolor que sentía y por la debilidad que se iba apoderando de él por la pérdida de sangre que aún notaba que salía de la herida. Aunque durante su vida apenas si había rezado, ahora se acordó de Dios. No para pedirle perdón ni clemencia porque pensase que iba a morir, sino para recriminarle por haberle abandonado. ¿Qué clase de Dios era, para permitir que esos rojos ateos se ensañasen de esa forma con un buen cristiano, que durante toda su vida había cumplido con los principales mandamientos de su Iglesia…? Iba a misa los domingos, comulgaba por la Pascua… incluso hacía obras de caridad cuando llegaban las Navidades… y era el presidente de la Cofradía del Santo Patrono del pueblo… No había derecho… no podía ser que su Dios le hubiese abandonado… Era verdad que en ocasiones había impuesto su voluntad a los demás, pero eso no era más que la constatación de la superioridad que el mismo dios le había otorgado haciéndole superior a la mayoría de mediocres que le habían rodeado durante toda la vida. No podía entender que esto le pudiese estar ocurriendo a él…que tenía la costumbre de regalar una finca a los criados de la casa cuando se iban a casar… como le habían enseñado sus mayores… Dios se debía haber vuelto loco…
Mientras tanto, Julián "el Negro", se había encargado de ajustar sus cuentas con el otro detenido. Estimó que con un par de golpes por cada duro que ya no le tendría que pagar era más que suficiente. El pobre don Atenodoro quedó también solo y maltrecho en otra de las dependencias de la checa, desde donde había podido escuchar los alaridos de su compañero de cautiverio.
- No podemos dejar rastro de lo que ha pasado. Tenemos que matarlos. Si les dejamos vivos, mañana vamos a tener que dar demasiadas explicaciones… Lo mejor es terminarlo todo esta noche…
Mandaron traer un camión y subieron a los dos detenidos. El Administrador de Correos quedó horrorizado cuando pudo comprobar lo que habían hecho a su amigo, que apenas si se tenía en pié y no paraba de quejarse. Vio como salían del pueblo y se dirigían hacia el camposanto. Cuando estaban a poco más de cincuenta metros de la puerta se detuvieron.
A él le bajaron primero. Un tiro seco, bocajarro en la cabeza, terminó con su vida y su cuerpo se desplomó quedando tendido sobre el polvo blanco del camino.
- Al otro, todavía no, antes vamos a darle un paseo… como a él le gustaba darlos con su tílburi…
Le bajaron a duras penas del camión, le ataron los pies al extremo de una cuerda, sujetando el otro extremo al eje del vehículo.
- ¡Písale a fondo!
Durante doscientos metros el cuerpo del infeliz fue dando saltos, rebotando en los lindazos y con las piedras que había a lo largo del camino. Cuando el camión llegó de nuevo junto a la puerta del cementerio el cuerpo ensangrentado de uno de los señores más importantes de Recondo todavía presentaba alguna leve señal de vida.
- ¡Déjale que sufra un poco más! ¡Que tenga tiempo para pensar en todas las mujeres que violó, en todos los pobres de los que se aprovechó, en todo lo que deja aquí, porque ahora ya no se puede llevar todo lo que robó durante toda su vida. Pero
"El Mangas" se apiadó de él y de un disparo le voló la tapa de los sesos. Estaba amaneciendo. Los cuatro hombres habían terminado de cubrir el hoyo que habían abierto junto a la tapia del cementerio. Pusieron unos matojos de broza encima, para disimular la tierra removida, y cuando entraban en Recondo escucharon el primer canto de un gallo en aquella calurosa mañana de finales de julio.
Felipe, por fin, podía descansar tranquilo porque había hecho justicia y había degustado el sabor de la venganza…el dulce sabor de la venganza.

FIN DEL CAPÍTULO.El capítulo XI el próximo sábado, dia 12 de diciembre.
¡No te lo puedes perder!

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